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El azar que eleva y aplasta, los años de estudio y el rigor de la disciplina, lo habían convertido en un gran pianista. Llenaba salas en lugares impensados. Los aplausos del público no cesaban, seguían en la calle, en noches mexicanas de calor agobiante, bajo la nieve de Europa del Este o las lluvias de San Sebastián.
Su presencia en el escenario era imponente. Tocaba con los ojos cerrados, la espalda recta y la sonrisa quieta como una cicatriz hermosa.
Después de las funciones, la intensidad con la que vibraba no le permitía retirarse a descansar. Necesitaba el calor de copas y risas, el ruido desordenado de los bares de poca monta. Al final de la noche, también necesitaba los favores de una mujer, la más exuberante y provocativa, nunca la misma, para recuperar cierta humanidad y morigerar el vacío que seguía a los conciertos.

No había cumplido los diez años de edad cuando se presentó por primera vez en público. Ante el asombro de compañeros, padres de compañeros y docentes, tocó el himno nacional en el ateneo de la escuela para un acto del veinticinco de mayo.
A partir de ese día, se puso al frente del piano en todos los actos patrios para tocar el himno nacional, pero también la marcha de San Lorenzo, Aurora, o el himno a Sarmiento.
Ya desde la primera infancia ejecutaba piezas de Bill Evans en el piano de su abuela, precisamente a ella le debía todo el conocimiento musical. Abuela y nieto pasaban horas y horas frente al piano de ébano. Las noches los sorprendían entre solfeos. Cuando su madre se asomaba para avisar que la cena estaba lista, la abuela hacía una señal de silencio con el dedo índice sobre sus finos labios, y decía:
- Una vez más.
Era una maestra metódica e inflexible, no abundaba en halagos. Decía más cosas con el cuerpo y la mirada, ladeando la cabeza con violencia, cerrando los ojos y arqueando las cejas, apretándose las manos o moviéndolas al compás.
Ante un buen pasaje, a veces, dejaba escapar unas palabras:
- ¡Así, mi niño!
Fue su única maestra. Una mañana de sus quince años, al entrar en el salón para comenzar la práctica, encontró a su abuela muerta, sentada en el banco de terciopelo morado con la cabeza derramada sobre las teclas del piano.
Sin embargo, no dejó caer ni una lágrima. Frente a la tumba, vestido con un traje negro que le quedaba grande, prometió que se convertiría en un gran pianista.
Esa misma noche, entró al salón donde aún flotaba el aroma severo de su maestra, encendió las tres velas del candelabro, y a la luz de la llama inquieta soltó toda su emoción tocando el Preludio N° 4 en mi menor de Chopin, una de las piezas preferidas de su abuela.

Hizo un viaje por el país. Se costeaba los alojamientos y la comida con presentaciones en pequeños bares, donde interpretaba estándares de jazz o temas del rock para un público más entusiasmado en los tragos, el humo de los cigarrillos y el griterío, que por la música. Por esa misma época, probó las delicias de mujeres frenéticas y el sexo narcótico a las seis de la mañana.
Gracias a un productor, compañero de madrugadas y copas, experimentó la acústica de los teatros. No cabía en sus fantasías que alguien pudiera pagar una entrada sin consumición, sólo para escucharlo. El escenario le pareció audaz y enfático, una cápsula espacial o la cabina de un capitán de barco.
Tocó para una docena de personas en su primera gala. Doce personas como doce apóstoles, atentos y venerándolo.
Cada fin de semana asistía más gente. Hasta que la sala no dejó de estar llena. Multiplicó las funciones. Buscó teatros más grandes, verdaderos monumentos. Se embriagó de ovaciones. Salió en tapas de revistas, firmó autógrafos.
El dinero aumentaba en su cuenta bancaria. Compró un piso vidriado en el centro de la ciudad y frente a un parque. No le gustaban los adornos, prefería el estilo sobrio y minimalista. En el living despojado, sólo destacaba un sillón Chesterfield de cuero vacuno y el piano de ébano que había heredado de su abuela.
Antes de poder disfrutar de su espacio, se vio inmerso en el frenesí de giras interminables, primero en el interior del país, luego por otros países y luego por otros continentes.
Coqueteó con el whisky y lo adoptó como una compañía que llevaba oculto en el interior del saco. Nunca bebía antes de los conciertos. Pero luego del último acorde, corría detrás del telón y se atragantaba con una petaca.
Regresaba a su piso exhausto y feliz, contento de reencontrarse con su viejo piano. Se desprendía del equipaje y corría a levantar la tapa y acariciar las teclas.
Interpretaba una pieza triunfal, dedicada a su plenitud.
Luego tomaba directamente de la botella hasta caer rendido en un dulce sueño, con la sensación de que esa sería, siempre, y para siempre, su maravillosa vida.
¡Cuánto se equivocaba!

Lejos quedaron los tiempos de la dicha, la vida había sido clausurada para él.
Nadie lo aclamaba ni lo llamaban maestro. Sus dedos ahora temblaban incapaces, sin poder tocar ni una sola nota.
Había arrancado el cable del teléfono. Estaba harto de periodistas y no periodistas, de la chusma fetichista del morbo.
Pasaba los días tirado en el sillón Chesterfield de cuero vacuno, mirando los árboles y las palomas del parque. En completo silencio. No extrañaba la música. Y era como decir que estaba fuera de todas las cosas. Fuera y solo.

El piano volvió a sonar en una noche de año nuevo. Un amigo lo había invitado a cenar, y también una prima lejana, pero prefirió quedarse solo. Estaba sentado en el sillón, viendo el despliegue de fuegos artificiales por la ventana.
De pronto, el antiguo piano de ébano, silencioso e inútil como un adorno, decidió ponerse a tocar por su cuenta. Las teclas bailaban solas, repitiendo una extraña secuencia de acordes.
La melodía producía un efecto: le hacía revivir con detalle el único recuerdo que intentaba sepultar.
Tomó unas pastillas y cuando el sol avanzaba por encima de los árboles al fin pudo dormirse acurrucado en llanto.
Al despertar, creyó que se trataba de una pesadilla. Pasó el día en relativa calma, soportando, por momentos, las ráfagas de la melodía. Pero el concierto del piano se repitió esa misma noche y todas las noches siguientes, siempre remarcando lo mismo, la llaga ardiente en la memoria, lo infernal.
Aun tapándose los oídos, la música persistía.
Las veces que intentó escapar, a la calle, a los bares ruidosos, a cualquier parte, antes de llegar a la puerta regresaba al sillón de cuero vacuno, incapaz de resistirse al llamado lastimoso del piano. Una sola vez corrió por la vereda con la desesperación de un perro rabioso, pero tampoco pudo librarse, la melodía estaba clavada como un cuchillo.
Más de una vez pensó en silenciar al piano de un modo violento. Hasta llegó a comprar un hacha y estuvo a punto de utilizarla. Alzó el mazo, pero no se atrevió al golpe.
¿Cómo podría hacerlo? Era su querido piano de ébano, el mismo que aún conservaba las huellas imborrables de su abuela.

Una madrugada, borracho de whisky, salió en busca de una prostituta. Hacía frío y lloviznaba, no andaba nadie en las calles. Sólo encontró una mujer demasiado flaca tiritando entre las sombras, tenía la mirada negra y algo de araña. La invitó a su piso y abrió una botella de vino. Luego fueron a la cama y la mujer desplegó su mecánico repertorio. Cuando estaba encima de él, moviéndose sin ganas ni compás, el piano rompió el silencio y ejecutó su melodía. Él no pudo evitar el llanto por su recuerdo atroz. Ella también comenzó a llorar, y entre sollozos, le confesó que esa música horrible le hacía acordar algo feo: una tarde de su infancia en que tenía que cuidar a su hermanito y luego de un descuido lo encontró ahogado en la pileta.

Tras mucho insistir, aceptó la visita de un antiguo amigo, el único que le quedaba.
Pidió pizza y compartieron la cena en silencio. Con el café de sobremesa, el amigo le rogó que tocara el piano, pero él se negó alegando que estaba cansado. Antes de irse, el amigo pasó al baño y en ese momento la nota penetrante comenzó a sonar.
- Al fin… - dijo con la puerta entornada -. Te va hacer bien tocar.
El piano siguió con su melodía minimalista. El amigo volvió al living y se puso pálido. Alternó la mirada entre el piano solitario y su amigo sentado en el sillón de cuero vacuno. Permaneció parado con la boca un poco abierta y la mirada vuelta al pasado, los ojos se le iban llenando de lágrimas.
- Me acordé de...
El llanto cerró su garganta, pero no quiso dar rienda a su angustia, al recuerdo, seguramente terrible y despiadado, que lo asaltaba. Abrió la puerta y salió corriendo escaleras abajo, sin saludar.

No volvió a recibir a nadie y evitaba cualquier contacto con la gente. Cada noche se sometía al sadismo del piano. No rechazaba la melodía, se zambullía en ella y soportaba las espinas. Se convenció de que las lágrimas lo purificarían, que, de esa manera, estaba saldando una deuda interminable.
La nota aguda era el llamado. Una nota penetrante. Comenzaba la melodía, minimalista, simple, pero inasible a cualquier transcripción, el dolor lo impedía, el impacto del recuerdo, el único recuerdo que no podía soportar.
La música lo arrastraba por el asfalto de un amanecer etílico, siempre el mismo, a una ruta con demasiada niebla y molinos a los costados. La música parecía acompañar la marcha aletargada del auto. De pronto, el ritmo se intensificaba, el velocímetro alcanzaba el 180. Del otro lado, un hombre en una camioneta, llevando a su niña a la escuela. Porque lunes a la mañana, la hora en que la gente inicia su día laboral. Porque los chicos bostezan rumbo a clase. Un sonido grave, otro sonido como de platillos. Vidrios estallados, notas desafinadas, que luego viraban hacia un decrescendo donde la niebla, era una bendición que disimulaba el cuerpo de una niña. La melodía concluía en el piano, pero nunca en las profundidades de sus oídos. Para él ya no existía ninguna forma de silencio.

Texto agregado el 16-09-2025, y leído por 24 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
17-09-2025 En la vida no todo es eterno;pero también no se puede vivir de excesos . Tocar el piano se convirtió en una droga que lo llevó al desvarío.Era predecible El amor por su abuela,y su presencia lo hicieron tener una vida que no tenia tregua.. Es fuerte el texto y deja una enseñanza... Todo cambia ,nada es para siempre ... Saludos Victoria 6236013
16-09-2025 Este es uno de esos cuentos que, como la vida tiene todos los sentimientos posibles, amor, odio, alegría, tristeza que nos enseña que nada en la vida es eterno, así como comienza, termina y que cuando el destino nos marca, no es fácil esquivarlo. Saludos. Muy bueno!! ome
 
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