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Por si se pierde

En el liceo llamábamos mateos a los que copiaban palabra por palabra lo que el profesor dictaba o escribía en la pizarra. Algunos, más mateos aún, subrayaban y usaban lápices de colores. Yo los perdía. Tener dos lápices —los clásicos rojo y azul— era un privilegio que me duraba hasta el primer recreo. ¿Cómo desaparecían? No lo sé. Sospecho que los devoraba el misterio educativo.

Admiraba los esfuerzos maratónicos: ver cómo alguien gastaba un BIC hasta dejar la tripa vacía me parecía una proeza. Terminar un cuaderno, aún más. Leer un libro de cien hojas sin perderlo, casi milagroso. Yo prefería las revistas de historietas o los relatos breves, de los que se leen antes de que se enfríe el té. Perdía lápices, no copiaba las materias y los libros gruesos me miraban con lástima.

En los almacenes del barrio, las clientas llevaban una libreta donde anotaban las compras fiadas. Yo pensaba en la confianza del dueño: “La mamá no va a perder la libreta”. Y no la perdían. Yo sí la habría perdido. En la biblioteca del liceo, la bibliotecaria anotaba los préstamos en un cuaderno y los atrasos en otro. Cuando uno pedía un libro, abría el de atrasos, mojándose el dedo con cada hoja, buscando tu nombre. Después de tres atrasos, te suspendían.

Ese cuaderno parecía un repollo. Y yo, con la lógica del adolescente sensato, pensaba que ese era el que debía perderse. ¿Cómo podía castigarse a alguien por leer tarde? El castigo correcto sería: “Si te atrasas, lees dos libros más”.

Era como las mamás que decían: “No te paras de la mesa hasta que te comas todo”. Yo me lo comía todo. Y sin repetición.

Habría sido el niño más feliz del mundo si cuando me hubiesen servido un huevo, me imaginaba: “si no te comes todo, te voy a freír dos huevos”. Lo mismo con la palta o el tomate. Mi sueño: dos helados y en invierno. Una locura. Así fue mi niñez: mezquina, pero con imaginación.

En el liceo era impensable que alguien trajera un cuaderno universitario: le habrían hecho un repollo de la vergüenza. Pero en la universidad era obligatorio. Admiraba a los que los llenaban completos. Los mateos de siempre: anotaban todo, hasta las preguntas, y cuando el profesor respondía decían “vale, la anoto”. Y la anotaban. “¿Me puede repetir?”, pedían, con devoción clerical.

Como estudié cosas técnicas —física, cálculo— me bastaban los libros. Esa frase que dice “el peor profesor vale más que el mejor libro” conmigo no se cumplía. Era autodidacta, porfiado, independiente. Usaba hojas sueltas y las guardaba en archivadores. Algunos compañeros vendían resúmenes para ganar plata; a mí nunca se me ocurrió vender los míos. Error financiero.

Cuando comencé la práctica profesional, me acostumbré —obligado— a escribir. Primero en agendas, luego en cuadernos gruesos, de trescientas hojas o más. Si iba a usar cuaderno, que fuera uno digno. Me encantaba entrar a las reuniones con esos cuadernos que parecían guías telefónicas. Si lo olvidaba, me devolvía. Hoy hago lo mismo con el celular.

En las reuniones, observaba con ojo clínico quién escribía y quién no. Los que anotaban todo eran, para mí, los más confiables: ordenados, disciplinados, incluso más inteligentes. Los que solo ponían la fecha, desconfiables. Siempre acertaba. Otros más serios anotaban la fecha y los participantes. Pero los que escribían todo eran los líderes. Cuando algo les parecía importante, decían “esperen un poco”, y se tomaban su tiempo para escribir. Patudos, sí, pero potentes.

En uno de mis primeros trabajos conocí al subgerente de computación, un hombre admirable. Era de los que lo anotaban todo. Citaba a Platón: “Quien es capaz de escribir un proyecto, ya tiene la mitad del proyecto hecho”. El resto de los ejecutivos también llevaba cuadernos, pero de adorno. Se iban a las seis con el maletín lleno de cuadernos vacíos. En cambio, este subgerente llegaba con su maletín repleto… pero de ideas escritas.

Cuando lo visitaba, ya fuera por trabajo o por cortesía, conversábamos. De pronto interrumpía, abría su maletín, sacaba un cuaderno y escribía lo que se le acababa de ocurrir. No como telegrama, no: páginas enteras con su pluma de tinta, moviendo los labios mientras escribía. Tenía un cuaderno para cada cosa: la casa, la parcela, el emprendimiento y el trabajo principal.

En las reuniones con los otros ejecutivos, cuando surgía alguna discusión, él aseguraba que tal cosa ya se había acordado antes: estaba escrito en su cuaderno. Los demás se reían: “Eso no es un acta oficial”, decían. Pero él sostenía su lógica: está en la página con fecha. Tendría que agregar una hoja. Lógica imbatible. Yo lo defendía: en computación todo se respalda con fecha. Como la cartola del banco. Nadie lo discute.

Uno de los asistentes —el más ordinario, por cierto— le dijo que cuidara el cuaderno, no fuera a perderlo.

Días después, lo noté preocupado. En caso de un conflicto serio, si el cuaderno se perdía, su palabra quedaba en el aire. Entonces le hablé desde mi experiencia informática: “En computación también se usa el respaldo”.

Desde ese día, mi amigo el subgerente decidió reescribir cada cosa importante de su cuaderno… en otro cuaderno.

Por si acaso se pierde.

Texto agregado el 14-10-2025, y leído por 48 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
16-10-2025 Me encantó este texto: es divertido, cercano y lleno de recuerdos que todos podemos reconocer. Lo mejor es cómo mezcla anécdotas de la infancia con admiración por quienes escriben y registran todo, y cómo termina con ese guiño del subgerente y su cuaderno “por si se pierde”. Muy entretenido y entrañable. kone
 
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