A sus espaldas lo tildan de loco. Otros, presumiendo ser más eruditos lo llaman desquiciado, orate, enajenado, de personalidad hendida. Si nos atenemos a las estadísticas, ganan por mayoría los que lo consideran un cerebro agujereado como regadera.
Hastiado de la situación, escribió un panfleto para leerlo el domingo en alta voz en la asamblea de su iglesia.
“Hermanos, en la demencia que me achacan hay una serenidad que no le teme al abismo del desatino. Sin vacilar abrazo el vértigo de pensar distinto. Porque si estar cuerdo equivale a renunciar al asombro, prefiero mis fantasías a subirme en un mundo que gira en eterno aburrimiento. Su cordura es una jaula con barrotes de bostezo y rutina
Vuelo tan alto que no entienden mi genialidad. No niego que me suceden algunas cosas especiales, pero nada que justifique los epítetos con que me desaprueban. Los fines de semana, antes de dormir oigo voces que salen de mi estómago, voces que discuten cosas intrascendentes. Que si fue penalti, que si el balón de oro debió ser para fulanito. Logro conciliar el sueño contando ratones que saltan sobre la panza de un gato travesti.
Por las mañanas, al abrir el ropero para sacar mi ropa enfrento los reclamos del par de fantasmas. Se quejan del aire viciado del guardarropa, de la poca ventilación y del fuerte olor a naftalina. Me han amenazado con cambiarse de casa pues cada día se sienten más transparentes y desteñidos, a tal punto que ella no puede concebir y son la única pareja del vecindario sin descendencia. He taladrado agujeros en la parte posterior del ropero para ventilarlos pero ahora se quejan de las corrientes de aire.
Eso no es nada comparado con la conducta del microondas. Es tan porfiado y exigente que se niega a calentarme el café si no lo enchufo a la corriente. De nada sirven mis argumentos en pro del ahorro y la ecología. La verdad, odio que sea tan exaltado. Le vale que soy de naturaleza pacífica y en aras de una convivencia armoniosa a veces le dejo que me gane en ajedrez.
Con las plantas no me va mejor, los geranios de la ventana me riñen porque mi inglés suena como si hubieran puesto una cuchara dentro de la licuadora. Me consuelo de tanta incomprensión viendo las caricaturas del Pájaro loco en la nevera.
Esas son algunas de las cosas por las que ustedes, hermanos, me tienen por raro y trastornado. Nimiedades, cosas sin importancia, cosas intrascendentes que le suceden a cualquiera y que en modo alguno justifican el trato de demente con que me molestan.
Pastor, escuche bien, mi madre era la única que me comprendía. Si no fuera por ella, hace tiempo me habría amargado. Nunca permitió que faltara a las consultas psiquiátricas, y aun lo hago sin importarme el tener que caminar tres kilómetros hasta la clínica. Educado como soy, apenas entro saludo a las personas que han llegado antes que yo, le sonrío a la secretaria y le ordeno: Señorita, que pase el primer paciente”.
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