Expulsados
Nos quedamos a las puertas de la ciudad, aparte del Anciano y yo, Letarama, su padre con todo el poblado y Leiméreta. El condestable no esperaba que todos los liminuenses me apoyaran, sin pedirlo. Agradecí mucho el gesto.
El jefe se despidió, con todo el pueblo. Letarama quería quedarse a mi lado. Yo deseaba, pero dije:
—Estamos en mitad del desierto, soy un proscrito en todos los pueblos conocidos. Me duele no saber de Ringlowe, no la he visto, parece que está en la capital, prisionera. No quiero perderte a ti también, es mejor que acompañes a tu padre.
Letarama me observaba atenta, no decía nada.
—Te amo. No sé como arreglar esto, pero volveré a tu lado.
Letarama me respondió lanzándose a mis brazos, con un beso profundo. Me abrazó y me dijo al oído:
¬—Vuelve, mi rey, tu pueblo te necesita. Yo te amo.
Una vez realizadas todas las despedidas, Lítor enojado se encaraba a un invisible condestable:
—¡Imbécil! ¡No sabes el daño que estás causando a tu pueblo!
Intentaba tranquilizar, pero Lítor no entraba en razón, apartándome airado:
—Soy muy mayor, ¿qué más quieres que haga? Siempre te he seguido, apoyado y creído en ti, pero, ahora, nos abandonas. ¡No muestras ninguna compasión! ¿Cómo va la humanidad a progresar?
Leiméreta y yo nos mirábamos, sorprendidos por esta reacción. No sabíamos a quién increpaba, a quien dirigía su demanda. Aplaqué al Anciano diciendo:
—Tenemos que buscar una manera para conseguir la legitimidad necesaria, y volver a presentarme ante el pueblo como su legítimo rey, sin dejar lugar a dudas. La ofuscación a los dioses no creo que sirva.
—Ojalá pudieramos preguntar al Profeta qué hacer —deseó Leiméreta, de manera inocente, retórica.
—¡Bendito muchacho! —exclamó el Anciano—. ¡Eso es!
—¿Cómo, lleva muerto siglos? —preguntó Leiméreta estupefacto.
—Lo único que lamento es no estar cerca del antiguo palacio —dijo el Anciano.
—¿Qué palacio? —pregunto Leiméreta.
—El del Rey Triste, Dilíreta II de los pruquisiantos —respondió con toda naturalidad el Anciano.
Mi conocimiento de historia parece que difiere a la de los tranianos, Pruquisia me suena a una antigua tribu, que habitaba en lo alto. Por culpa de la idolatría de sus reyes, Eguan destruyó todo menos un templo, donde residían unos monjes, «Los fieles», que iniciaron la predicación de la fe en Eguan.
—La leyenda cuenta que Eguan, encolerizado, surgió de la tierra al finalizar la Primera Era, y con su brazo de fuego hundió sus poderosos dedos y arrancó toda esta tierra —emocionado contaba Leiméreta la leyenda acompañando de gestos—. Así, de un golpe, eliminó a los pruquisiantos —bajando el volumen de voz, susurrando—, se dice que los que sobrevivieron formaron los «segundos hijos» o los «Hijos de Meel» —ya con voz normal—, y formó el desierto traniano. «El Mirador» se salvó porque era el templo donde surgió el mal.
«El Mirador» es un saliente que tiene el risco del Este, unos 2000 pies más alto que la Bajada de los Cobardes, el risco luego va disminuyendo, siendo la pared más baja en la capital. A la vista parece como si fuera la proa de una enorme embarcación que navega en el desierto.
—El desierto existía de antes —comentó el Anciano, fastidiando a Leiméreta—, pero lo cierto es que surgió un grupo, que se llamaron «los fieles», o «Los primeros hijos», al final lograron controlar la tribu, el antiguo palacio fue convertido en templo y, luego, en ruinas.
—Lo cierto que estamos lejos del Mirador, a unos dos días, una pared de casi 8000 pies —terminé la conversación de mitos e historias con una triste realidad—, y unas olvidadas reliquias, aunque a los aprendices de sacerdotes nos obligan a visitarlas. Dudo que lo que haya allí nos ayude. Nada podemos hacer.
Delante de nosotros, de la nada, aparecieron unas luces, como de bengalas, chisporroteantes, y que formaron el marco de una puerta. Miré atrás, seguro que los vigilantes de la ciudad lo estarían viendo. Volví a mirar a las luces, con la misma expresión de curiosidad y temor, con el corazón acelerado. La puerta se abate a la izquierda, hacia dentro, como si alguien al otro lado la estuviera jalando. Poco a poco vemos lo que hay al otro lado, una planicie. Nos miramos el Anciano y yo, creo que son las ruinas del antiguo templo. Abrupto, de un salto, aparece mi doble al otro lado.
—¡Vamos, rápido, cruzad! —nos ordenó.
Cruzamos, cobardes, el umbral.
—¡Bienvenidos al Mirador! —nos saludó el doble, mientras repentinamente desapareció la puerta.
Estaba mareado, pero comenté:
—Contigo quería hablar. No sé cómo apareces, me tienes aturdido.
—Lo sé, recuerda que soy tú.
—Ya —asentí—, pero ¿cómo te puedo invocar? En alguna otra ocasión te hubiese llamado.
—Vuelve a recordar, soy tú. El tú que sabe más de ti mismo que tú, y que sabe más de lo demás.
—Ya —no podía decir otra cosa ante el trabalenguas—, pero ¿debo depender del azar para tu ayuda?
—Bueno, esto lo puedes hacer tú sin necesidad de ayuda —respondió el doble dando un giro con la mano señalando a todas partes.
—¿Cómo?
—¿Ves? Sé más que tú —me respondió el doble.
Mi otro yo es más gracioso, y me moleta en esta ocasión. Creo que sintió mi enfado.
—Lo primero, solo puedes ir a sitios que hayas visto antes. Segundo, visualizas el lugar, lo imaginas situado detrás de una ventana o puerta. Lo tercero es abrir. Así de simple. En cuanto dejes de visualizar, la puerta desaparece.
—Me gustaría probar —dije algo incrédulo.
A mi imaginación venían imágenes, rápidamente se iban, volvían otra vez, pero no era capaz de centrarme en la imagen del lugar, sino de la gente o aquello que rodea.
—Respira —me aconsejó el doble—, siente como entra el aire, sé consciente de dónde estás. Por ahora centra tu mente en este lugar. No pienses en otras cosas, que no te distraigan las nimiedades del exterior. Sólo estamos nosotros. Aguanta el aire dentro, antes de exhalar lentamente. Siente.
Noté como el ritmo del corazón cambiaba. Percibí que los músculos de mi cara, antes tensos, se relajan, como en mi interior, antes agobiado, se ensancha como si fuera una cúpula celestial. Ahora si me concentré en el sitio que deseaba ver. Era nítido, como si fuera real.
—Muy bien —me animó el doble—. Ahora debes poner la puerta, crea el umbral.
Al intentar hacer el marco, me distraje, y se fue la imagen.
—Intenta de nuevo.
Respiré pausado, visualizando en mi interior la escena, ahora no tan nítida, como si hubiera una cortina. Empezaron unas cascadas de bengalas, cayendo rápido. Formaron la cortina.
—Abre —me dijo el doble en voz baja, para no perder la concentración.
Tenía duda, me impedía subir la mano.
—Abre —repitió, sin alterar el tono, el doble.
Decidido subí la mano, apartando la cortinilla de bengalas.
—¡Es la fuente de Liminú! —reconoció Leitérema, saludando a una niña.
—¡Lirecla, es Lirecla! —dijo la niña señalándonos, ya liberada del miedo.
No había nadie más en la plaza. Hice un gesto a la niña, para tranquilizarla y que guardara el secreto. Cerré los ojos, ya no hay portal y el doble desapareció.
—Esto es increíble —dijo Leitérema, asombrado.
Admito que lo es, después de cerrar el portal, aún me notaba relajado, con una sensación de dominio completo.
—Vamos hacia allá —nos dijo el Anciano mientras señala a una solitaria columna en pie.
—Vamos a abrazarnos los tres, y cerrad los ojos —nos dijo el Anciano.
—¿Qué vamos a hacer? —pregunté.
—Solo abrázate —me dijo sonriendo el Anciano.
Formamos los tres un pequeño círculo al lado de la triste columna. Cerré los ojos, sentí una sensación extraña, como si perdiera el suelo, un cosquilleo en el estómago y un pequeño golpe en los tobillos, como si hubiésemos saltado.
—Podéis abrir los ojos —nos indicó el Anciano.
Al abrirlos, me sobrecogí a tanta belleza, estábamos en una gran sala, llena de columnas, altas, con se dividían y las cúpulas parecen copas de árboles. En lo alto hay pequeños huecos, que dejan pasar la luz irisada que inunda toda la sala, dando sensación de majestuosidad, pero también de calidez. Recordé el ejercicio de meditación que se realiza el segundo año de preparación, en la peregrinación a estas tierras, que debíamos describir las sensaciones que producían. No recuerdo las falacias místicas que todos escribíamos, ahora, esto jamás se me va a olvidar. También recuerdo la sala del Gran Templo, pero, sin lugar a duda, esta es maravillosa, la otra es una imitación de mal gusto.
—¿Dónde estamos? —preguntó Leitérema.
—La pregunta correcta, querido muchacho, es ¿cuándo estamos? —respondió el Anciano.
Nos miramos Leitérema y yo.
—¿Cuándo estamos? —reformuló la pregunta Leitérema.
—¡Bienvenidos a la Sala del Bosque del Palacio del Rey Triste! —nos anunció el Anciano, y, dirigiéndose a mí, dijo: —No eres el único que sabes hacer «cosas».
¬—¿Estamos en la Primera Edad? —pregunté extrañado.
—¡Estamos en la Primera Edad! —exclamó extasiado Leitérema.
—Un poco de silencio. Aquí somos, en todos los sentidos, forasteros —repuso el Anciano—. Tenemos que encontrar a la persona que puede responder por nosotros.
De un lado de la sala apareció una mujer, cubierta con una túnica blanca en el pasado, y algo roída.
—¡Bienvenidos, hermanos! —nos saludó efusiva, tanto que estaba extrañado. Me dejó más perplejo lo que siguió.
—¡Bienvenido, Erader! —abrazó al Anciano.
¬—¡Oh! El rey de los tranianos ha vuelto —haciendo una reverencia y descubriendo su rostro, una mujer anciana que no correspondía con la voz jovial.
Se dirigió a Leitérema, que extrañada dijo:
¬—Bienvenido, Leitérema de Reboína. No sé aún quién eres, pero hay luz en ti.
—¿Cómo sabes mi nombre? ¬—preguntó asombrado Leitérema¬—. ¿Eres el profeta? Creía que el profeta era un hombre.
—Parece que el espíritu de Quanis ha corrompido a los íntegros tranianos —se lamentó la profetisa, pero, a continuación, pidiendo disculpas, se presentó: —Soy la Profetisa, el ojo de Aetinens, primera de mi orden, ayudante de los creadores, defensora de la Humanidad, mi nombre es Calaílfata, aunque Erader me conoce como Musad.
Todos los nombres y títulos retumbaban en mi interior, parece que estoy en otro mundo del que no tengo referencias, causando una sensación de pérdida, de mareo. Solo pude decir:
—No entiendo nada.
—Estamos aquí por una imprevista consulta, querida Musad —dijo Erader, Lítor o quién sea el Anciano.
La Profetisa se quedó a la espera, impaciente ante algo que por primera vez no sabía de antemano. Hizo un gesto al Anciano para que hablase.
—El condestable nos ha expulsado y Alceril, el legítimo rey, no ha sido proclamado rey. El condestable puso a prueba a Alceril, tal como predijiste, pero la prueba era irrealizable. La luz de la humanidad no se extingue, simplemente dejamos que no se encienda. ¿Qué hacemos?
—Veo a Alceril, es un muchacho muy guapo, pero no veo a un rey ¬—dijo la Profetisa—. Hay muchas dudas. Él aún no ha visto.
Lítor hizo un movimiento para replicar, pero lo interrumpió la Profetisa:
—¿Qué es un rey? Es más que un hombre, es un símbolo. ¿Cuál es el símbolo?
El Anciano cambió el gesto en su cara, ahora, esperanzado, dijo:
—¡El emblema! El crisol de la Casa de los Hijos de Son. La Gran Reina.
—Ahora entiendes el verso «Hijo que conoce a la madre muerta» —dijo la profetisa—. Eso coincide con la promesa que hiciste a Ilgasaná. ¿Recuerdas exactamente cuál era?
—Cuidar su prole y presentar al futuro rey —respondió el Anciano.
—Has dicho «futuro rey» —recalcó la Profetisa—, es decir, Alceril no puede ser proclamado rey hasta después de la obligada visita.
Se hizo un silencio, y concluyó Calaílfata diciendo:
—Tal vez la prueba sea otra. Creo que el tiempo se viene encima, mejor es que os pongáis en marcha, hermanos.
Más cosas se hablaron, pero no comprendí. Fuimos a la columna, que el Anciano había pintado, para no perder la referencia. Nos abrazamos los tres dispuestos a dar el salto temporal, del salimos con un ligero mareo.
—¿Qué es un emblema? —pregunté, ya en tiempo presente.
El Anciano sacó de su pecho un colgante, mostrando una figura, un pequeño trozo de un metal parecido a la plata, pero limpio, incorruptible. Parecía representar un trozo de piel escamada.
—Los emblemas son representaciones de Aetinens, de parte de Aetinens —precisó el Anciano—. Hace mucho, los dioses entregaron a cada pueblo un emblema. Los hermanos creadores no querían sembrar la discordia, sino regalar un símbolo de esperanza, una luz que fuera visible para todos, y enseñar que no están solos. Pero Eguan engañó a un grupo, diciendo que los emblemas son signos de represión y control, y que su misión sagrada, en nombre de la libertad, es reunir todos los emblemas y objetos de poder.
» Desde entonces, ha habido grandes luchas, demasiadas muertes. Los tranianos no tenían emblema, fue un pueblo que se fundó en una edad posterior, pero la Gran Reina sí que tenía su emblema, el Crisol. ¿Recuerdas el pendón? Pero el emblema se perdió en Croucóloc.
—No se perdió. Sé dónde están todos los emblemas, en una sala secreta del Gran Templo. Ahora entiendo cuál es el principio de la fe en Eguan. ¿Qué tienen de especial los emblemas, aparte de ser símbolos? ¿Por qué tienes tú uno? —terminé por preguntar.
—Me alegra saber que el Crisol no ha desaparecido y que sabes dónde está. Abre el portal y vamos a por él —urgió el Anciano.
—Está en el templo de Elatarav, me llevaron allá. El Sumo Sacerdote me intentó matar, pero el doble apareció y evitó el asesinato.
—En vez de ir directamente al Templo, es mejor que vayamos al exterior de la ciudad, al valle de Croucóloc —comentó Lítor—. Debo llevarte ante la Gran Reina antes de que portes el Crisol.
—Ahora que sabemos con certeza de mi proclamación como rey, me gustaría que Letarama estuviese a mi lado, y el Jefe —terminé por añadir apresurado al final—. Envío a Leitérema al poblado para que dé el aviso.
No hubo oposiciones de los otros dos. Abrí el portal a la plaza de la fuente, que Leitérema atravesó raudo.
—Visualiza el valle, a unos mil pasos de la entrada norte de Elatarav —Me dijo el Anciano—, por donde discurre el Erreje.
Visualicé el valle, el suave discurrir del rio, se formó la cortina de luces de bengala, que aparté, y cruzamos los dos el portal.
—Está anocheciendo —observé mirando al cielo.
—Aunque viajemos por el tiempo, si hemos pasado fuera una hora, esa hora discurre también en el presente, no puedo volver antes, y parecer que el tiempo no haya pasado. Para el viaje en el tiempo son necesarias referencias, como te pasa a ti para crear el umbral. Para la vuelta, no tengo referencia, o experiencia vivida de ese tiempo, lo único que puede hacer es volver al sitio al que debería estar si no me hubiese movido. Solo puedo dar saltos al pasado o al estricto presente, que no es lo que ocurrió hace una hora. Y de lo que ocurrió hace una hora no lo tengo referenciado porque aun no lo tengo asimilado como pasado —intentó explicar el Anciano su técnica viajera.
Lítor tuvo que notar mi gesto de incomprensión, a lo que dijo:
—Ven, abrázate a mí.
La tercera vez que tengo la sensación, pero no logro acostumbrarme. Al abrir los ojos, veo la explanada llena de tiendas, con gran algarabía, se trata de un campamento y que ha vencido.
—Bienvenido al Campamento Traniano, se está celebrando la victoria ante los sóticos. Esa es la tienda de Ilgasaná —señalando a una tienda, algo apartada, más grande que el resto—. Acompáñame —me ordeno el Anciano.
—Majestad, lo he traído.
—Adelante, solo el muchacho —respondió la reina desde el interior, con voz suave.
Pasé a la tienda, que estaba iluminada con una antorcha, y, en medio, una mesa con un cetro, y la Gran Reina sentada. Su piel es oscura, mucho más que la mía. De aspecto jovial, aunque mirada severa, determinada, pero facciones no bruscas.
—Acércate, no tengas miedo —me dijo la reina.
Se levantó, y su vestido y plisados ocultaba su estado de gestación.
—Veo luz en ti. También veo las dudas, pero has aceptado tu destino, ser el rey de los tranianos, devolver la libertad a la humanidad.
—Sí, Majestad —respondí agachando la cabeza.
—¿Estás mirando el cetro? —me preguntó la reina.
—Este objeto lo he visto, pero en otro sitio —la sala del Templo.
—¡Tómalo!
Obedecí de inmediato, cogí el cetro, ese objeto dorado, más largo que una vara, pesado, con terminación de hojas de roble talladas en oro. Me di cuenta ahora, el cetro simulaba una rama de roble.
—¿Qué sientes? —me preguntó la reina.
No sabía que contestar, no sentía nada extraordinario.
—Pesa —respondí algo, como mucho 10 libras (1 libra = 0,46 kg. 10 libras = 4,6 kg).
—Solo nuestra extirpe es capaz de tocar el cetro. El resto sucumbe. No tomes esto como una prueba, o que desconfiara de mi leal consejero. Sólo quiero quitarte tus dudas, que asumas tu destino y veas tu luz, hijo mío.
La reina blandió su espada, impresionante.
—La Inquebrantable —la envainó y me la entregó —. Es un regalo de una madre a su hijo.
Yo sabía que esa noche la Gran Reina sería traicionada, me oprimía el corazón este conocimiento. Ilgasaná me dijo:
—Sé que esta noche moriré, no llores por mí. Antes de irte, deja que una madre dé el abrazo que jamás podré dar a mi hijo.
Me abracé a Ilgasaná. Ahora sé lo que es el abrazo y el amor de una madre. Estaba preso de la emoción, esa que agarra la garganta, te impide hablar, esa que hace saltar lágrimas, no de tristeza, sino de gozo.
—Alceril, debemos irnos —el Anciano me reclamaba al otro lado.
—Adiós, hijo —se despidió Ilgasaná.
—Adiós, madre.
Salí de la tienda, con la espada, Me abracé al Anciano, no para realizar viajes, sino para sujetar mis sentimientos, yo sólo no podía.
El Anciano me animó, y regresamos al tiempo presente.
—Vaya, con el salto he perdido la Inquebrantable —lamenté.
—Tranquilo, no contábamos con esa arma.
Ya es de noche. Estoy repuesto del torrente interior que había brotado al ver a mi madre. Sé que no es mi madre, sino un ancestro muy antiguo, pero su recuerdo es vívido, de mi madre apenas unas sombras que dudo que sean reales. El Anciano me llamó:
—Debemos ir a por el emblema, aprovechando el cambio de guardia y tu capacidad de traslado, lo haremos rápido.
—¿Qué sugieres?
—Abre un portal, rápido entras en la sala, coges el colgante y nos vamos de aquí, abriendo un portal a la Basarresinea. No creo que el condestable se haya ido, y tardará en irse, hasta después del funeral.
Estuve de acuerdo con el Anciano. Comencé a visualizar la sala oscura, relajé mi respiración, oía a mi corazón latir más lento. Evoqué el colgante en forma de colmillo, el único recuerdo límpido de aquel día. La cascada de luces serpenteantes, brillantes, comenzaron a aparecer, formando la cortina translúcida, que aparté, mostrando la sala al otro lado.
Crucé.
Estaba dentro de la sala circular, enfrente del emblema con forma de colmillo. Se escuchaba algo al otro lado, que me centró en el plan. Busqué con la mirada algo que se pareciera a un crisol. Di una vuelta a la sala, no vi nada.
Di otra vuelta a la sala, mirando detenidamente cada una de las hornacinas. Me quedé contemplando el colgante en forma de colmillo.
Alguien está dando gritos fuera, pero me parecen que es el sonido de la brisa en las copas de los árboles. La contemplación del colmillo tiene un efecto hipnótico. Esas voces de fuera, intento oír lo que dicen, pero parecen tan lejanas:
—Nos ven.
No entiendo a quién puede referirse.
Doy otra vuelta, fijándome en los objetos colgados encima de las hornacinas. Veo el cetro.
Sonrío. Ahora recuerdo la misión. Como puedo, subo a recoger el cetro. No forma parte del plan, pero ayudará a ser el rey. El colmillo me llama.
Me planto delante de él. Solo estamos él y yo, y parece que somos una sola cosa, no hay más. No hay mundo, no hay dolor, no hay tiempo, solo serenidad, solo quietud, solo el ritmo pausado de mi respiración.
—¡Alceril, nos han visto! —asomó la cabeza el Anciano, captando mi atención—. ¡Coge el emblema, está en el segundo nicho a tu derecha!
Despejado, agarré el crisol, a la vuelta, me detuve en el colmillo.
—¡Vamos! —urgía el Anciano.
Así el colgante del colmillo, y me vestí con las dos joyas. Corriendo crucé el umbral, espoleado por Lítor.
—¿Qué pasa? —pregunté, extrañado ante la urgencia.
—¡Te pregunto a ti! Has tardado mucho, no has cerrado el portal, y esas lucecitas, tan llamativas, han dado la alarma y vienen para acá —me gritó el Anciano, señalando a una cuadrilla que venían a nuestra posición.
—¡Vamos a huir! —parece que a Lítor no le interesa las explicaciones.
Comenzamos a correr, no sé muy bien a qué sitio íbamos, a lo que me dijo el Anciano:
—Prepara un umbral lejos de aquí, a Basarresinea.
Intenté visualizar la plaza, pero, corriendo, la tensión, llevar el cetro, ahora no me parecía tan buena idea el haberlo sustraído, me parece que pesa dos arrobas (1 arroba = 25 libras = 11,5 kg. 2 arrobas = 23 kg). Me resultaba imposible visualizar lugar alguno.
El Anciano me paró, y me dijo:
—Corre un poco más, yo iré a por ellos y los distraeré. Te daré tiempo.
Ya tenía este plan meditado desde hace tiempo, sabía lo que iba a pasar. Esta es la prueba:
—Pero, si hago eso —dubitativo—, tú no me acompañarás.
—Decide rápido, Alceril.
Esta es la prueba y no tenía tiempo para dudar, no podía sentir pena, pero el corazón me pesó al decir:
—Adiós, Lítor. Has sido mi mejor maestro.
—¡Corre, insensato!
El Anciano desenvainó la espada, iba al encuentro suicida, yo corrí unos 500 pasos, detrás de un pequeño montículo. Vi como la cuadrilla alcanzaba al Anciano.
Esta es la prueba. Ser capaz de concentrarse, visualizar un lugar y dejar a un amigo detrás.
—Corre —me dijo el Anciano por última vez, a lo lejos.
Intenté pausar la respiración, reteniendo el aire dentro, aguantando antes de expulsarlo, luchando contra el instinto de inhalar rápido. La imagen más clara era la puerta de entrada a la muralla, por donde nos expulsaron. Empecé a visualizarla, no podía ver la pelea del Anciano contra la cuadrilla de vigilancia, no tenía tiempo. Debo clarificar mis pensamientos, focalizarlos en la puerta. La veo, imagino la cortina, que tímidamente se forma, bajando una cascada de luces. Me giro, y veo que dos de la cuadrilla siguen con el Anciano y otros dos vienen a toda velocidad, armando el brazo para lanzar sus jabalinas. Solo puedo ver la puerta, que es nítida detrás de la cortina. Aparto la cortina.
Portal abierto, veo como lanzan las jabalinas, sin pensarlo más, doy un salto al otro lado cerrando el umbral justo a tiempo.
Prueba superada, sin embargo, no estoy feliz. ¿Habrá más obstáculos?
Llamo a la puerta de Basarresinea.
—¿Quién llama? —la pregunta protocolaria.
—¡Abrid al rey! —no tenía ganas de bromas.
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