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Los sueños suelen ser hermosos

Tenía los ojos enrojecidos. La dejé pasar. Era mi hora de descanso, pero pude no haberlo hecho. Era un restaurante, y la paga era buena. Ya me iba cuando escuché gritos. Suspiré. Un hielo en el espinazo me detuvo la visión de mi cuarto, y tuve que volver.

La mujer estaba ebria y drogada. Se había arrancado la ropa y estaba en una esquina, como una rata, abriendo las piernas, riendo como si estuviera en un carnaval, mostrando sus labios, el útero. Todos estaban paralizados, sin acercarse. Suspiré. El hombre que me reemplazaba estaba congelado, solo miraba la desnudez de la mujer. Solo se escuchaba el asombro, como si hubieran arrancado el telón de la formalidad y la armonía.

Con el corazón en la mano, cogí un mantel y fui directo hacia ella. Seguía riendo, mostrando los pocos dientes que tenía, y una lengua rosada, y esos cabellos apelmazados de brea. La cubrí y, con mi fuerza, la levanté. No se inmutó; seguía riendo.

La dejé lo más lejos que pude, pero ella seguía riendo. Me iba a ir, pero me detuve. La miré bien y la reconocí. Era la hermosa mujer de mi sueño, aquella que se me aparecía y tocaba la puerta de mi cuarto. Entraba muy bien vestida y no decía nada; solo me atendía, cocinándome, limpiando, lavando mi ropa. Luego, esa sonrisa, esos ojos claros, ese cuerpo puro.

Allí estaba mi sueño encarnado, pero con visos de piedra, de esos que rompen la realidad y te hacen sentir más humano. Distingues el sueño y la realidad, y, sobre todo, ese sentimiento que solo ve el corazón de la persona.

Ya estaba dormida. La cargué y la llevé a mi cuarto. La bañé sin que se diera cuenta. Le puse un traje limpio de hombre, pues no tenía otra cosa. Luego la dejé dormir y pensé qué le habría pasado para estar en ese estado de locura: ¿las drogas?, ¿el alcohol?, ¿el dolor de un amor?, ¿mi sueño? Quizás ella había soñado conmigo, y solo en un estado donde había perdido la conciencia me había encontrado. Así que había que esperar.

Fui al trabajo, y cuando llegué, aún dormía. Le dejé alimento por si despertaba. Dormía en el suelo, pues yo solo tenía una cama, y no quería que ella despertara allí.

Cuando volví, la vi sentada frente a la única ventana del cuarto. Este cuarto lo conseguí luego de regresar de tantos viajes que hice por el mundo. No recuerdo los países, pero sí ciertos momentos en que, parado frente a una casa, el mar, un bosque, una montaña, una selva, una helada, sentí las ganas de unirme a ellos. Los sentía tan solitarios como yo.

El cuarto estaba en el cuarto piso, lleno de habitaciones, pero silencioso, como si todos vivieran en sus mundos propios. La dueña era una morena que hablaba dos o tres idiomas. Me recordaba a una haitiana que conocí, madre de quince hijos, enorme como ella. Esta no tenía quince hijos, sino algunos más, pero cada uno se había ido por lugares distintos. Solo ella vivía con el único hijo inválido que le quedó.

Era raro. Pasaba en silla de ruedas, se ponía una máscara al salir; jamás vi su rostro. No hablaba, solo se le sentía cuando sonaban las ruedas. Su madre le tenía paciencia, y él no. Cuando se escuchaba que todo se rompía en su habitación, ella solo decía: “¡Basta, basta!”. Luego sonaba el chorro de agua que la gorda le tiraba, y con eso, el muchacho se calmaba. La verdad es que no entendía las causas del amor, pero allí estaban juntos.

Escuché que uno de los inquilinos era un contrabandista de alto vuelo. Otro, un poeta fracasado. Una prostituta de baja estirpe y madres solteras en los demás cuartos. Era una casa multifacética, y me agradaba. Si veía a uno de ellos, solo saludaba con el gesto. Nadie decía una palabra; nos cruzábamos como barcos en mitad del océano, siguiendo nuestro rumbo.

El trabajo lo conseguí gracias a la carta de un amigo que conocí en el puerto de Marsella. Era un negro lleno de problemas. La dueña, una mujer elegante, había sido su amante hacía mucho. No hablo mal ni bien de ella; solo le escribió, y ella, como si le llegara el regalo de su vida, abrió la carta y luego me miró a los ojos. Suspiró, como esos caballos que comen los mismos granos y se dicen: “¿Qué más puedo hacer?”. Me dio el trabajo, el horario y las reglas. Agradecí, y así estuve durante tres meses hasta que ocurrió este accidente.

La dueña me preguntó por la mujer, si estaba en la cárcel y si tenía dinero para pagar los daños. Le dije que había desaparecido. Ella suspiró, como siempre, y siguió mirando al resto del personal, que me observaban como si fuera el ser más extraño del mundo. Sonreí y seguí mi trabajo.

Y bueno, allí estaba la mujer, con mi ropa de hombre. Recuerdo que mientras la bañaba, la desnudé y noté unas marcas en sus piernas, como de globo desinflado. Su rostro limpio era hermoso; sus cabellos rizados eran largos, y en su desorden caían como un árbol bello.

Estaba sentada, y no se dio cuenta de mi entrada. Escuché su voz:
“¿Quién eres y por qué estoy aquí?”.

Le expliqué todo, menos mi sueño. Ella me miró a los ojos y me pidió sus ropas. Las había lavado, planchado y guardado. Se las entregué, y cuando las vio, se puso a llorar. Me abrazó fuerte y lloró mucho, pero era de esos llantos que no suenan, como gemidos de pescado.

Luego, sin decir nada, se quitó la ropa, se vistió y se fue. Suspiré y sentí que no podría olvidarla.

Fui al trabajo como siempre, y seguí viviendo. Durante la noche me gustaba mirar por la ventana, hacia la puerta de mi cuarto. Ella era mi sueño, y la había dejado salir de mi vida, pero sabía que existía y sufría mucho. Y lo peor: nada podía hacer.

Hasta que una noche, llegando del trabajo, la vi sentada en la escalera.
“Hola”, me dijo.

La invité a pasar. Le ofrecí unos tragos y bebimos en silencio.
“No hablas mucho”, dijo.

Sonreí. Ella me pidió un cigarro. Se lo encendí. “Eres muy gentil”, murmuró, y el silencio se volvió insoportable. Tiró el cigarro y se me lanzó encima. Quiso arrancarme la ropa, pero no se lo permití. Le hice sentir que no era necesario.

Ella sonrió. “Eres muy raro”, dijo.
No respondí. La miré, y ella se desvistió. Desnuda, se fue a mi única cama. No quise interrumpir su sueño. La observé, sentí que moría de aburrimiento, pero ella esbozó una sonrisa, y así quedó. Me senté frente a la ventana y me quedé así, mirándola y soñándola. Y, en verdad, me gustaba más el sueño que la realidad.

A la mañana siguiente, se vistió, me dio un suave beso y salió del cuarto. La vi conversar con un músico, uno de los inquilinos, que tenía un buen auto. Escuché sus risas, y me dije: los sueños suelen ser bellos. La realidad suele ser sueños. Suspiré y me puse a dormir.

Desde esa fecha nunca más soñé con ella.
Pero, cuando fui al trabajo, la vi con el músico y su banda. Les hice pasar al local, y entraron. Luego, los gritos: la mujer había enloquecido, y el hombre tenía la cabeza ensangrentada. Fui a detenerla, pero uno de sus amigos me sujetó, y otro la cargó por el cuello y la tiró a la calle.

Ella se paró y empezó a insultar a todos.
Se dio media vuelta, y en ese instante un camión pasó por su lado. Solo se escuchó un ploc.
El vehículo no se detuvo. Vi las luces rojas apagarse en la oscuridad. Me acerqué a la chica. Su rostro era hermoso, y el brillo de sus ojos se apagaba más y más, hasta que solo pude ver dos huecos y la sangre que brotaba de su cabeza reventada.

Suspiré y me dije que los sueños suelen ser hermosos.

Texto agregado el 13-10-2025, y leído por 55 visitantes. (0 votos)


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