Torcido

Me desperté torcido. No en el alma, sino torcido de cuerpo, mal dormido y peor despertado con los huesos mal colocados.

Me levanté y me fui al baño. Al orinar, me di cuenta de que el chorro no salía recto, y no porque hubiera bebido, sino porque el cuerpo se me iba solo, a un lado, luego al otro, como un borracho ‘0,0’ con efectos secundarios.

Tuve la clara sensación de que algo no andaba bien. Algo que no sabía nombrar. Me dije: estoy torcido, literalmente torcido. Como un cuadro mal colgado.

La sensación no desapareció. Me acompañó al coche, al trabajo, a todas partes. En la oficina pregunté si alguien notaba algo raro, como quien pregunta si es de día cuando el sol entra por las ventanas. Me miraron raro, sí. Raro y en silencio, que es peor.

Había algo en sus ojos, una mezcla de incomodidad, sospecha y lástima, que me dejó más tocado de lo que ya estaba. Menudo bochorno.

Para salir del paso, les dije que sería el metro, ya que el metro pasa por debajo del edificio. Vibraciones, dije. Como si fuera un experto. Me dijeron que no, menos una. Una compañera, entre ausente y amable, dijo que sí, que a veces se notaba. Me aferré a ese sí y asintiendo me fui al sitio que me tocaba ocupar. Sentado, seguía igual: torcido, como si tuviera una pierna más larga que la otra o mis tripas estuvieran desniveladas.

Encendí el ordenador. Busqué en internet si había pasado algo y el mundo hubiera perdido una tuerca que me afectara. Encontré un artículo científico que decía que el eje de la Tierra se había movido 0,002 grados en los últimos 120 años y que seguía cambiando por efecto de las masas de hielo sobre el planeta.

La variación era nada o casi nada. Pero también podía ser todo lo que explicase mi recién adquirido estado. Pensé si podría ser uno de esos que lo sienten.

Recordé una película. Fenómeno, de 1996 con Travolta. El protagonista sentía los movimientos sísmicos antes de que llegaran. Lo hacía porque tenía un tumor. Un tumor en el cerebro que lo convertía en algo parecido a un dios menor condenado. Sí, con altas capacidades muy alejadas de las humanas pero condenado al fin.

La idea me atrapó.
Pensé: si yo tengo eso… si soy uno de esos…
Me puse a hacer pruebas. Abrí una hoja de cálculo, una cualquiera, y traté de recordar la mayor cantidad de números en pantalla. Solo cinco. Un fracaso absoluto. Poderes cero.
Pensé: el tumor debe estar empezando. Es temprano aún. Hay que esperar.
Decidí volver a probar más tarde.
Antes de acabar la jornada, hice el mismo ejercicio. Esta vez fueron seis. Mejor, pero no mucho, otra ridiculez. Me dije: el tumor es de desarrollo lento, lo importante era estar alerta.

Volví a casa torcido. Me calenté unas lentejas con chorizo, de mi pueblo, del que sabe a humo y grasa de la buena, y me serví un vaso de vino, del que corta la grasa y la amplifica en el paladar.
Comí en silencio. No puse la televisión. Ya tenía bastante con lo mío. Las penas del mundo me importaban menos que la deseada digestión que vendría a continuación.

Después recogí y me eché una siesta. Me costó dormir, pero al final caí.
Al despertar, la sensación había desaparecido. Me levanté. Anduve por la casa. Por la cocina. Por el salón. Por la terraza. Nada, recto sin vacilar. La Tierra, parecía que también se había calmado bajo mis pies.

Me senté en silencio, largo rato. Pensando. ¿El eje? ¿El tumor? ¿El universo?
No, nada de eso tiene sentido
Fueron las lentejas con chorizo.
El vino.
La grasa.
Yo había salvado el planeta. Y nadie lo sabría. Ni falta que hace.
Cualquier otra explicación sería retorcida. Una locura, vamos.