Su idea aquel día era descansar de la escritura. Había llenado de palabras seis hojas apasionadas en tres exhaustivas horas. Seis hojas que no valían de nada, pues eran lamentaciones y rabietas intensas (y densas… cuasi crípticas) que ningún lector podría tolerar. Y, efectivamente, eran seis hojas de pura congoja narcisista… un canto dolido dirigido a su propio corazón.
Pero la escritura para él no era eso. O debía ser mucho más que eso. De modo que descartó ir a dormir y buscó algo en qué inspirarse, algo de qué hablar con estilo, pasión y armonía. Miraba la hoja cuadriculada en la pantalla luminosa de la computadora, esperando algo como un evento inesperado, alguna unidad que manifestar en diversos elementos relacionados profundamente, más allá de cualquier apariencia.
Pero titilaba el neón; los pixeles, en su quietud intermitente expresaban la blancura del pensamiento de cucaraña cebolledo, iracundo y ansioso por no ser nadie en el ámbito que quería ser único. Con el lápiz, dubitativo, dibujó un posible título en el monitor: SINFONÍA FÚTIL DEL DESENCUENTRO DE DOS NOTAS. Inmediatamente arrepentido espachurró corrector sobre las letras, dejando algunas líneas visibles, producto de su desprolijo descontento. Se levantó de su mesa-escritorio decepcionado de sí, agarró una fruta amarilla que estaba sobre el armario y, mientras comía, se dijo con entusiasmo que soñaría tan nítidamente que al día siguiente aún recordaría lo soñado a la hora de escribir, y entonces ningún crítico abollaría ya más los innumerables vagones de la locomotora de cuentos cortos, largos, ensayos y poemas que enviaba diariamente (aunque no quisiera) a los concursos literarios en vigencia.
Sin embargo, al despertar recordaba una imagen decadente de un sueño vulgar; un pequeño apéndice medio de una larga historia cuyo pasado no encontraba en su memoria y que el despertar le privó de un futuro: sólo un ladrón doméstico esperando que su madre se alejara del monedero que reposaba en la repisa de la cocina ¿Y las escaleras laberínticas? ¿Y los paisajes inexistentes? ¡Aunque fuera la cama inmóvil de Van Gogh! Pero nada, sólo ese recurso delictual le había dado el sueño de ocho horas. Además, había despertado desganado y desprovisto de ocupación. La computadora no regresaba hasta la tarde y las llaves para salir de casa no aparecían por ningún recoveco. Para colmo, el perro del vecino, cada vez que estaba solo (como era el caso) rascaba incesante el enchapado de la puerta, provocando un estridente e irritante traqueteo. Comprobó con angustia que no podría desayunar, pues únicamente había verduras azules; ni posibilidades tenía de recorrer su encogida casa materna, ya que las sandalias que encontró no servían para desplazarse con seguridad por la nieve puntiaguda.
Así las cosas, quiso reconciliarse con el sueño, pero éste con sorna le mostraba desde la calle, a través del ventanal (cerrado con candado) las llaves que abrían todas las posibles aperturas de la casa; después de enseñarle veinte enojosas morisquetas salió corriendo por las veredas primaverales con las botas para nieve colgando por los cordones del cuello, a modo de amuleto.
-¡Pues si no puedo escribir, ni comer, ni caminar, ni salir ni dormir, valga la pena y el agobio este canto entonado por mi agónico nieto hasta su último hálito!
Y se puso a cantar:
“El espíritu amor-guerra
Con que la’güela nació
Nunca desapareció
cuando robaste sus tierras.
Mucho las personas yerran
Con su codicia constante,
Pero siempre hacia adelante
Con renovada potencia
Y apasionada estridencia
Va continuando el aguante.
Defendemos nuestra vida,
Ésa que vuestro vil hierro
Va mandándola al entierro
Y en la tierra abriendo heridas.
No creemos en la huida,
Y si gritamos más fuerte
O escupimos a la muerte
No es un desprecio a los dioses
Mas sí a tus ojos atroces
Que todo han dejado inerte.
Querís que la gente calle,
Pero inflaremos el vientre
Hasta que en el aire encuentre
Canciones de hermoso talle.
Con verdad de bosque y valle
Nuestro pueblo siempre hermano
con cadenas en las manos
y descalzo pie germina
La semilla bailarina
Que reverdece pantanos.”
Aunque intentó proseguir, su pecho se desmoronó en estertores que ahogaban la fuerza de su voz; se arrodilló en un llanto lamentable (opacado por el ruido que hacían las garras del perro del vecino). Con ritmo sincopado expelió la rabia a puñetazos severos sobre el filo del hielo. Sangraban sus nudillos, y su corazón latía al compás del recuerdo de su nieto fallecido por culpa de esos déspotas controladores de la organización tecnológica.
El Control y Transporte Automático de Maquinarias (CTAM) arruinó un sinfín de ocupaciones. Pero en su familia, la expresión abolida fue la literatura. Los arruinaron desproveyéndolos de posibilidades para manifestar la inspiración y la creatividad desde la noche (atravesando la madrugada, el amanecer y la mañana) hasta el comienzo del atardecer, otorgándoles la computadora sólo de diecinueve a veintidós horas, las peores para la invención. La celulosa de la pantalla no era corriente y ningún lápiz existente era capaz de colorear papel común, paredes, papel mural, pizarras, murallas, madera, cemento, ropa, piel y si algún radical intentó alguna vez redactar su obra maestra con sangre propia o ajena, al instante ésta se camufló adquiriendo el color de la superficie donde la depositaron, producto del transparentador que anualmente debían inyectarles en su propia casa los técnicos en enfermería contratados por la institución ya mencionada. Así que toda escritura se había transformado en bodrios crepusculares. Podría pensarse que como única salvación se encontraba la resistencia de la oralidad. Sin embargo, aún por razones desconocidas (aunque se sospechaba que estaba relacionado con la inyección), la memoria de todo el universo literario, dramático, filosófico y lírico, carecía de facultades retentivas. Sólo existía un poema memorizado por todos: el de Mario, nieto de cucaraña cebolledo, quien casi delirando en su lecho de muerte declamó por varias horas un poema inconcluso que si bien no era bello, era el himno que daba fuerzas a las pocas vidas que hoy persisten en escribir ficciones.
Mario habría podido salvarse de no ser por la negligencia del Organismo Estatal, cuya subdivisión Control y Transporte Automático de Maquinarias lo privó del oxígeno suficiente… más aún cuando incansable profería su irrenunciable acto de lucha contra el nuevo gobierno cosmotecnocrático.
[Es por eso que Melisa, nieta-sobrina de Mario, con ideas menos anticuadas, bien preparada en su escuela y siempre del lado de su familia, optó por buscar un puesto en la Facultad de Reconocimiento y Homenaje para personas Desconocidas, una carrera prometedora, pues se decía que la Historia que el Hombre había escrito hasta entonces era arbitraria y enfocada sólo en generalidades como guerras, conquistas, imperios, culturas, etc. Es cierto que también se hablaba de próceres, pero de esas mismas generalidades, y se entendía ahora que lo verdaderamente importante, es decir, las vidas de hombres y mujeres comunes, necesitaba contarse; tal como la astronomía daba un vuelco y se despreocupaba paulatinamente de planetas, nebulosas, galaxias y constelaciones, posicionando su mirada en ese enorme vacío del que pocas cosas se habían dicho, pues no representaba, en apariencia, fenómenos relevantes. Todo el conocimiento se había enfocado en lo perceptible, es decir, la minoría de lo cognoscible].
El sueño llegó a eso de las seis, trayendo consigo las llaves, que era lo que a cucaraña cebolledo le preocupaba. Sin embargo, venía con un invitado de presencia poco agradable, es decir, intachable según los nuevos cánones cívicos, aquellos que cucaraña cebolledo había visto mutar junto con estilos literarios y pictóricos, paradigmas de todo orden y aparatos tecnológicos. Si de él hubiese dependido, no le habría permitido ingresar en sus aposentos, pero el sueño no le permitió impedir nada, sino que zalamero y frágil instó al tipo a entrar sin inhibiciones e incluso obsequiándole, para que su desplazamiento no se embrollara con las estalagmitas, las botas para nieve de cucaraña cebolledo, con una profunda reverencia. El hombre de rostro vulgar (inidentificable) con pinta de funcionario semi-importante, aceptó con gusto el calzado y penetró el portal de la puerta rojinegra del hogar de cucaraña cebolledo. Éste, contrariado, con ganas de increpar a los dos que llegaban y sentimientos de despecho, intentó acercarle al individuo una silla a la mesa-escritorio con gran dificultad, pues sus sandalias veraniegas le hacían resbalar y tropezar, enterrarse en las costillas o en la espalda vértices de muebles y afirmarse de lo que tuviera a su alcance. Cuando por fin situó la silla en el lugar que pretendía, se dispuso a darle la mano al sujeto, pero un nuevo traspié le obligó a buscar cualquier cosa firme en que sostenerse, mas sólo encontró un plato plástico y el impulso generado por la fuerza con que se sostuvo le hizo girar sobre sí para no caer, con los brazos extendidos, como en un ballet anticuado y, sin que lo planificara, sus propósitos agresivos se satisficieron instalando el plato plástico en la mandíbula del "invitado”, cuyos ojos, desorbitados y expandidos por el impacto, le daban un aire de sapo recién encantado por una bruja de los cuentos para niños de hace siglos.
El sueño socarrón, entre burlas y carcajadas extrajo a tirones el plato junto con la dentadura del pseudo-huésped quien, con cara de ofendido desfigurada exclamó:
-Ejto jeñore’h e’h inajectaule, io benía a proponerle ejten’ner la ‘urasión ‘el uso ‘e la computa’ora, puejto que le habíamo’ otorga’o el premio mácjimo por una ‘e su’h obra’h, pero ahora olbíe el premio y la computa’ora. Ji tiene algún reclamo y/o jugerenjia ‘iríjaje a ejta ‘irecjión –lanzó una tarjeta a la ahora mesa-simple-mesa-. Y no je le ocurra prejentarje jin una ‘entaura nueba echa a mi me’ía.
Y comenzó la retirada a largas zancadas. El sueño liviano se apresuró a abrir la puerta y, descolgando un saco del perchero de cucaraña cebolledo, se lo pasó al furibundo funcionario de Control y Transporte Automático de Maquinarias; éste se lo colocó y atravesó el umbral de la puerta, dio media vuelta y dio un portazo que espantó tanto al sueño como a cucaraña cebolledo, quien no alcanzó a participar de ningún diálogo por dos razones: una, que el funcionario nunca cerró la boca mientras se retiraba y dos, cuando lo hizo para marcharse se distanció muy rápido por la ventaja de su calzado nuevo (aquel que el sueño le regaló). Y como a cucaraña cebolledo le parecía que un diálogo no se entabla a gritos, optó, aunque desconsolado porque su mesa-escritorio ahora era mesa-simple-mesa, por quedarse callado y asistir con una dentadura nueva al lugar que tuviese que ir, a exigir el complemento de su mesa (la computadora) y, por supuesto, los beneficios que le correspondieran por obtener el primer lugar en quizás qué engañifa de concurso y con qué bodrio de obra. Pues, aunque se tenía estima, sabía que sus obras eran simples bagatelas desde que la inspiración y el lápiz se divorciaron por el arbitrio de los que arbitrariamente ahora le declaraban vencedor y arbitrariamente al instante le destituían de su recién obtenido título.
cucaraña cebolledo vivía en la periferia de una ciudad tumultuosa. No gustaba de salir demasiado, pues cada vez que lo hacía corroboraba molesto lo gris que se había vuelto la ciudad. Recordaba que no hace más de veinte años que cuando la primavera afloraba, durante el verano e incluso en otoño, múltiples parasoles se esparcían como esporas de algún hongo venenoso y colorido, dando la impresión de que la urbanidad era vida siempre naciente, florida, rozando lo rural, diferenciándose de aquello sólo por la densidad poblacional y el tipo de ocupaciones ejercidas por sus habitantes. Las construcciones eran orientadas a una estética más que a una función productiva. Hoy en cambio, la ciudad era eso: una mala función de una mala obra y sus pobladores malos actores de una triste vida. Triste, más que por la monotonía, por la exigua validez que esa monotonía suponía para el poblado: todos iban y venían a destinos no elegidos; ellos habían sido elegidos por sus destinos de funcionarios, empleados de enriquecidos fantasmas sonrientes, esclavos de llamativos anuncios que llamaban al buen comportamiento, a la competencia por el dinero, por la belleza y el reconocimiento superfluo. Y a cucaraña cebolledo le causaba un malestar profundo constatar, al desplazarse por esas calles atestadas de apuro humano y mecánico, que su vida no era diferente, que él también era esclavo de un destino esclavizante, que a su casa no la ignoró el invierno perpetuo, que su oficio (su adorado oficio) no escapaba a ninguna regla ni abría puerta alguna a las posibilidades de un sueño cautivador mientras se le contemplaba.
Pese a todo, cucaraña cebolledo sacó de debajo de la cama su parasol verde desgastado por el desuso y caminó por la ciudad con la vista en alto, haciendo frente a las miradas, en su mayoría hurañas. Sin embargo no todas lo eran: había otras, jóvenes casi siempre, que le hacían un gesto amistoso, una leve inclinación de cabeza, cierta sonrisa cómplice, algunos ojos que parecían querer hablar. cucaraña cebolledo se embriagó de aquellos seres, recordando en un desgarro dulce a su nieto Mario, y deseaba acercarse a ellos más allá de ese saludo lejano, contactarse con ellos, reunirlos a jugar, a crear mundos nuevos con las palabras… pero lamentablemente era más fuerte el aire enrarecido de esa ciudad que arengaba a cada individuo a ser único, irrepetible e incomunicado.
cucaraña cebolledo ingresó al “Emporio Dental”, un círculo de tiendas especializadas en la compra-venta de piezas dentales usadas y nuevas, baratas y caras, bonitas y feas, jóvenes y viejas, enfermas y saludables, chicas y grandes. La primera a la que ingresó tenía por anfitriona a una muchacha de rasgos finos: su nariz levemente respingada producía en quien la observase una sensación de proporción áurea, colocada con perfección milimétrica en aquel níveo semblante de piel firme y ángulos finamente redondeados; poseía unos ojos marrones que entre que se comían al mundo y lo vomitaban con miedo. Su estatura excedía levemente la media en muchachas de su edad (representaba unos veinticinco años) y lo mismo ocurría con su contextura, es decir, era delgada pero bien nutrida. Por ese juego de ojos que absorbían y expulsaban, como respirando, a cucaraña cebolledo le pareció inteligente, o por lo menos ágil de pensamientos y sobre todo de respuestas. Su cabello, castaño y largo, terminaba en ondulaciones que semejaban una cascada.
-Buenos días, caballero, tome asiento por favor- saludó ella con tono cortés, señalando con su fina mano derecha extendida un sillón que estaba frente a ella.
cucaraña cebolledo ya sentado, se fijó que entre ambos fluía un río de diversas piezas dentales: piezas dobles, triples, muelas, tapaduras, etcétera sobre una vitrina corrediza a ras del suelo (como aquellas cintas donde los pasajeros de los aeropuerto van a buscar su equipaje).
-Buen día, señorita, es un gusto conocerla –Contestó cucaraña cebolledo con el mismo tono afable, sin poder contener la última frase.
-Lo siento señor, pero usted no me conoce. O al menos no tendría por qué hacerlo, ya que yo a usted no le conozco.
-¡Oh, es verdad, y qué gusto me da que haga tal aclaración, pues me permite conocer aunque sea un aspecto de usted.
-¿Y qué aspecto sería ése? –Cuestionó con curiosidad la muchacha.
-La capacidad de oír y procesar lo que oye, tratándose de palabras, al menos.
-Pese a ser un juicio halagador, me parece bastante acelerado de su parte concluirlo por apenas una frase. En todo caso, esta es una conversación incontextual… ¿podría decirme qué le trae por aquí?
-Oh, lamentablemente tiene usted razón; en fin, necesito la totalidad de las piezas dentales, idealmente unidas, ya que carezco de experiencia en la construcción de dentaduras.
-En primer lugar, no sé por qué la verdad de mis observaciones le parezca lamentable. En segundo lugar, con respecto a la dentadura… ¿Es para usted? No lo creo, pues su calidad bucal parece en buen estado –“En buen estado, no en óptimas condiciones”, pensó cucaraña cebolledo, que tenía sentimientos encontrados con la señorita, ya que por una parte le parecía cada vez más inteligente, pero en proporcionalidad directa crecía su desagrado por la formalidad y el distanciamiento que parecían sacados de un manual.- Si no es para usted, necesito la medida, ya que no existe, como usted pretende, una dentadura ideal.
-Lamentable no es la verdad de lo que dice, porque no hay tal verdad. Su lógica es tan sólo razonable, pero la razón de esta ciudad me parece, por decir poco, decadente. Me encantaría que compradores y vendedores pudiéramos entablar conversaciones más allá de la compra-venta, puesto que, si no lo olvida, más allá de que yo venga en calidad de consumidor, soy un hombre, un humano, un animal gregario y no lo que se pretende hoy, esto es un individuo competidor que se obstina en obedecer un rol impuesto. Y usted… usted tampoco es sólo una empleada que deba obedecer únicamente a su categoría de vendedora. Me gustaría verle sonre…
-¡Alto! –Interrumpió ella- No estoy aquí para recibir órdenes más que de…
-¡Pero señorita, si yo no quiero obligarla a nada! Es sólo que esta ciudad que he visto extender sus dimensiones ha ido empequeñeciendo su espíritu, se ha ido deteriorando y junto a ella nosotros que la ocupamos. ¿No recuerda en su niñez haber visto cientos de estos artefactos? –Le mostró el parasol abierto, arriesgándose a que la chica se asustara debido a la superstición de que los parasoles abiertos en espacios cerrados atraían la mala suerte- ¿No recuerda que la gente, su madre o su padre quizás, iban con sus hijos de la mano a un almacén donde el vendedor tenía nombre y vida; que se comentaban mutuamente y con detalles los fenómenos que cada cual había presenciado, las empresas que desempeñaban desde que no se veían? El mundo era un sinfín de aventuras en las que todos participaban y querían oírlas tanto como narrarlas. Hoy en cambio es todo tan impersonal que hasta yo tengo vergüenza de lo que soy, de lo que me he vuelto e imagino que todos tienen ese pudor, esa creencia de que no se merece ser conocido. Y es una vergüenza irritante, un pudor indecoroso que nos gobierna… ¿Y sabe por qué nos gobierna? Porque gente como la que usted dice que es la única de la que debe recibir órdenes nos lo ordena, a través de mecanismos y círculos viciosos que nos hace ver todo como un estrecho túnel en subida que tenemos que escalar sin querer a nadie para llegar a una cima iluminada, una isla de felicidad; un auto, una casa, tal vez una familia y vacaciones una vez al año para derrochar las pocas perlas que se encontró en la subida de aquel túnel. Pero sabe qué, ése túnel es una alcantarilla y en lugar de subir baja, nos transporta al vertedero solitario de un vaso de vino y un cigarrillo en las noches para no colapsar. Es por eso que me parece lamentable tener que hablar de dientes –que ni siquiera me pertenecen- con una muchacha que me inspira confianza, lucidez, esfuerzo, pero que se deja engañar, absorber por la corriente huracanada del avance incomunicado… señorita, como dije, no he venido a darle ninguna orden, vine a buscar una dentadura de esta medida –sacó el plato plástico todavía mordido por ese funcionario repudiable- para pagar una injusticia cometida en mi contra. De ayer a hoy me han quitado más de lo que por mi cuenta gasté en los últimos años, y para endulzar esta compra amarga quise hablarle, darle luces de que no somos, pero sí nos estamos volviendo, máquinas de una cortesía maquillada, vulgar, repetitiva. Oh, señorita, perdóneme por llorar y quitarle el valioso tiempo de su labor…
Y ya no pudo continuar hablando. Siempre que una emoción germinaba en su corazón ésta se iba agrandando vertiginosamente y, a la inversa, su capacidad respiratoria se encogía, su cuerpo se volvía espasmos y sollozos, recuerdos de un sueño perdido. Para colmo, cuando un pelotón de agua que obnubilaba su visión rodó del ojo al cuello pudo ver que la mujer estaba absorta mirando la dentadura y cucaraña cebolledo tuvo la desoladora convicción de que estuvo balbuceando solo todo ese rato. Después de terminar su minuciosa inspección, la vendedora (“después de todo, eso es esta pobre niña”) reanimó su cuerpo, levantó la cabeza y con la misma formalidad, aunque con más gravedad y menos vitalidad que antes, le dijo a cucaraña cebolledo:
-Lamento que esté usted tan angustiado, caballero. Esta dentadura no puedo proporcionársela, porque es, contra mis suposiciones, ideal, y ya sabe usted que lo ideal está sólo en las ideas, y mordiendo ese plato plástico, es cierto, pero en ningún otro lugar. Le sugiero que solicite una réplica en el local 508, pero aquí no podemos ayudarlo.
cucaraña cebolledo, ya más calmado, con menos estertores y dándose impulso con una palmada en su pierna para ponerse de pie, contestó:
-Muy bien, tendré que ir a ese lugar, porque cueste lo que cueste recuperaré lo que me pertenece. Disculpe mi sinceridad idiota, prometo no volver a molestarla. Eso sí, permítame decirle que mi nombre es cucaraña cebolledo y que alguna vez tuve la libertad de escribir. Le deseo mucho éxito en sus proyectos… si es que los tiene. Adiós.
Y orientó sus pasos hacia la salida con gran dificultad. Al llegar a la puerta, giró su cuello sólo lo necesario para atisbar con el rabillo del ojo la silueta de la chica, que examinaba exhaustivamente unos colmillos. cucaraña cebolledo destrabó el picaporte, abrió la puerta y se retiró del lugar sin voltearse para cerrarla… para qué, si lo haría sola.
El local quinientos ocho le pareció pequeñísimo. A diferencia de la otra tienda, esta carecía de vitrinas a ras de suelo y de cualquier tipo. Como compensación le pareció que el sitio entero estaba en exhibición, ya que no le fue necesario ingresar para descubrir con qué podía contar en el negocio: Un viejo encogido y aparentemente en constante compresión de sí mismo, de cabellos grises y unos ojillos pequeños muy expresivos que oscilaba de un extremo a otro de una escalera móvil tan vieja como él tocando libros sin leerlos, como si estuviera recordando el contenido de aquellos por medio del sentido del tacto; le entusiasmó notar que los muebles, todos antiquísimos, albergaban una infinidad de libros, e imaginó a un compatriota de su pasado perdido, un soñador, un gran lector de fantasías (“¡quizás también escritor!”), de metáforas que hermoseaban la realidad, o la afeaban, poco importaba.
Cuando empujó la puerta para entrar, una campanilla anunció su llegada, y detrás de unos lentes cuyo grosor impactaba los ojos del anciano, con una vitalidad digna de un felino (aunque cansada, como si fuera un felino viejo) se posaron cómplices sobre nuestro todavía abatido por el episodio anterior cucaraña cebolledo.
Resonó una voz tan particular que con lo único que pudo compararla desde la primera hasta la última vez que la oyó fue un silbido dulce, agudo, liso y firme, como si hubiera salido de una garganta de madera embetunada con miel, pero a la vez agravada, ronca, entrecortada y vieja como si todo lo anterior hubiese sido presionado y arrastrado fuertemente por un rallador de metal. Dijo:
-Adelante, buen hombre, bienvenido, acérquese. Si viene por aquí es que trae un desafío… hijiji, me gustan los desafíos… siempre me han gustado. Pero venga, permítame estrechacudir su mano, está usted ante el antes doctor R., ahora voluntabligatoriamente (si es que es eso posible, hiiijiiji, pero sí, sí, claro que lo es) jubiladócto R., siempre listo para la acción, a pesar de los impedimentos sociales y de los óbicetarios hiiiiiijiji,,, esto de la obstaculedad huiiijijiwajjcjcof cof cof cof! ¡Ay! Que la risa se vuelva tos no es motivo de caralarmarse, semblantraquilice su gesto e histórieme el motivo de su visita.
Como estaba maravillado por esta presentación un tanto informal, creativa y poco común, por no decir insólita, se quedó callado por un lapso de medio minuto (aprox.), pensando en las palabras que unía el anciano, y dándoles el sentido que seguramente tenían. También pensó en que sería mucho más fácil leerlo para comprenderlo de inmediato y así responder rápidamente cuando preguntara algo, o cuando la situación ameritara un cambio de emisor-receptor, como ahora (“¡Como ahora!” se dijo en la mente y comenzó a hablar):
-Buen… buen día, Dr. R, perdón, ex doctor R. Mi nombre es cucaraña cebolledo y me desempeñaba como escritor. Pero desde que la nueva legislación aprobó que la literatura debía ser acotada a ciertos parámetros que, según dicen, proporcionan mayor seguridad en el estado mental de quienes la ejecutan –qué palabra fea ¿no le parece?-, me he sumido en la desgracia de la inspiración intransferible, pues –usted como doctor debe saberlo- las ideas, las mejores ideas acostumbran a nacer de madrugada y apagarse en el crepúsculo, y la computadora sólo me la proporcionaban…
cucaraña cebolledo le contó su pequeña historia apasionadamente, con risas y sollozos que R. no interrumpía ni permitía que fueran incómodos para ninguno de los dos. Cuando el relato concluyó (es decir, cuando llegó al presente de su vida), el Dr. R. conmovido en las profundidades de su alma, pero aparentando una calma comprensiva, le dio a cucaraña cebolledo algunos segundos de silencio y posteriormente dijo:
-Vaya, mi buen amigo, ya sospechaba yo muchas de sus pesagedias. En vano buscaba algún nuevo libro que me transportara por la realidá mediante aventuras desconosibles (¿le ayudo?, desconocidas pero posibles). Es bueno que haya venido, sobre todo a esta temprañera hora, pues siento como si me hubieran leído el último argumento de un libroportueno y si, como usted bien dice, para escribir las mejores horas son las que precisamente le prohibieron, créame (aunque usted como escritor ha de saberlo) que las mejoras para lectura de las mejorescrituras son desde el amanecer al meridional exacto y tambiespués del crepuscuatroras. La réplictadura tomará tiempo, en parte porque imitar lo ideal con exactitultades siempre aparecen y en parte porque no laaré a gusto (esta parte es mucho más importante que la primera). No suelo hacer cosas a disgusto, pero por esta vez loaré, porque (loado sea tu oficio) a pesar de que los dientemonios no son para tústed, sí pueden ayudar a que realicembos dos por lo menos uno de nuestros sueños… ustú reliteraturizar el mundo, comenzando por tiusté mismo, y estéyoldman relecturizar la vista… ¡Ay! ¿Sabe usted que estos ingratontos nos dijeron (a todotros que no tustedes) que debíamos dejar de escribir porque la tinta se estabando y se reservaba a los escritombres? Pero ya sabía yo que no podía ser así, pues si ser así pudiera, no era posible que no aparecieran hermocriaturas de papel enletradas por hermombres (y hermujeres, claro está). Fui a manifestar mi inquietud y usted ni se imagintiras que me han dicho: que el papel tambiéscaso; que las idescasas, por responsabilidad de ustú, que ya no había ánimaban a escribir. Les dije que eso no era verdad, que eso si ocurriera no sería en masa, y que si sucedía no era por azar sino por el zar… y no pudeguir palabrejándome, porque apenas dije “zar” se alertó a la Policía Anti Rebelde (la P.A.R.), y me devolvientó a mis apocenturias de década decadente, pues ya van diez años en que este régimen nos devora la imaginación… Pero, en fin, como decía, tiempomará estadura, alrededor de un mes o dos, dependiendo del disgusto. Pero le invito, durante los días que demore, a que me acompañe por las mañanas a beber un café y comer algún bocado; yo le llevaría, pues no iremos a cualquier boliche, y así otorgaremos al airenidos que en esta ciudad se han ido silenciando… Mi casa también tiene Invierno Perpetuo, pero démonos el placer de esa calidez de la compañía que usted me recordó, quizás sin quererlo, sólo desahogándose ¿Le parece una invitación aceptable?
-¡Por supuesto! –Convino cucaraña cebolledo con los ojos humedecidos- ¡Gracias, muchas gracias! Ahora debo irme a la oficina cuya dirección ese ladrón tiró sobre mi mesa. Hasta luego, señor R., en veintitrés horas apareceré por aquí ¿O antes?
-Wiiiijiji,,, Por el momento, creo que veintitrés horas está bien. Y muchas gracias a usted, estoy seguro de que entre las penas de dos hombres se esconden muchas alegrías que brotan al hacerlos parte de una misma escena.
-Y no sólo alegría; quizás un festín de sentimientos y pensamientos que guardados como semillas muertas en nuestros corazones aislados han de aflorar con el riego de una amistamaradería. ¡Oh, lo siento, es que su juego dan ganas de jugarlo! ¡Hasta mañana!
-¡Hasta mañana! –dijo el viejo, emocionado- lo espero desde ya.
cucaraña cebolledo atravesó el umbral con los ojos cerrados, imaginando que la campanilla que anunciaba su ida eran risas de su nieto Mario, y con ellas acarició su rostro una brisa relajante, fresca, que lavó por un instante todas las densas vivencias que le tenían tan agobiado, tan viejo a su modo de verse. Alegre y sin separar los párpados giró su cuerpo y cerró con suavidad la puerta del local 508. Abrió los ojos y observó un momento a su nuevo amigo que, hurgando entre sus libros, silbaba una melodía inmortal que cucaraña cebolledo no lograba recordar; observó el plato plástico y la dentadura colocados sobre una mesa de vidrio; fundidas ambas partes era una platontadura. Se rió de su pensamiento neologista infantil y dio la espalda a la enorme ventana, dispuesto a caminar por esas calle dolorosas de un presente proyectado en lo negro de una civilización esperanzada en turbias convenciones lógicas sin contenido. Extendió su parasol y avanzó con paso renovado. Sintió que lo seguían.
-Habré olvidado algo y R. viene a dejármelo –dijo a nadie a media voz.
-Usted no olvidó nada, fui yo quien recordó una infancia colorida gracias a usted… -dijo la voz de la muchacha de la primera tienda.
cucaraña cebolledo se volteó sorprendido.
-¡Es usted!
-Sí, soy yo –dijo ella, y sus ojos decían tener un pudor que no querían, respirando agitados y mirando ávidamente.
-¡Pero es que si estaba contento, ahora mi felicidad tiene las magnánimas alas de una mariposa incandescente! –contestó cucaraña cebolledo intentando darle confianza a esa mirada de niña avergonzada, culpable. Sus palabras tuvieron un efecto positivo, aunque impensado por él, pues la chica corrió hacia su cuerpo y lo abrazó fuerte, llorando y repitiendo sin cesar:
-¡Mi nombre es Helena, señor cucaraña cebolledo, mi nombre es Helena y le estoy agradecida infinitamente!...
-Helena, hermoso nombre, mujer. Qué antiguo es tu nombre, muchacha.
-Sí, como mi infancia.
-Sí, como tu infancia y mi dicha, antiguo como el asombro y las palabras que nos salieron con él.
-Sí, antiguo es mi nombre, pero nuevo el asombro que me obsequió con sus palabras. Pero dígame ¿Hacia dónde se dirige? ¿Puedo hacerle compañía?
Quiero ser tu hija. Yo perdí a mis padres cuando pequeña. Me adoptó una familia que ya estaba compuesta. Yo sólo vine a agregar el prefijo “des”… sólo fui un exceso. Extrañaba los paseos con mi padre, los juegos con mi madre. La familia que me crió no paseaba ni jugaba conmigo. Sí lo hacía con Max, el hermano que no fue nunca mi hermano. Tenía, tiene, cinco años más que yo. Es un violador. Pero es demasiado simpático para que alguien lo crea. Yo sí lo creo, porque fui, porque soy su víctima. Me separé de aquella familia tan pronto como pude. No he vuelto a saber de ellos y afortunadamente ellos tampoco quieren saber de mí. Nunca supimos nada, ni yo de ellos ni viceversa. Salvo Max. Yo sé que es un violador y un monstruo maquillado de humildad, subgerente de CTAM, acosador de funcionarias que se dejan violentar y asiduo reclamante de mi amor, que jamás podría darle, que nunca le daré. El sabe de mí que tengo un cuerpo que le excita. Cree de mí, como su familia, que soy idiota o algo por el estilo. Es que al principio pensé que me querrían, que pasearíamos, que jugaríamos. Unos meses me bastaron para darme cuenta que yo era un apéndice. Ahora que digo unos meses me pregunto si en realidad mi cabeza tendrá algún tipo de retardo. En todo caso, al notar que mi presencia les molestaba enmudecí para ellos. En el colegio hablaba, tenía amigos, buenas calificaciones. En mi interior tenía un profundo malestar. Cuando terminé mis estudios primarios me marché, consciente de que suspiraba yo y mis tutores. Consciente de que no sería fácil. Lo único que me empujaba era la esperanza de vivir tranquila. Para ese tiempo, yo sólo recordaba lo mustio de mi segunda infancia y lo patético de mi adolescencia. No había niñez, ni padres verdaderos, ni paseos ni almacenes. Conseguí este trabajo que no me otorga satisfacción alguna, salvo la de “independizarme”. Pero mi independencia traía ciertos traumas. Conocí a un hombre y no pude darle nada, sólo esperanzas: lo único con lo que salí de esa horrible casa es lo único que he podido entregarle a este muchacho que amé… que sigo amando y no puedo darle nada.
Quiero ser tu hija. Ya siento tu tristeza. Me gustaría poder escribirte esto, pero no hay lugar en esta ciudad para los escritores, como no hay lugar para mis padres ni para ti. Yo pensé que tenía un sitio, un rincón en que podría florecer al salir de aquel espesor pantanoso, pero heme aquí desorientada, viviendo cada día el sabor amargo de la inutilidad de mi independencia. Y tú, escritor-padre cucaraña cebolledo. Me arrastraste a mis primeros años con tus lágrimas, con tus palabras que me agradaban pero que mi costumbre espantó. Te espantó y me arrepentí cuando te ibas caminando como un padre con tu parasol verde, cual hijo loco que paseabas con paciencia y orgullo. Aún así me mantuve apernada a la silla, con la expresión de empleada de ventas que espera un cliente. Pero en realidad me derretía en el horizonte de mi memoria que no chocaba con la tienda del frente, sino que avanzaba (retrocedía) y traspasaba las etapas d mi vida hasta llegar al arcoíris y desenterrar el tesoro que viniste a regalarme.
Quisiera escribirte esto, pues no sé cómo decirlo. Te lo dije al abrazarte, al revelarte mi nombre, al ofrecer (pedir) acompañarte, caminando a tu lado te lo dije y también ahora que te exasperas porque se niegan a darte una entrevista sin la dentadura nueva para el pelmazo que irrumpió en tu casa utilizando tus botas para nieve y “sin una carta formal informando detalladamente su petición y/o denuncia”… ¡Una carta, amigo cucaraña cebolledo, padre mío, cómo quieren que les traigas una carta si no hay cómo escribir!...
cucaraña cebolledo salió malhumorado de la Oficina de Atención y Servicio al Cliente del CTAM. (“Como si hubiese elegido ser vuestro cliente”). Ya estaba fuera del enorme edificio cuando sintió en su mano un contacto dulce, que le recordó sus antiguas caminatas con las pocas amadas que correspondieron a su amor. Sin embargo esa chispa de pasado era diferente de la sensación actual; sentía un calor tremendo venido de un cuerpo empequeñecido por sí mismo… entonces en la memoria se colgó de la mano de su madre. Sin embargo, tampoco era aquello, pues cuando él iba con su madre, le apresaba un calor tremendo salido de un cuerpo gigante, las manos de ella. La velocidad del rayo de los recuerdos superaba al direccionamiento del ojo y a la formulación de pensamientos. Sólo recién nacía una pregunta: “¿Es que siento acaso lo contrario, como si yo fuese mi madre?” Y miró su mano. Vio, en efecto, otra que la agarraba. Pero ¿De quién? Se preguntó súbitamente, sacudiéndose el hastío en un estremecimiento de entrañas y músculos sentimentales:
Lanzó sus pupilas a esa masa tierna que lo tomaba, resbalaron en las uñas, se deslizaron por las tres falanges del mástil más largo, se revolcaron por las cuatro dunas y antes de llegar a la más lejana se balancearon en el valle que separa índice y pulgar; se adentraron en un pliegue descendente, leyeron las líneas de la palma de su mano y también las de la otra que se asía a la suya en una salina contracción líquida. Por una grieta sus bolitas miradoras retornaron a las dunas contrapálmicas femeninas, treparon por un largo sendero suave con pequeñas algas rastreras coloreadas de miel por las punzadas oblicuas del astro diúrnico, humedecidas por la fiebre de cariño. Envolviendo este camino luminoso, las miradas serpentearon por el brazo; oyeron rojizos riachuelos, detuvieron un momento el ascenso y olieron y se empaparon del aliento pegajoso y ácido de un precioso recoveco cavernoso cuyas saladas vellosidades nunca habían sido eliminadas, como solían hacer las mujeres. Con esfuerzo se agarraron de puntos de vacío respirante, se posaron en la falsa cumbre (huesos detrás de piel sin grasa) de aquel monumento vivo, recorriendo en un lamido extasiado ese tallo grueso y largo, se nutrieron de cada pliegue tenso, ínfimos vestigios de la existencia de enredaderas crecidas y arrancadas del gran murocuello; se agarraron por fin de la barbilla y jugueteando por la viva carne de unos labios, néctar aterciopelado, saltaron a ese montículo proporcionado hasta lo escultural… Pero sólo supo de quién era esa mano cuando las pupilas fueron succionadas por los ojos de ella en menos de un segundo, para de golpe devolverlas a los ojos de cucaraña cebolledo en un vómito medroso. El recién vuelto a la vista, anonadado, petrificado, pudo solamente exclamar:
-¡Hija, Helena, Hamiga, Hermana! ¿Qué malos encuentros hicieron a tu belleza tan temerosa?
Helena cayó y apoyó su costado derecho al izquierdo de cucaraña cebolledo. Acoplados reanudaron la marcha, sin que ninguno supiera la dirección que llevaban. Estaba contenta, sentía que cucaraña cebolledo lograba escucharla en su mutismo verbal, que descubría la poesía agónica de sus gestos, que en un flujo de observación líquida le arrancaba esa pastosa existencia de cosa móvil y volvía a hacerla humana, mujer.
Caminaron sin palabras, contentos, por las calles grisáceas opacadas por las sombras de los edificios. Una bifurcación se les cruzó. Sin elegir, continuaron dando pasos guiados por el peso que Helena depositaba con afecto en cucaraña cebolledo y llegaron a las puertas metálicas de un parque al que ingresaron sin leer su título, anunciado en un arco ferroso instalado por sobre la reja de dos puertas: DEPÓSITO DE CADÁVERES EN LÁPIDAS APILADAS. Sólo se percataron de dónde estaban al ver las enormes repisas que sostenían una biblioteca de epitafios, título y contenido de cada libro sellado para siempre. En lugar de marcharse, se quedaron leyendo:
“aquí yacen las raíces truncadas de un árbol que se secó”; “mi muerte no es motivo de angustias ajenas”; “aquí muero cada día”; “la vida continúa en otro pueblo, este pueblo”; “basta que alguien me piense para ser un recuerdo”; “a la vida de gusano floreció ésta que fue de hombre”; “el fin (tomo uno)”; “me contento con distinguir la primavera del invierno”; “el porvenir de mis actos truncados se proyecta en ti que lees”; “adiós corazones, fueron mi vida, y ahora son vida, mas no mía”; “las sensaciones seguirán pulverizando mis huesos”; “pasó su vida pensando en la muerte”; “no quiero flor ninguna, me conformo con oleajes de plumas de paloma que me obsequie y quite el viento”; “dios, lo que se da no se quita”; “tristezas y alegrías duermen juntas hoy”; “nunca me aburrí de vivir”; “se murió temblando de miedo”; “mosaico de ruidos silentes”; “aquí se plenifica la síntesis de dos extremos”; “entendí tardíamente que era absurdo vivir así” “nacida mariposa, me declaro crisálida con porvenir de oruga”; “mi retrato lejano de espacio y tiempo se constituye en un paulatino presente con sabor a osamenta raída”; “preferí asistir desnudo a este espectáculo incomprendido”; “mi aislamiento al fin será esparcido en un estallido lento que me dispersará antimolecularmente”; “comprendí que existía porque el tejido de lo real es imperfecto”.
Melisa aborrecía la historia. Más aborrecía la tan frecuente pregunta “¿Por qué entonces elegiste esa carrera si no te gusta la historia?” y se indignaba todavía más cuando se le agregaba la frase “… si al menos estuvieras segura de que te dará un buen vivir”. Cuando el verbo final era sustituido por la variante adverbial “futuro”, su tez se amorataba y hasta parecía despedir humo por las orejas y fosas nasales. Jamás respondía, consideraba indignos de sus ideas a esos seres que 1. no sabían diferenciar la historia de la investigación particular, es decir, literatura verídica; 2. sólo les preocupaba la plata; 3. calificaban la vida y la dividían con bien y mal; 4. esta calificación la asociaban al pedazo de tiempo que nunca existe. HISTORIA-DINERO-BIEN-VIDA-FUTURO. Era aberrante oír en 5.7 segundos dos oraciones cargadas de conceptos errados.
Estaba esperando la entrada del docente. Su primera clase: Recopilación de testimonios ¡Qué alegría! Finalmente encontraría la manera de dar el valor que merecían a todas esas vidas desdeñadas por la Historia. La Historia era su enemiga, sólo sublimaba acciones de gente de las que se decía cambiaron el curso de un conjunto, un país, un continente, la humanidad. Pero ¿Qué sería de esos pomposos personajes, heroicos o terribles sin la mayoría de la gente? Cada granito de arena que la Historia no contó entre sus manos eran muchos más pesados juntos que la totalidad de las piedrecillas que reconocía.
La sala de clases constaba de dos computadoras por “alumno”. Una para el hemisferio izquierdo y la otra para el derecho. Melisa recordó haber oído de esta tecnología en casa de su bisabuelo-tío cucaraña cebolledo, en las interminables conversaciones entre él y su tío abuelo Mario, fallecido hace un año.
-D… (Tono de intención lúdica).
-¿Sí?
-Cuéntame un canto de cinturas de cantina centenaria (Tono suplicante).
-(Risas) ¿De dónde sacas esas ocurrencias?
-No lo sé, de algún lugar de mi cuerpo… (Silencio evidente de duda atmosférica) Quizás de mi cabeza, pero de esa que tiene necesidades antiguas, reprimidas… ¿cómo es que se dice?
-Inconsciente (Respuesta automática).
-¡Eso! (Voz de acertijo resuelto)
El caballo comía como si hace días no lo hiciera. Y tal vez no lo hiciera hace días, pues se decía de su dueño que era tacaño con los suyos, a diferencia del trato que daba a los otros, por quienes despilfarraba todo lo que tenía e incluso más. Pero no sabemos si el caballo, pese a ser de él, era de los suyos o era de los otros, alternativa que explicaría el exceso (más que la necesidad) con que el caballo devoraba los fardos de paja dispuestos en círculo a su alrededor.
Cuando abrió los ojos, lo primero que vio fue la infinidad de las palabras y lo público de la muerte, representada incluso en las nubes crepusculares, coloreadas, demarcadas, difuminadas y disueltas en el borrador de los dioses de turno. Los pájaros no saciaban su sed de inscribir natalicios en el viento que borboteaba en cada uno de sus cantos. Parpadeó. Jugó a pensar, por medio de artes adivinatorios, en qué lugar estaba haciendo girar sus ojos, manteniendo la cabeza inmóvil. Sin embargo, no fue la mirada la llave de acceso a la comprensión geográfica de su presente, si no el roce tibio del aliento de Helena, que esparcía su deliciosa fragancia en el cuello largo de cucaraña cebolledo, embelesado por el recuerdo de la imagen de la mujer que estaba a su lado. Sintió entonces que su cerebro se vació y al instante se llenó de la intensidad de sus ojos. Luego obnubiló la mirada sin juntar los párpados y comenzaron a salir primero letras, millones de letras que tenían la forma de las manos de Helena, que tenían el pelo de Helena, que tenían las lágrimas de Helena, los dientes de Helena. Más tarde fueron palabras que descomponían esas formas; que transformaban las manos de Helena en raíces, en manto, en temblor, pliegues, sudores y ternura; que transformaban el pelo de Helena en cascada, en hojas de sauce llorón, en medusa, en enredadera; que transformaban las lágrimas de Helena en cristales de agua que sacian la sed, en vertientes salinas salidas de los ojos de Helena, que ahora se transformaban en historia, en música, en tensión, atracción y contracción; en clavos y en lenguas. Pero un segundo después esas palabras se extendieron en frases, y esas frases fueron confeccionando párrafos, y esos párrafos se tomaron una, dos, mil hojas. De pronto habían cientos de galaxias de libros que hablaban ya no más a Helena, si no al delicioso sabor de la vida, del universo, del todo, del absoluto imparable que se expandía en el lenguaje de cucaraña cebolledo.
Un sobresalto le trajo de nuevo al espacio tiempo cotidiano y cucaraña cebolledo gritó “¡La verdad nunca podrá ser dicha porque si fuera dicha la verdad estaría hecha de palabras!”. Helena ladeó la cabeza como un perro que no entiende, pero quiere a quien no entiende. cucaraña cebolledo, aterrado de tener que explicar tan terrible hallazgo extraído de tan majestuosa visión a tan inocente criatura, plasmó las suelas de sus zapatos en el pasto sobre el que se encontraban, aplicó su peso sobre ellas extendiendo sus piernas, rechinando sus rodillas articuló una posición como de quien inicia una carrera y salió, en efecto, huyendo más veloz que un tren de esos metálicos y subterráneos, eléctricos y atestados de gente.
Helena no se sintió inquieta. Como el mismo perro que no entiende supo (“porque no es necesario entender para saber”, se dijo cucaraña cebolledo cuando se dio cuenta de lo ocurrido) que volverían a buscarse y, por supuesto a encontrarse, donde fuera. Y contenta de tener un amigo extraño y lleno de cariño le dijo al gato que iba acariciándose en los arbustos que la rodeaban:
- El lugar no tiene importancia. Imagínate que nos conocimos en un sitio que no podrías adivinar. Y menos podrías imaginar que alguien como él estuviera ahí. Es mejor seguir caminando, acariciando los árboles, escalando estas montañas falsas, patíbulo tras patíbulo hasta que la sentencia sea real ¿No te parece, amiguito?
El gato la miró y ladeó la cabeza con cara de perra que no entiende, cambió la dirección de sus graciosas pisadas y depositó su peluda y cálida existencia en el enfaldo del vestido sobre sus piernas cruzadas de la altura de las canillas, no sin antes amasar las gratas piernas de Helena. Finalmente la miró y dijo
-Miaaaaau.
Enternecida y ruborizada se quedó mirando unos minutos una hoja de pasto rodeada de húmeda tierra y un río de innúmeras hormigas que fluía en dos direcciones al mismo tiempo. Luego se acordó de que cucaraña cebolledo salió corriendo y, convencida de que no volvería se dispuso a ponerse de pie para salir del cementerio. Entonces recordó que tenía al gato en su vestido y lo tomó.
-¿Quieres vivir conmigo?
-Miaaau
-Mi casa no tiene patio, creo que no te gustaría mucho. Aunque puedes salir cuando quieras, te dejaría abierta la ventana que da a la calle. En la calle no pasan muchos perros…
Mientras hablaba, dejó respetuosamente al felino sobre el suelo verde acolchado natural colocado artificialmente y comenzó a caminar, sin dejar de expresarse por medio de sonidos en voz alta
-… y no sé, podemos jugar con lana las veces que quieras. Cerca hay una plaza.
La mujer se detuvo súbitamente y se sentó frente al gato, que la seguía.
-¿Sabes? No puedo obligarte, y si vas ahora te puedes ir cuando quieras, vivir en un lugar no es nada eterno. Yo también me voy moviendo, o al menos sé que eso es lo que necesito hacer. De modo que no te preguntaré nada, sólo te invito a mi casa. Gato, me tengo que ir, te invito a mi casa.
Le dio un beso en la nariz, se levantó y comenzó a caminar rumbo a su casa.
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