UNA MISMA FAMILIA
Aunque entre René y Quico había una gran diferencia de edad, entablaron una buena amistad luego de conocerse en un sombreado parque ubicado a pocos metros del muelle de la ciudad.
El primero, de setenta años de edad, encontró en el niño limpiabotas de diez años, unos oídos atentos para escuchar sus historias. El pequeño recibió afecto, guía y protección en el trato de su amigo, quien le contaba sus vivencias de juventud, y con frecuencia terminaba hablándole del hijo que se marchó del país como polizonte de un buque anclado en el cercano muelle. Él visitaba el parque con la esperanza de que un día, algún barco lo trajera de vuelta al mismo lugar.
Quico lo comprendía bien, pues el también añoraba a su madre que se marchó buscando mejores oportunidades y no se supo de ella, pues no tenían teléfono ni una dirección fija a donde escribirles. Por esta situación empezó a lustrar zapatos en las calles para buscar el sustento de él y su abuela, con quien vivía.
Un buen día, el anciano encontró a Quico feliz y sonriente. Preguntó por qué y no tardó en conocer la razón de su alegría:
—Una amiga de mi abuela le dijo que mi mamá regresará pronto, y que viene con intención de no volver a salir.
Su madre no tardó en llegar en compañía de su pareja, un amor que encontró en la ciudad donde vivía.
Quico le contó la novedad a don René, y lo invitó a su casa para que los conociera. Él aceptó muy contento por saber que el pequeño tenía a su madre de regreso, aunque contrario a él, que, a pesar de sus años estaba condenado a morir sin recibir noticias de su amado hijo ausente.
El día del encuentro, don René, vistiendo sus mejores galas, fue a casa de su joven amigo donde fue recibido por Marcia, su mamá, quien le agradeció la compañía, orientación y protección que le había brindado al niño en el tiempo que estuvo fuera.
Conversaban animadamente cuando el compañero de la mujer salió presuroso, al reconocer la voz del anciano.
Su grito de alegría se escuchó en la sala:
—¡Papá! —exclamo, y el hombre entusiasmado abrazó tan fuerte a su viejo que en un segundo borró todo el dolor que le causó su ausencia y su silencio de años.
René no tuvo dudas: aquel hombre de luminosa mirada y encanecida barba era su hijo Lisandro, que había regresado junto a la buena mujer ahí presente, la mamá del limpiabotas del parque.
El destino los había unido fuera del país, como Dios también hizo con René y Quico, quienes a partir desde ese momento serán como abuelo y nieto para formar, entre todos, una misma familia.
Ambos tenían un futuro promisorio porque recuperaron a sus parientes que regresaron con una posición económica estable y con razones suficientes para no abandonarlos jamás.
Alberto Vásquez. |