Hace poco me junté a un cafecito con un compañero de trabajo de los años 90 —cuando yo cumplía los treinta— pensé que íbamos a recordar aventuras laborales, anécdotas jugosas. Pero no. El hombre se puso a enumerar cosas superficiales, y entre ellas me acusó de impuntual. ¡Impuntual yo! Eso sí que no me cuadra. Paso a explicar, porque esa fama me la colgaron como etiqueta barata y todavía me la quieren cobrar.
En la primaria yo era tímido, de esos que no piden nada, ni favores ni aumentos de nota. ¿Pararme frente al curso? Ni hablar. ¿Tocar una puerta solo y preguntar por alguien? Jamás. La timidez tiene un efecto curioso: como uno no se atreve a pedir excepciones, hace lo que corresponde. Entonces yo estudiaba, cumplía con las tareas y llegaba a la hora. Nunca puse un pie en la oficina de atrasos del colegio. Mientras otros inventaban coartadas dignas de guion televisivo (a veces con padres cómplices), yo no tenía estómago para eso. Prefería levantarme a tiempo y llegar puntual. Ordenadito, con mi overol impecable, con todos los útiles, haciendo la fila para entrar a clases. Mi estrategia inconsciente era sencilla: que ningún profesor, inspector ni portero me dirigiera la palabra. No era ni barrero ni los profesores me tenían buena, o mala.
En secundaria un poco distinto: ahí sí me gustaba el colegio. Asistía al liceo de Valdivia, en pleno centro de la ciudad. Llegaba tan temprano a juntarme con el grupo que a veces aparecía antes que el portero. En mi ciudad, aunque diluviara, no había excusa para faltar. Ni a los campeonatos, sea de pingpong o ajedrez, “mitin” políticos o fiestas de aniversarios. Un detalle, como era parte de la banda de guerra dirigida por militares, ni modo llegar tarde. Meterse a la fila sin que se note ni causar desorden, ni hablar. Uno puede rebelarse contra varias cosas en la vida, pero no contra el sargento que lleva el redoblante.
En la universidad la cosa empeoró… pero al revés: me gustaba tanto que madrugaba. Tenía auto y moto, y llegaba primero que nadie, con tal de ocupar los pocos computadores disponibles, competíamos con otros compañeros. ¿Llegar atrasado a un curso de cálculo? ¿A un taller de programación? Imposible. En las prácticas profesionales se trabajaba hasta los domingos; ahí el que llegaba tarde se perdía el entusiasmo, siempre había competencia en quién era más leal, con más conocimientos, más vivo.
¿Dónde me torcí? En la empresa fiscal. El primer año llegaba temprano, disciplinado. Pero pronto descubrí que llegar a la hora era perder el tiempo: nadie hacía nada útil a primera hora. Así que pasaba antes por la universidad y aparecía en la oficina a media mañana, fresco como lechuga. Me acostumbré a esa rutina, y nunca más la solté. Eso sí, aprendí un montón con los computadores que tenían ahí, quedándome hasta muy tarde y con esos conocimientos me lancé a trabajar por mi cuenta.
De independiente la cosa se puso divertida. Como en las empresas eran muy cumplidores de horario, me citaban temprano. Pero, oh sorpresa, a esa hora estaban ocupados en lo suyo: peleas internas, trámites bancarios, reuniones pendientes. Y yo ahí, como florerito, esperando. Entonces tomé una decisión sabia: mis reuniones serían a media mañana o media tarde. Y punto.
Claro, los empleados de oficina me veían llegar al mediodía y murmuraban: “Ahí viene el impuntual”. Pero lo que no entendían era que, si yo llegaba a las dos o tres de la tarde, ocupaba sus servidores y me quedaba hasta terminar lo que iba a hacer. Ellos, en cambio, a las seis en punto salían disparados como si les hubieran abierto la jaula.
Ahora, en lo social, nunca fallé. Para almuerzos, seminarios, ir al cine, cumpleaños o cafés, llegaba puntualísimo, incluso antes. Era el primero en llegar y el último en irme. No tenía oficina a la que volver, así que me daba el lujo de hacer sobremesa eterna. Mientras los demás se miraban la hora para arrancar, yo seguía de tertulia, feliz.
Por eso, cuando me encuentro con conocidos, debo clasificarlos. Si son de empresas donde yo desarrollaba sistemas, seguro me recuerdan como el “impuntual”. Si son de mis clases, de seminarios o de alguna de mis aventuras sociales, ellos saben que siempre llegué a la hora. . Incluso enrostraba a los impuntuales.
Y desde el 2010, con todo mi trabajo en servidores propios y reuniones por internet, la puntualidad se volvió invisible. ¿A qué hora trabajaba? Misterio. Mis visitas eran mezcla social y técnica, y como al anfitrión siempre le convenía, a esas llegaba, cómo no, puntual.
En resumen: ellos eran puntuales para llegar a calentar la silla. Yo era puntual para lo que importaba. Y, entre nosotros, prefiero mil veces que me recuerden como “impuntual” antes que como uno de esos pobres esclavos del reloj que llegaron siempre a tiempo… a perder el tiempo.
|