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Inicio / Cuenteros Locales / netlobox / Vida de Alceril - Cap. 11

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Sorpresa


Todos en la sala se quedaron maravillados con la aparición del doble. Todos menos Holnasa, que mostraba en su cara el horror. El doble había conseguido en menos de un minuto acabar con la obra perversa de su padre, y su engaño había llegado a su fin. Cierto que el conocimiento da luz, y sigo dando las gracias por las palabras de Leiméreta, aunque dolieran.
Me aparté de todos, corriendo salí de la sala, gritando, parecería un loco:
—¡Letarama! ¡Letarama!
Llegué a alcanzarla.
—Perdón. Te pido que perdones a este simple hombre. Ahora, ya voy a comportarme como el rey que debo ser.
Letarama me miraba con sus enormes ojos, que horadan mi conciencia.
—¿Hay un notario, para que anote? —Pregunté mirando a los alrededores. —De todas formas, que todos sean testigos. Eres mi adelantada, ve hacia el sur, defiéndelo lo mejor que puedas. Llévate hombres si necesitas.
—¿Y tú, ¿qué va a hacer? —Me preguntó Letarama.
—Voy a buscar ayuda. Los tranianos no están solos, por mucho que vuestras mentes se empeñen. Y volveré. No estáis solos.
—¿Dónde vas a buscar la ayuda? —Excéptica me preguntó.
—Leiméreta, ven conmigo. Vamos a ver a las sirenas. Tú que sabes antiguas historias, dime donde viven.
—Al norte, subiendo la cordillera, más allá de la cascada. Tres días de viaje desde la capital. —Me respondió— No hay tiempo.
—Hasta la capital podemos ir rápido. Más adelante, ya tenemos que realizar el viaje por medios naturales, no conozco el norte.
Me concentré en recordar la plaza de la capital, pero el bullicio de entonces no me permitió concentrarme y recordar. Recuerdo la entrada en la capital, viendo el muro esculpido. Esa imagen si la tengo clara.
Respiro profundo, visualizo en mi mente la entrada a la ciudad, mi ritmo respiratorio baja y noto mi corazón relajado, extiendo la mano, y el portal de luces chispeantes ya está delante de nosotros. Abro como si fuera una cortina, y se muestra el camino de entrada en la capital, con la profecía al fondo. Abro los ojos, y digo a Leiméreta:
—Tú primero, mi querido amigo.
Leiméreta cruzó el portal.
—Volveré con ayuda, Letarama —me despedí.
Nadie nos esperaba en la capital, pero, como rey, pedí monturas para los dos. Caballos rápidos y resistentes. Nos presentaros dos caballos, uno tordo y otro bayo.
—Según la profecía, «el rey sin temor monta un corcel tordo» —me ofreció Leiméreta el caballo tordo, mientras él se montaba en el bayo.
Comenzamos el viaje hacia el norte, y me dijo Leiméreta:
—No se termina nunca de viajar, siempre estamos en camino, ya sea para avisar, para buscar consejo y, ahora, buscar ayuda.
—La responsabilidad nos empuja a ello. En el norte no sabían el peligro que venía, y, después, me intentaron callar y manipular. Después, no teníamos las respuestas, y fuimos a buscarlas, hallando de más. Ahora, se trata de buscar a unos seres que no sabemos si nos van a acoger —comenté—. Lo único que podemos hacer es confiar, y, espero que libremente nos presten su ayuda.
—Ahora que has dicho «libremente», sabiendo lo que sabemos, ¿qué opinas de la libertad? —me sorprendió Leiméreta con la pregunta.
—Es una buena pregunta para pasar el tiempo, ahora que disponemos de él. ¿Por qué lo preguntas? ¿Te ves forzado a algo? Recuerda que no es placer lo que buscamos, sino aliados, y espero tener éxito en esta empresa.
—En cierta medida me he visto obligado. También es cierto que mi madre me ofreció para que me enseñases un oficio.
—Al final, tus historias pueden servir de salvación al reino. Pero la libertad no es no sentir las obligaciones. Esas siempre van a existir.
—Si no puedo hacer lo qué quiera, ¿qué es la libertad? —inquirió Leiméreta.
—Aun no he respondido a tu primera pregunta, sobre mi opinión, que ahora me preguntas sobre qué es la libertad.
—Tu opinión seguro que se acerca más a la verdad, respondiendo así a las dos preguntas.
—Mi opinión es mía, y tu debes tener la tuya, aunque seas joven, seguro que más adelante podrás formar una. Yo tampoco he vivido tanto, como para experimentar y adoptar posturas.
—Con tu respuesta, ¿no me quieres decir nada? ¿Los jóvenes no sabemos lo que es la libertad?
—Yo no he dicho eso —respondí—. Por lo que sé, todos tenemos opciones, pero la libertad no es algo que se «hace».
—Sí, ya sé que tenemos que responder a lo que hacemos.
—Ves, sigues relacionando el mundo de la acción con la libertad. Es cierto que ese punto de vista es muy tentador, y sencillo para solucionar la duda que tienes. Podemos decir que libertad es hacer lo que uno quiere.
—¿Y la responsabilidad?
—Ya es parte de la moral, que nos dice qué es lo correcto o no. La responsabilidad siempre es tomada respecto a los actos. Actos significa actuar, las acciones que uno realiza.
—Entiendo. Uno puede realizar un acto u otro, dependiendo de lo que elija, y siempre va a saber si es correcto o no.
—Ya estás formando una opinión. Tu opinión —dije a Leiméreta.
—Es sencillo de entender, se trata de actuar según los modos, aunque puede ser paradójico, yo no veo libertad en ese planteamiento.
—Porque está viendo la libertad desde un punto de vista de solo acción o de elección —comenté—. Desde ese ángulo, las personas tenemos muy pocas opciones para elegir, aunque alguna se presenta. Uno está limitado por nacimiento, no es lo mismo nacer en casa del rey, o de un rico mercader, que nacer en una casa de unos desahuciados. También nos limita el conocimiento de los factores, por eso se dice que la ignorancia no te exime de cumplir la ley, para no tener excusas; pero, hay que admitir que un necio no puede tener opinión más alta que un letrado. Pero, a pesar de todos los limitantes, siempre se presenta una opción para elegir. Esa es tu opción, tu acto, tu pensamiento.
—Sí, entiendo lo que dices.
—En mi opinión, la libertad no es tanto la acción, sino la posesión.
—Ahora no entiendo —me recriminó Leiméreta.
—Un soldado, por disciplina, siempre obedece, pero lo que hace no es suyo, sino una orden de un superior. Por lo tanto, el soldado es esclavo del sargento, como este del capitán. Como sacerdote, mis actos eran para mayor gloria de Eguan, no para la mía, pero viendo la injusticia, decidí que mi voluntad era proteger a los pobres que sufrían las vejaciones de un mal señor. Fue mi decisión, y esa decisión me hizo libre.
—Pero nadie es superior a los dioses —me dijo Leiméreta.
—Ni los dioses se deben comportar de manera caprichosa, ni ocultar sus pretensiones. Pero no es desobedecer a un dios lo que me hizo libre, sino porque al escoger, fui dueño de mi elección. Luego ésta puede ser errónea o no, pero es mi elección. Por eso digo que la libertad tiene que ver más con la posesión que con la elección o la acción. Te hago una pregunta: ¿es libre un esclavo?
—No, claro que no, es una posesión de su señor, al que siempre obedece —me respondió Leiméreta.
—El esclavo no es dueño de lo que hace, ni de lo que piensa, es como un simple trozo de tierra que ha sido comprado por oro, o como aquel que trabaja duro el campo a cambio de un trozo de pan. ¿Pero, aunque lo que hagan es a cuenta de su dueño o pagador, un esclavo no es capaz de pensar, un labrador no disfruta del vino en la taberna?
—Supongo que sí.
—La libertad es la más alta posesión que puedes tener, más que campos, casas u oro, puesto que lo que posees siendo libre eres a ti mismo. Ser libre significa ser dueño de ti mismo.
—¿Si eres dueño de ti mismo, puedes desobedecer a los dioses?
—Que hagas actos según tus convicciones, no te exime de la responsabilidad, o de ser juzgado, ni te libera de la posibilidad de cometer errores. Como hombres, el yerro está en nuestra naturaleza, y como hombres dentro de una ciudad, siempre hay una estructura y una autoridad.
—Entonces, hay poco espacio para ser nosotros mismos.
—Te equivocas: siempre eres. Cuando viajas, cuando trabajas, cuando piensas, cuando te equivocas y cuando aciertes. Siempre eres tú, como dueño de ti mismo, lo que se está manifestando. Y siempre se manifiesta a los demás. Imagínate un solitario pastor de cabras, que vive en mitad de los montes, bastante tiene con vivir, no es libre porque no tiene opciones ni a quién manifestarse, ni tiene quién lo proteja, está solo ante la naturaleza. Tú, siendo joven e ignorante, ya puedes expresarte porque estás en medio de un pueblo, que te acoge, guía, educa y protege. En medio de un pueblo, es cuando eres dueño de ti mismo, y a quien veas en la plaza, son dueños de si mismos, con lo cual estás viendo a tus iguales.
—Pero ¿los esclavos? —me preguntó Leiméreta.
—Bueno —corté la conversación—, se está haciendo tarde. Mejor es que preparemos el campamento, para descansar.
—Tienes razón —me respondió Leiméreta, sin mostrar oposición.
Montada la tienda, y habiendo cenado, Leiméreta continuó hablando:
—¿Se puede desobedecer a reyes y a dioses?
—La virtud, como buen hábito, responde que no. Sabiéndote dueño de ti mismo, sabes que hay límites que no se deben franquear.
—¿Cómo sabes esos límites?
—Fíjate en una leona, que caza y mata para alimentarse. ¿Tú opinas que obra mal?
—Es un animal, como bestia, debe matar para alimentarse y llevar presa a sus crías.
—Efectivamente, pero no es tan bestia. La leona, por nacer leona, debe matar, pero no mata a sus semejantes. No mata a otra leona ni persigue a leones, sino a impalas o ñus. Incluso las impalas o ñus tienen posibilidades de sobrevivir a un ataque, y solo caen los animales enfermos o débiles. Pero la naturaleza ha puesto ese instinto en las leonas, como el de comer hierba a los impalas. Puedes ver a la naturaleza como cruel, pero es justa. Justa que trata a sus criaturas sin distinción.
Hice una pausa, Leiméreta me estaba mirando fijamente, prestando atención. Continué con la exposición:
—Nosotros, por nuestra inteligencia y trabajo, hemos podido dominar la naturaleza. Los cultivos nos dan grano, y ganado que nos ofrece leche, comida y pieles. Tenemos herramientas que nos permite construir pozos y así tener agua, y cántaros que hace que llegue a nuestra casa. No somos esclavos de la naturaleza, eso nos permite ser dueños de nosotros mismos. Pero, a veces, la naturaleza nos enseña que aun somos animales, que tenemos algo de animal, y que aún estamos bajo su yugo. Recuerda las enfermedades, las tormentas, en poco tiempo son capaces de colapsar una civilización, y quedar a expensas de la benevolencia del destino. Entonces, somos capaces de ser nuestros dueños, pero no apropiarnos de la naturaleza. Eso jamás. Hay necios que se creen los dueños del mundo, pero son sus fantasías. Así como una persona muy rica cree que puede comprar lo que se le antoje, pero, en realidad, nadie se alimenta de oro. Esos son los límites. Todo lo demás, es posible.
—Entonces, como seres libres, somos dueños de nosotros mismos, de nuestros actos, aunque, por desgracia, eso no impide que haya abusos —recapituló Leiméreta.
—Eso es, has comprendido bastante bien mi opinión sobre la libertad —finalicé, antes de dar las buenas noches.
Al día siguiente, era un día nublado. Es extraño, llevaba tiempo sin ver las nubes, pero más me extrañó la pregunta de Leiméreta:
—Ayer dijiste que siendo todos dueños de si mismos, tenemos que ver a nuestros semejantes también como dueños de si mismos, y en esto seríamos iguales. Pero la igualdad no existe, hay ricos, pobres, esclavos, ¿es posible la igualdad?
—Todos somos iguales.
—No, hay ricos que disponen de todo, y esclavos que no pueden dar paso sin conocimiento de sus dueños.
—Y también se nace hombre o mujer, o, cuando tú llegaste al mundo, ya había en él habitantes, que algunos han muerto. Pero todo eso son diferencias eventuales y pasajeras.
—Mejor vive el rico que el pobre.
—Puede que tengas razón en la apariencia —respondí.
—Demuestra lo contrario.
—En un mundo ideal, que no hubiese enfermedades, que fuera regular en sus cultivos, que la fertilidad de la tierra nos brindara siempre agua y alimento, que los dioses fuesen benignos y no destructivos, en ese mundo los hombres no tendríamos que pelear unos contra otros para controlar territorios y abastecer.
—Pero tal mundo no existe —me cortó Leiméreta.
—No había terminado de exponer. En ese mundo la humanidad solo tendría la ocupación de ocuparse de si mismos. Es decir, ser dueños de si mismos, sin preocuparse de otros negocios.
—De momento lo tengo claro —dijo Leiméreta.
—Hablarían, siendo conscientes de que la otra parte es libre. Serían iguales entre sí, compartirían las mismas alegrías y penas, y su forma de obrar sería justa y recta.
—Es bello imaginar un mundo así —reflexionaba Leiméreta—, sin persecuciones, ni que nadie se ría de uno, sino ser respetado.
—Pero la Naturaleza no ofrece frutos todos los días, hay pueblos cuyos dioses lo único que quieren es destruir el mundo y persona cuya codicia llega a la iniquidad; introduciendo así más dolor y llanto.
—Si los dioses son perniciosos, la naturaleza azarosa y hay hombres carcomidos por la avaricia, me confirmas que el mundo ya está dispuesto a la desigualdad —me comentó Leiméreta.
—Siempre hay lugar a la igualdad, aunque esta sea muy desplazada. Contra la naturaleza no podemos hacer nada, como animales aún somos sus esclavos. Desigualdad que venga por la naturaleza, lo único que podemos hacer es admitirla con resignación; e, incluso, la naturaleza en su crueldad es justa, y puede extender sus tentáculos a los ricos y poderosos, de manera que rasa toda desigualdad. La iniquidad divina, un dios, con su magnífico poder, engaña a todos, ya sea con falsas promesas o escondiendo las intenciones. Pero la inteligencia puede desenmascarar, u otro dios más benevolente defender a la humanidad, pero es cierto, para luchar contra este tipo de injusticias, que dependemos de profetas, y muchos hay que son falsos. La desigualdad provocada por los hombres, contra esa sí que podemos luchar.
—¿Cómo?
—Lo primero, hay que recordar a todos, ya sean hombres o mujeres, que son iguales en necesidades, y, que al final, la muerte llega —respondí—. No conozco hombre o mujer que haya escapado de la muerte, esa iguala a todos. Por eso he dicho que todos somos iguales, aunque esta igualdad esté empañada y no sea visible a simple vista. Empañada, ya por la Naturaleza, por la divinidad o por la acción de la vanidosa humanidad.
—Es cierto que todos morimos, y ese trance todos atravesaremos. Pero ¿no se puede ser igual antes? —Volvió a preguntar Leiméreta.
—Al igual que la libertad, cuyos límites no se deben rebasar, como creernos que somos superiores y dueños de la naturaleza, también sucede lo mismo en la igualdad. Y, añado, la igualdad solo se logra como la libertad, es decir, en medio de los hombres. El eremita que elige estar aislado, ni es libre, porque tiene puesta su mente en algún dios en vez de si mismo, ni es igual, porque prefiere sufrir todas las desgracias.
Pero Leiméreta en este punto opuso:
—Entiendo tus argumentos, pero en este ejemplo cometes error. Alguien que decida irse al monte, a orar y seguir la voluntad de los dioses, está actuando libremente, al menos al principio. Aparte, todo el mundo lo verá como el más libre de los hombres.
Me tomé un tiempo para pensar. El viento me ayudó, que me quitó la protección que me cubre la cabeza. Fue cómico verme perseguir el trapo.
—La voluntad, esa capacidad que se tiene para adoptar una decisión, y ejecutarla, debe ser dominada por la persona. Solo si eres dueña de ti misma, puedes decidir en virtud, y si yerras, puedes responder ante tus iguales. Decidir que no eres dueño de tu voluntad, que siga los arbitrios de una deidad o una ensoñación de tu mente, es ir en contra de la razón, y dejar que tu mayor posesión quede en manos de lo desconocido. Los dioses existen, pero la forma de relacionarnos con ellos es mediante los sacerdotes, que son hombres; los locos pueden parecer razonables, pero sus argumentos son falaces. Aquel que renuncia a ser dueño de su voluntad y ser guiado por su razón, mi opinión es que es un idiota que sólo se ocupa de sus asuntos.
—Pero si uno es dueño de su voluntad y la voluntad obedece a su razón, que puede estar mal inclinada, ¿no estás legitimando el egoísmo? —objetó Leiméreta.
—No has escuchado, es decidir según la virtud. El egoísmo no es virtud, la virtud es la justicia. Es lo único que nos queda, ser justos es lo más próximo que estamos de la igualdad. Y la justicia es lo único que les queda a aquellos que se sienten desprotegidos y abusados.
—Por lo tanto, las leyes y los jueces son necesarios en estas sociedades.
—Son necesarias porque los hombres no son virtuosos. La ley está hecha para indicar el camino recto y seguro del bien común, y aquel que se desvía, debe ser juzgado como corresponda. Ese es otro aspecto de igualdad, no solo somos iguales ante la muerte.
—¿Qué empuja al hombre a ser egoísta, a no ser virtuoso?
—Muchas veces el camino virtuoso no muestra la recompensa, mientras que el delictivo, aunque sepamos que es ilegal y punible, obtiene resultados en apariencia más rápido. No esperes virtud del hombre que no es paciente y que quiere ganancia nada más abrir los ojos. Todos abrimos los ojos por la mañana y no nos gratifican por ello.
—Pero los poderosos, que se van ricos a la cama puede que despierten más aun —me dijo Leiméreta.
—Y tal vez con su poder incline la ley y la justicia. Es parte de esta perversión, lo único que podemos hacer es exigir justicia, no imitar su ejemplo y que no se extrañen si el pueblo se revoluciona si la corrupción permanece o aumenta la iniquidad. Pienso lo mismo de los revolucionarios que de los profetas, hay muchos falsos.
—¡Poco podemos hacer los que hemos nacido en pueblo sometido! —Se lamentó Leiméreta.
—Te equivocas, estamos buscando aliados que nos ayuden —objeté—. Vamos a preparar el campamento.
Después de cenar, observé a Leiméreta nervioso, y me interesé:
—¿Qué te turba la mente, fiel Leiméreta?
—No sabemos mucho de las sirenas, solo que son monstruosas criaturas, se burlaron y traicionaron en el pasado, ¿qué les va a impedir repetir lo mismo?
—La historia que te contaron es mentira, inventada por un condestable que deseaba usurpar el trono. Lítor me enseñó la verdad. Creo, que si mostramos confianza y humildad, las antiguas alianzas se restablezcan.
—¿Lo qué sabemos de las sirenas es falso?
—Sí, me temo que sí —respondí—. Te confieso que en mi pensamiento desborda el optimismo, tengo la certeza absoluta de que todo va a salir bien. ¿Confías en mí?
—Si, claro, mi rey —respondió Leiméreta sin ningún atisbo de duda en su rostro.
—Perfecto, yo también confío en ti.
Leiméreta, con una breve sonrisa se dio media vuelta. Yo, mirando el techo de la tienda, mi mente estaba serena, satisfecha; cerré los ojos plácidamente.
A la mañana siguiente, del día nublado, ventoso, nada claro sino gris, nos levantamos dispuestos a terminar por encontrar el paso del Norte. Según me había contado Leiméreta, hay una cueva, larga y estrecha, que lleva al país de las sirenas. El paso es de difícil acceso, porque en la parte superior hay un río, o lago, no me ha quedado claro, y que vierte una inimaginable cantidad de agua por el Muro del Este, que la altura va bajando desde el Mirador hasta ese punto. Recorrida la galería de la caverna, estaríamos en tierra de las sirenas, que tampoco me supo muy bien decir cómo eran, solo que son criaturas monstruosas, por más que dije que no era cierto que traicionaran a los antiguos tranianos, ni a la reina en Cruócoloc.
Una vez que avanzamos, volvió a suspirar Leiméreta:
—¡Qué bonito sería ese país ideal, donde todos seamos libres e iguales!
—Hay un modo más alto para conseguir la igualdad, más que la práctica de la justicia.
—¿Cuál? —Preguntó Leiméreta.
—Y es derivada de la igualdad, aunque visto desde otro ángulo. Tú tienes un hermano, más pequeño, ¿no?
—Si, Litraini, de 9 años.
—Al compartir padres, vuestros orígenes son los mismos, en ese sentido, tenéis un grado de igualad, que es la fraternidad, ¿vas a permitir que algo malo le suceda?
—¡No, por gloria del Espíritu Nocturno!
—En cierta medida —continué exponiendo—, todos tenemos un grado de amistad con nuestro vecino, con nuestro compatriota, de manera, que el amor fraternal permite a una comunidad vivir en armonía.
—No todos somos hermanos, y en «cada casa soporta su tasa», como dice el dicho.
—Estamos hablando por hablar, que todo esto siempre se refiere a mundos ideales, aunque si nos esforzáramos un poco, seguro que respetaríamos la dignidad de los demás, como también respetaríamos nuestra propia razón, que no es para nada abusiva y crematística.
Continué hablando, después de unos minutos de reflexión:
—Aparte, si tratas a los vecinos como hermanos, les estás dando un cierto grado de igualdad. Al igual que la amistad, que permite que un extraño entre en tu vida, que conozca todos tus secretos, de manera que ya es para ti un par. Ese amor, esa manera de proceder, sería la correcta, buscando el bien del otro, que al coincidir con el tuyo, te haría más fácil la convivencia.
—¿Qué bien debemos perseguir para que sea el mismo para los dos, si cada persona pude tener intereses diferentes? —me preguntó Leiméreta.
—El primer bien que debemos procurar, y que la civilización intenta solucionar, es la misma vida. Vivir en naturaleza es posible, pero dependeríamos completamente de la azarosidad. El vivir siempre es querido por todos, por altos y bajos, a pesar de las penurias, pero sentir el aire en los pulmones, el alimento en el estómago ya es fuente de placer.
—Eso es cierto, y, al tener un mismo fin, en cierta manera nos iguala.
—Muy bien visto, mi querido Leiméreta. Pero si tratas a tus semejantes como a hermanos, les estás aportando una dignidad, que es compartir un mismo origen y finalidad, y esta dignidad es muy alta, puesto que coloca a tus vecinos y compatriotas como un igual. No serán solo iguales en dignidad, sino en su en voluntad, lo que comúnmente se llama libertad, y su razón puede ser respetada tanto como la tuya.
—Curiosa forma de cerrar la rueda, se empezó hace dos días hablando de la libertad, luego de la igualdad y hoy de la fraternidad, y desde la fraternidad hemos terminado en la libertad, pasando por la igualdad —observó Leiméreta.
—Se puede decir que son los tres pilares de la convivencia y del estado, o se tienen todos, o ninguno.
—Majestad, ya estamos ante las puestas del norte.
Delante de nosotros, el espectáculo era maravilloso. No había piedra, el muro había sido sustituido por una larga catarata, que ocupa todo el ángulo que forma el muro del Este con la sierra del Norte, que si se continuamos hasta el final se ve el fatídico Síneg, el volcán sagrado. Pero la vista es de un espectáculo único, con la cortina de agua, de unos 180 o 200 pies de altura, que al rebotar en el suelo forma una bruma de agua.

Texto agregado el 02-10-2025, y leído por 0 visitantes. (0 votos)


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