Impaciente
Volví a llamar. Nadie se atrevía a abrir, se escuchaba los murmullos al otro lado. Los vigilantes de las torres solo se atrevían a mirar, no empuñaban arma alguna.
—¡Abrid al rey! —dije amenazando, aunque no tenía con qué.
Se abrió una mirilla, donde el Condestable me dijo:
—¿Qué escándalo es éste? ¿Pretendes abrir las puertas para ti selladas?
—Abre las puertas al verdadero rey ¬—mostrando el emblema y el cetro.
Se cerró la mirilla.
Pasó un tiempo, no puedo saber cuánto, sólo se escuchaba el aire del desierto, aire del norte. Parece que las pruebas que portaba habían convencido al Condestable, que abrió las puertas.
¬—Veo que estás sólo, ¿Lítor te ha abandonado?
—Lítor es el más valiente y leal de los hombres. Ha muerto para que pudiera reclamar lo que, por derecho, me corresponde.
—Entienda que tengamos dudas. La posesión de unas joyas no te legitima como rey, solo como un simple ladrón —dijo riéndose y contagiando a todos la burlona carcajada.
—Creo que no estás dando el correcto homenaje a un hombre como Lítor, y estás empeñado en acrecentar mi ira. Si quieres ser tú el rey, toma el cetro.
Hubo una pausa, el Condestable no esperaba esta sugerencia por mi parte. Me miraba fijamente, conocía las consecuencias de tocar el cetro y dudaba.
—Eso son historias para asustar ¬—dijo cuando alargó la mano, agarró la otra punta del cetro, y empezó a convulsionar, dando unos espasmos y alaridos que aterrorizaron a todos. Aparté el cetro.
Llegó un soldado, que me quitó el cetro violentamente, y apenas lo tuvo en la mano, el cetro dio un giro que tiró al soldado a tierra, y el cetro se quedó en su cuello, lo sujetaba contra el frio suelo, apretaba inmisericorde. El soldado, en su vano esfuerzo, intentaba quitarse de encima el cetro, pero éste se hundía cada vez más, asfixiando, horrorizados veíamos los estertores, y una vez muerto, el cetro seguía aumentando inane la presión, impávido separó la cabeza del cuerpo inerte.
Recogí el cetro indiferente a lo sucedido, y pregunté:
¬—¿Quién quiere ser el siguiente?
—Solo tú eres digno de portar el cetro. Sólo tú eres el rey —reconoció solemnemente el Condestable después de que nadie más aceptase mi reto.
Reconozco que sentí satisfacción, pero intenté no reflejarlo en el exterior, con alguna sonrisa. No estaba para bromas.
—Majestad, ruego un poco de piedad. Permita que celebre el funeral de mi hijo, el Campeón, y después vendría la proclamación. Aparte, no hay Consejo, y Lítor no está entre nosotros.
El Condestable tenía la insolencia de pedirme, pero es la hora del rey, de mostrar clemencia:
—El Anciano murió para que yo llegará hasta aquí, protegió la prole de Ilgasaná y él, recuerde Condestable, me presentó como rey. Mancillaste su nombre y cargo, pero no sufrirás castigo. Honraremos al Campeón, lloraremos con el padre su pérdida. Juro que como rey no seré un déspota. Habrá un nuevo Consejo que dicte sabias y justas leyes.
Ya era bastante tarde. El Condestable me dijo que el funeral sería por la mañana, pidió permiso para retirarse:
—¿Dónde duermo yo?
—Vamos al Palacio, me instalaré en la habitación de invitados, le cedo el dormitorio principal.
Hace un día estaba fuera, rechazado. Ahora, duermo como rey, aceptado. Sentía satisfacción, llevaba tiempo sin sentir esa sensación, pero ahora me sentía poderoso. Dormía feliz.
Al día siguiente, en la habitación, llegó el ayuda de cámara, según se presentó. Me ofrecía una túnica blanca, el color de luto. Hice una muesca, recordé que el negro era el color habitual. Se fue a la plaza en procesión, saliendo por el pórtico principal del palacio, se recorre la calle a nuestra izquierda, unos 25 estadales (1 estadal = 12 pies = 3,344 m), tomando luego la calle a la derecha, que es la principal de la ciudad, una larga recta de 200 estadales. Impresiona más la ciudad por dentro que sus imponentes murallas. Pero conmueve más es el silencio respetuoso de todo el pueblo reunido, apostado en todo el recorrido, o detrás de los principales del pueblo. Todo da a la gran plaza, espacio diáfano que no se veía hueco. La pira está preparada. El Condestable tomó la palabra:
—Querido Pueblo de Basarresinea, Estimados Tranianos:
» En esta ocasión tan triste, para despedir a mi hijo, honrarlo en su viaje y liberarlo de las cargas de la vida, estamos acompañados por Alceril, sacerdote, al que todos llamamos Lirecla de Reboína, que mi hijo, tan valientemente, ofreció su vida en defensa de la suya, un acto heroico, para que todos podamos vivir en prosperidad y paz. Pero antes, en esta alta ocasión, solicito al sacerdote haga su oración.
El atrevimiento del condestable le permite tomarse muchas confianzas. Aparte, no sé cómo son los ritos de los tranianos. No sé si el condestable quiere ponerme otra vez de prueba. Doy un paso al frente, mi mente tiene en cuenta lo poco que sé sobre las creencias del pueblo, y también el deseo oculto del Condestable en dar a su hijo un funeral según los ritos de Eguan. Pero no debo nombrar a Eguan, y sí procurar la liberación de su espíritu. Empiezo a decir:
—Tranianos:
» La muerte nos llega a todos, no podemos escapar a ella. En el futuro hablarán de nosotros, contarán nuestras historias, pero no debemos vivir mirando solamente a nuestro momento final. A quién le ha llegado su hora, a Litanera, nuestro campeón, su vida será glosada por poetas, su leyenda agrandará su fama, y será fiel reflejo de cómo ha vivido, acorde a ideas grandes, que sólo los valientes son capaces de imaginar y llevar a cabo. Él ha vivido no solo para él, sino para el pueblo, ha ofrecido su vida por un objetivo mayor. Será recordado en el futuro y su recuerdo no caerá en el olvido. Su alma merece ser libre de todo sufrimiento y que sea recibida en el seno de los dioses.
» Pero nosotros permanecemos aquí, vivos, y en ese recuerdo de la grandeza del campeón, transmutará la pena de hoy en alegría. Que no nos quepa duda, el futuro está con nosotros, expulsaremos a los que nos hacen mal, y los opresores morirán.
» ¡Alabado y digno sea Litanera! Su ánimo y ejemplo, hace que el futuro sea nuestro.
Miré a toda la plaza, que arrancó en vítores, alabando a Litanera, aunque, mis pensamientos me decían que el campeón sería desechado por Eguan. Los más enardecidos gritaban:
—¡Lirecla, Lirecla, Lirecla! ¡Liré tenamá! —¡Viva el Rey! Me dijeron que significa lo último.
Me dieron una antorcha, que cedí al Condestable. Este prendió ceremonioso la pira, que ardía elevando las llamas al cielo. Con la mirada a lo alto, el Condestable dijo:
—¡Pueblo! ¡Os presento al rey! ¡El rey ha vuelto, tenemos rey!
Con la gente gritando y dando palmas de alegría, embriagado, el Condestable me hizo una pregunta que no esperaba:
¬—¿Quién va a ser tu reina? Debemos anunciarlo ahora.
—Letarama de Liminú, hija de Lialjarsag, jefe de las tribus del sur.
—Una princesa tribal no es digna. Holnasa, hija del condestable, mi hija, es la indicada.
Mientras decía esto, algunos notarios tomaban nota. Puede que piense, más adelante, cómo solucionar este embrollo, pero, en este momento, he sido proclamado rey. Nada es más importante.
—Vamos al palacio, a celebrar la buena noticia.
Recorrimos el camino de vuelta al palacio, montado en una cuadriga de corceles blancos, y el resto de principales en bigas. El Condestable sabe cómo impresionar y ganarse el favor del rey. El pueblo, simplemente es un espectador, que jalea, cuando hace un momento guardaba un escrupuloso silencio.
Subimos los diez escalones del propileo, que llevan a la entrada del palacio, y atravesamos la puerta. Estábamos en el vestidor, ya muy animado y concurrido. Pasamos a la sala principal, por indicación del chambelán, y dentro, el condestable proclamo de nuevo:
—Principales del reino, dignidades, damas y caballeros: He aquí el rey de los tranianos. —Mientras la gente aplaudía, el condestable se dirigió a mi—: Majestad, como el consejo no existe, y Lítor, para nuestra desgracia, ha muerto, ruego me acepte como su consejero. Si lo desea, dimito de todos los cargos, pongo a disposición mi persona para lo que desee.
—Gracias, debe renunciar a la regencia, pero acepto de buen grado su ofrecimiento como consejero. Puede conservar su cargo de condestable, el jefe de mis ejércitos.
—Gracias, majestad, gracias.
Los camareros salían y entraban, con manjares y bebidas de todo tipo. La gente se acercaba, curiosa, a presentar sus respetos. Algunos, los más atrevidos, mantenían conversaciones banales, mientras tomábamos licores. El tiempo se pasaba sin ninguna preocupación, lo único que atendía era mi equilibrio.
Recordé, pasado ya bastante tiempo, y pregunté al condestable:
—¿Dónde está Ringlowe de Reboina, ella está a mi cuidado? —gesticulando con los brazos, espero que alguien me escuchara, esto si es importante.
—Majestad, no se preocupe. Está de camino, es dama de compañía de Holnasa. —respondió el condestable, rematando al final—: Deje todo a mi cuidado.
La fiesta continuó, sin más inquietudes o zozobras, sin consciencia sobre el paso de las horas.
La mañana llegó, pero en esta ocasión no recibí al sol, no salí a saludarlo. Fui al espejo, para verme, y vi al rey.
—Majestad, tiene el vestuario preparado ¬—me dijo el ayudante de cámara, que nunca pregunté su nombre.
Se trata de una túnica blanca, con ribetes rojos, la túnica de gala de los sacerdotes según la orden de Asín. Llevaba tiempo sin oficiar, pero recuerdo el código de colores. Primero desayuné, abundantemente, lo que jamás había hecho hasta ese momento. Me puse la túnica, aunque era el rey, hay cuestiones, como el protocolo o el vestuario, donde mi opinión sería ignorada. El ayudante de cámara me guio por las diversas estancias del palacio, hasta llegar a un vestíbulo, estaba esperando el chambelán, el cual llamó solemne a la puerta, se abrió un gran salón, dorado en sus columnas, en el otro extremo divisé dos tronos, aunque uno en un nivel inferior.
El chambelán tomó el turno del ayudante de cámara, traspasó el umbral de la puerta, y, con voz en grito dijo:
—¡Condestable y comendadores, el rey de los tranianos! —todos aplaudieron y formaron un pasillo, por el que avanzamos, hasta llegar justo delante del trono, donde me esperaba el condestable.
—Buenos días, majestad —me saludó el condestable—. Ha llegado mi hija, es hora de presentar a nuestra futura reina.
La puerta se abrió a un grupo de músicos, que formaron un pasillo, y con marcialidad avanzaba tres mujeres, dispuestas en triángulo, que escoltaban a Holnasa, seguida de otras seis en dos filas, donde vi a Ringlowe. Todas vestían con túnica blanca, riguroso luto, y la mirada al suelo. Fueron llegando a mi posición, se iban apartando las escoltas, las tres primeras se fueron a mi izquierda, eran muy jóvenes y de buen talle, las otras seis a mi derecha, también de aspecto jovial y bien formadas, de bonitos ojos y amplias sonrisas, la única que era un poco más baja, desentonando en el conjunto, era Ringlowe. La hija del comendador quedo enfrente de mí.
—Majestad, mi hija Holnasa.
Aunque era alta como Letarama, el color de su pelo, como el sol, me deslumbró en cuanto se descubrió y dejó colgar su larga melena. Me miró, me dedicó una sonrisa, que yo contesté con una muesca, pero no podía dejar de mirar absorto esa melena que enmarcaba una cara bien proporcionada, ovalada, de labios finos, ojos azules y nariz respingada.
—Veo que es de su agrado, majestad —me dijo y dando un giro para hablar a la concurrencia—. ¡He aquí a la futura reina de los tranianos!
Todos estaban de acuerdo, palmoteaban su aprobación, vitoreaban y me felicitaban por algo que no perseguía, aunque admito que Holnasa es bella.
—¡Qué empiece la fiesta! —dijo el condestable—. Es ocasión de celebración.
Sorprendentemente, los camareros aparecieron, portando delicias y refrescantes bebidas. Todo el mundo estaba feliz. Me senté en mi trono, y Holnasa en el secundario, mostrando su buena figura cuando se iba a sentar, la luz, tenue, atraviesa su peplo.
El tiempo discurría despreocupado, después de comer muchos pequeños bocados y de tomar el excelente vino, llamé a Ringlowe. Notaba en su cara que no estaba conforme a lo que veía.
—¿Qué tal estás, Ringlowe?
—Ya lo has conseguido, eres el estúpido rey de todos los tranianos —me dijo enfadada. Hice una señal para que los guardias no actuasen.
—¿Por qué me hablas así?
—¡No has cumplido con tus obligaciones! ¡La desgracia vendrá sobre nuestro hogar! ¿Me preguntas, vestido como un maestro, cuando ni siquiera has cumplido como aprendiz?
—No creo que Eguan venga a rendir cuentas —respondí a la insolencia.
—¡Tus obligaciones! No me has cuidado —dijo Ringlowe con voz quebrada.
—¿Qué ha ocurrido?
—¡Me violaron! ¡La guardia de tu querido reino! Hace cinco días, el maquillaje tapa los recuerdos que me dejaron esa cuadrilla.
—¿Cómo ha podido suceder? —pregunté.
—¿Qué valor tengo? ¿Qué hombre me querrá cuando sepa que he sido deshonrada? ¿Dónde voy? Mi padre no me quiere, mi hogar me rechaza, no sirvo para nada.
—No te preocupes, voy a averiguar todo, se hará justicia.
—¿Qué justicia me sirve a mí, sino solo la muerte? —dijo retirándose. Permití que se fuera.
—¡Condestable! —Llamé enojado—. ¿Qué ha pasado con Ringlowe de Reboína, que tenía a mi cuidado y os confié? ¡Quiero que todo se averigüe! —se hizo un silencio, miraban todos.
—Majestad, tranquilo, deje que yo me ocupe de ese asunto —me respondió pasándome otra copa de vino, haciendo un gesto a su hija.
Holnasa vino hacia mí, se arrodilló, puso las manos en mis muslos, y mirándome con sus ojigarzos hipnotizadores, me dijo:
—Majestad, tiene mucho en lo que pensar, permita que alivie su carga. Mi padre se ocupará de todo.
Sonreí, bebí vino, y la fiesta continuó.
Pasado un tiempo, ya sería la tarde, el condestable tomó la palabra:
—Para que el inicio del reinado de Lirecla, que sea largo y próspero, voy a invocar al único dios, que su bendición nos cubra y que nos proteja de los enemigos.
Se abrieron las puertas, y aparecieron cuatro mujeres jóvenes, con el pecho descubierto, morenas, parecían meelitas, un poco más bajas que las damas de compañía, pero de pechos generosos y marcadas caderas. Cada una portaba un mayal, que movían dando golpes al aire. Es el rito apotropaico, para alejar el mal, y que la abundancia de Eguan se derrame entre todos. Es un rito que se celebra a la entrada del año, o en ocasiones especiales, y la bendición la proclama el Sumo Sacerdote.
—Proclama la bendición, el pueblo la espera —me ordenó el condestable.
Miraba a toda la sala, como las cuatro mujeres, que llegaron al centro, se separaron espalda contra espalda, para seguir cada una un rumbo. Notaba como todos me observaban, escrutando cada uno de mis movimientos, no podía permitir que mis dudas me delataran, eludí los reparos:
—Fieles todos —inicié la invocación—, que Eguan reciba con agrado nuestra súplica. Que la voluntad de Eguan se cumpla en toda la tierra, para que los fieles seamos dignos de su bendición y protección. Que la gloria de Eguan crezca, se difunda, y que, desde el más profundo de los manantiales al más alto de los montes, su luz y brillo nos guíe, su mano nos proteja y su mirada sea benevolente. Que la voluntad de Eguan sea cumplida desde el vientre en la madre hasta después de la muerte, que seamos acogidos en su Casa, y brillemos con su luz; que todos los pueblos dispersados por los cuatro rumbos estén postrados ante el único y omnipotente, que su paz nos gobierne y su dicha nos sonría.
» Expulsemos y renunciemos a las falsedades, a los ídolos, nos sometamos a su fe con humildad, y que seamos dignos de su bendición —varias veces repetí la última invocación, las cuatro acólitas respondían ‘expulsamos, renunciamos y nos sometemos’, uniéndose después el resto del pueblo.
En ese frenesí, alguno de los presentes entró en trance y terminó por desnudar a las acólitas, tocándose debajo de su túnica, dándose placer, y manoseando no sólo a las chicas, sino a cualquiera que estuviese a su alcance. Esta visión, en un principio me espantó, iba a exhortar, pero Holnasa, ligera, se puso delante de mí, mandó a cuatro de sus damas de compañía que se unieran, dando orden de que se quitasen los broches que sujetaban la parte superior, mostrando sus pechos, que fueron manoseados, y ellas respondían dando besos, lamiendo los cuellos y bajando las lenguas por la espalda, hasta el inicio de la hendidura, para luego ponerse enfrente.
—Has traído la felicidad a nuestro reino. No te turbe nada —dijo Holnasa.
Me tomó del brazo, me llevó a una sala contigua, seguido por dos de sus damas de compañía. Cerró la puerta, se quitó la parte superior, mostrando un pecho turgente, con aureolas pequeñas, pezones duros. Se trataba del templo.
—¿No te gusta lo que ves? El pecho de la futura reina no es para mostrarlo al público, solo se enseña al rey, a quien pertenezco.
Cada dama se puso a un lado diferente. La que tenía melena corta, con pechos pequeños y labios carnosos se puso a mi derecha. Su puntiaguda lengua recorría mi oreja, bajando por el cuello hasta el hombro. La de la izquierda, que era un poco más alta, con pelo rizado, y el pecho un poco más caído y aureolas grandes, metió su mano entre los pliegues de mi sagrada túnica, pellizcando mis pezones, bajando por mi vientre. Jugaba con los pelos de mi cuerpo, hasta que toco la base de mi pene, erecto, duro como nunca lo había notado. La otra chica me apartó capas de túnica, para dejar el miembro al aire, que manoseo, delicada a veces, otras fuerte y rápida.
Holnasa me estaba observando, sonriendo, mientras mis piernas temblaban, no tenía fuerza para sostenerme en pie, un escalofrío recorría mi cuerpo, me estaba retorciendo, pero quería más. Ella me preguntó:
—¿Cómo puede venir Eguan? ¿Qué sacrificio es el más querido?
Jadeando, en el éxtasis respondí:
—La sangre de una virgen lo vigoriza. El sacrificio aplaca su ira y nos colma de bienes —respondí. En un grito, ahogado por la lengua de una de las damas de compañía, eyaculé, llegando a dar al vestido de Holnasa, que me dijo:
—No te preocupes, deja que nosotras nos ocupemos. Puedes ir a dormir, Majestad.
Aún jadeante, me despedí.
La noche pasó rápida, pero nadie me llamó para despertarme. Cuando lo hice, la habitación estaba oscura, con las cortinas cerrando el paso de luz, que ya se veía bastante brillante. El ayudante de cámara debió escucharme, para llamar a la puerta y pedir permiso.
—Majestad, su ropa.
—¿Qué hora es?
—Estamos en la quinta, Majestad.
(La sexta hora sería mediodía, la quinta correspondería, aproximadamente, desde las 11:00 a 12:00. La duración de las horas depende de las estaciones, las horas son doce, la primera al salir el sol, la duodécima termina al ponerse. La noche son cuatro vigilias.)
Me vestí con el ayudante de cámara. En la sala contigua me estaba esperando el condestable.
—Buenos días, majestad —me saludó con su sonrisa eterna—. Hoy, con su túnica morada, va muy apropiado, para la fiesta de la mañana. La gente ya nos está esperando impaciente.
—Nunca hay que defraudar —respondí.
Al dirigirnos al salón, noté que la gente cuchicheaba, pero al mirarlos, me respondían con la mejor de sus sonrisas.
—¿Qué pasa? Noto a la gente nerviosa —pregunté al condestable.
—No se preocupe, no pasa nada.
Después de cumplir con el protocolo de anunciamiento, vi que la sala estaba repleta de manjares y bebidas, y sensuales bailarinas.
Al llegar a mi puesto, se acercó Holnasa, que me comentó:
—¿Le gusta lo que ve, Majestad?
No sé si preguntaba por la fiesta, con su animada música, los olores de fragancias, o se refería a ella, tapada con un peplo de gasa, ceñido, y de color rosa claro.
El tiempo ocioso activa mi hambre, sed, y ganas de ser acariciado, caricias proporcionadas por alguna bailarina o dama de compañía de la futura reina, bajo las atentas instrucciones de Holnasa, pero ella seguía siendo inasequible, aunque fuese de mi propiedad.
—Hoy no está Ringlowe contigo —respondí.
—No te preocupes por ella, la cuidamos —me decía, tocando mi entrepierna por encima—. Veo que no estás satisfecho. Sugiero que hoy escojas a Gisanasa, es muy hábil con la boca, no me importa que el rey se divierta con otra —me terminó susurrando al oído, mientras me daba una copa de un licor dulce, aromático, más fuerte que el vino, pero transparente como el agua.
Las caricias de mi futura reina, el recorrido de la lengua de Gisanasa, como saboreo el licor percibiendo todos sus matices, el olor y melodía de la danza nada estridente, apagan en mi alma cualquier preocupacion. No sentía la gravedad, no había problemas, es la felicidad.
Alguien importunó:
—¿Qué sucede en el sur?
—¿Qué sucede en el sur? —repetí la pregunta entre risas.
—Majestad, no se preocupe, todo está en nuestras manos —respondió el condestable mientras Holnasa masajeaba.
La misma voz porfió:
—Ha venido gente del sur, la hija del jefe entre otros, y ha contado cosas muy preocupantes.
Desperté, de un manotazo removí a Holnasa.
—¿Letarama ha estado aquí? ¿Cómo que no he tenido audiencia con ella?
—No se preocupe, majestad, por habladurías de salvajes —me respondió el condestable.
—Sí me preocupo, ya veo lo que quieres, dominarme como una marioneta —estaba realmente enojado contra el condestable—. Quiero recibir a la gente del sur en audiencia, ahora mismo. Espero, por tu bien, condestable, que aun estén en Basarresinea.
Se retiró el condestable, y Holnasa, incorporándose me dijo:
—Vamos a la sala de paso, para recibir la audiencia.
Fuimos juntos, aunque Holnasa se quedó rezagada, y llegamos a la sala de paso, tras recorrer un pequeño laberinto de habitaciones, salas y pasillos. La sala es sencilla, bastante luminosa, austera, y con dos sillones, a modo de trono, situados a mismo nivel. Nos sentamos, ella a mi izquierda.
Cuando la puerta se abrió, el chambelán entró primero para anunciar:
—¡La delegación del sur! Presidida por Letarama de Liminú, hija de Lialjarsag, jefe de las tribus del sur.
Se apartó el chambelán, mi corazón se aceleraba, impaciente por ver a Letarama, que apenas podía vislumbrarla. En cuanto traspasó el umbral, inesperadamente Holnasa me agarró de la nuca, plantó su boca sobre la mía, forzando el beso. Me aparté, pero ya era tarde, Letarama observó toda la escena con los ojos bien abiertos.
—Creían que eran rumores —dijo—, pero veo que son ciertos.
Se daba media vuelta, empecé a gritar, a suplicar:
—¡No te vayas! ¡Es una mentirosa! ¡Sólo te quiero a ti!
Dándome la espalda, Letarama, lacónica, me dijo:
—No te olvides del sur.
Se fue, sin despedirse. Leiméreta, me contemplaba, me dijo:
—Me has defraudado, te creía mi amigo, y ahora nos abandonas en el asedio. Parece que la audiencia ha terminado, me voy con Letarama.
—¡No! ¡Para! —sonaba mi súplica con eco, estaba solo en la sala.
«¿Qué sentido tiene todo?» Pensé mientras me dirigí a un mueble, y saqué de una botella de licor.
—¿Qué vas a hacer? —me preguntó una voz familiar, levanté la cabeza, y descubrí que era mi doble. Ahora entiendo el vahído.
—Está todo perdido —respondí
—¿Eso crees? No sólo el beso te ha apartado de Letarama, sino de aquello que no has hecho —me acusó—, te olvidaste del sur, no has protegido a su pueblo ni a tu gente.
—Soy un fraude.
—No, eres un hombre, y los placeres y facilidades te han nublado el conocimiento. Afortunadamente, tienes amigos, que sufren por ti. Ahora piensas que te han dado la espalda.
Afirmé con la cabeza.
—Eres un hombre, tienes oportunidades, no las ahogues en tu pesimismo. No te regustes en tu dolor. En otras ocasiones, yo te he salvado de enemigos, ahora te salvo de ti mismo. Demuestra a tus amigos que no los has abandonado.
—Los meelitas no tendrán piedad —dije lamentándome.
—¿Miedo? Busca aliados.
Volví a sentir la soledad, miré a la botella, a la puerta, otra vez la botella, y, cristalina, una voz en mi interior me interpeló: «¡Corre! Espero, por mi bien, que la encuentres».
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