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El Leviatán del Pacífico

Era el año de 1598 y desde el puerto de Manila los últimos rayos del sol caían sobre el Nuestra Señora de la Concepción, un galeón que unía Filipinas con Acapulco en la legendaria Ruta del Galeón de Manila. El navío, largo y robusto, parecía una ciudad flotante. Su casco de maderas nobles se abría hacia la proa con elegancia, mientras sus tres palos elevaban velas cuadradas que, al desplegarse, captaban los vientos alisios del Pacífico. La mesana, una gran vela triangular, aportaba maniobrabilidad y un aire casi majestuoso al conjunto, como un ave inmensa suspendida entre cielo y mar.

En sus bodegas dormían las riquezas de Oriente: sedas, porcelanas y especias. Bajo cubierta, los cañones aguardaban su momento de furia, guardianes de hierro contra corsarios y tempestades.

Al mando estaba el capitán Don Rodrigo de Valenzuela, hombre de semblante severo, piel curtida por el sol tropical y ojos grises que parecían atravesar la espuma del océano. Su barba corta y canosa acentuaba el aire de autoridad; su voz, profunda y medida, resonaba sobre la cubierta. A bordo, el galeón transportaba a más de 300 almas: una tripulación de cerca de 150 hombres entre marineros, grumetes y oficiales, junto a una guarnición de 70 soldados que protegían el cargamento. Además, numerosos pasajeros se agolpaban en sus cubiertas y bodegas, todos esperando llegar al Nuevo Mundo.

El viaje, como era de esperar en la temible ruta del tornaviaje, fue un calvario desde el principio. Durante las primeras semanas, el calor bochornoso dio paso a una sucesión de tormentas violentas. La tripulación se vio obligada a navegar con cautela hacia el norte para poder alcanzar la corriente del Kuroshio, la autopista oceánica que les permitiría cruzar el Pacífico de forma más eficiente. Sin embargo, para cuando el galeón ya llevaba más de tres meses en alta mar y se encontraba en la inmensidad del océano, la tripulación había resistido ya varios tifones.

—¡Atentos, hombres! —gritó Don Rodrigo—. Cada vela, cada jarcia, cada carga es vuestra responsabilidad. No permitáis que la mar nos tome desprevenidos. Este galeón no solo transporta riqueza, sino la honra de España.

Luego, el buen clima los acompaño durante varias semanas, sin embargo, todos sabían que esto no duraría para siempre. Durante una tarde, los cielos añiles viraron hacia un sueño gris de pesadilla, las primeras pinceladas del desastre se dibujaron sobre las aguas. Un viento inquieto, como el aliento de una bestia dormida, empezó a susurrar entre los aparejos del galeón. El océano, hasta entonces una lámina de seda, comenzó a rizarse en pliegues de amenaza. Las aguas, que por semanas se mostraron engañosamente tranquilas, se tornaron de repente en un infierno verde y violento. Nubes negras, densas como el lodo, cubrieron el horizonte en minutos y el viento, lejos de ser un susurro, aullaba con una fuerza que hacía crujir las maderas y silbar los cañones de babor a estribor.

En el puente de mando, el Capitán, observó el horizonte.

— Maestre… ordene asegurar el aparejo.
—A la orden, Capitán —respondió Don Jorge, maestre, con la voz curtida y más seca que una gaviota en el desierto.

El contramaestre, de un brinco, se puso en acción. Hombre de manos como garras de águila, cuya voz era un eco ronco de innumerables temporales, gritó:

—¡Todos a cubierta! ¡Asegurad los cañones! ¡Y a los aparejos, a toda prisa! ¡Que el viento se ha vuelto una espada y el mar un escudo a punto de romperse!

El sonido de las velas siendo arriadas fue como un coro de alas de gigantes plegándose en el caos. La nave, que antes navegaba orgullosa, se encogió, como un animal que presiente el peligro. La lluvia llegó, primero como un murmullo de cristal, luego como un diluvio que cegó el horizonte.

—¡A la caña, cuatro hombres! ¡Que nadie suelte el timón, por Dios! —ordenó Don Rodrigo.
—La nave es una pluma, Capitán —dijo Don Jorge—. El oleaje crece y amenaza con arrancarnos las entrañas.
—No lo permitiremos. ¡Mete la proa en la ola! ¡Qué la nave se beba la borrasca de frente, no de lado! —rugió Don Rodrigo.

El galeón se inclinó, crujiendo como una caja de huesos viejos. El mar, ahora una montaña de agua negra se abatió sobre la proa.

—¡A las bombas de achique, todos los disponibles! —el contramaestre gritó, su voz casi inaudible bajo el rugido de la tormenta—. ¡Hace agua, Capitán! ¡El mar quiere entrar por todas partes, como un fantasma que busca cobijo!
—El viento ruge, Capitán, parece que nos habla de la furia de los muertos. ¿Qué hacemos? —preguntó Don Jorge, temblando bajo la lluvia.
—Navegaremos a palo seco, Maestre. Que el mar nos lleve y Dios nos ampare. No hay velas que aguanten esta furia. ¡Dejad el timón firme en proa al temporal! —respondió Don Rodrigo, inmóvil, contemplando el remolino furioso de la tormenta.

El temporal había alcanzado su punto más feroz. El galeón Nuestra Señora de la Concepción, despojado de sus velas y cubierto por la furia del océano, resistía como un animal herido. La lluvia caía como metralla de cristal, y el viento rugía entre los mástiles desnudos con la voz de los condenados. Los marineros corrían entre los aparejos, atando, asegurando, rezando. En la bodega, las cajas de porcelana, especias y sedas chocaban entre sí, como si el propio navío tuviera un corazón que latía con desesperación.

La tripulación y los pasajeros se aferraban a la esperanza. Entre ellos, la guarnición de setenta soldados que custodiaba la carga: hombres de Castilla, curtidos en Flandes, con arcabuces y corazas que relucían bajo el relámpago. El capitán de la guardia, Don Íñigo de Sandoval, aguardaba en cubierta, el rostro empapado, la espada desenvainada y los ojos fijos en la oscuridad del horizonte.

—¡Capitán de la guarnición! —la voz del capitán cortó el aire con la autoridad de un dios enojado—. ¡Sus hombres a la bodega! ¡Refuercen las escotillas y pongan a todos los pasajeros en la cubierta inferior! ¡Los más fuertes, que ayuden con las bombas!

El capitán, inmóvil en el puente, observó el remolino furioso del huracán.

El cielo vomitaba torrentes de agua. La oscuridad era tan densa y opaca que parecía tener peso, como si la noche hubiese caído sobre ellos con una fuerza sobrenatural. La furia del viento convertía las gotas de lluvia en proyectiles que golpeaban la madera y el cuerpo como ráfagas de metralla. A pesar del estruendo, el capitán Valenzuela, inmóvil en el puente de mando, conservaba una calma sepulcral, observando cómo el mundo se desmoronaba en una espiral de agua y rugidos.

—Maestre —la voz del capitán fue un hilo que se perdió y regresó con cada ráfaga de viento—, ¿cuánto tiempo resistiremos?

El maestre, aferrándose al timón con otros tres hombres, tenía los ojos fijos en la brújula, que se movía como un péndulo loco.

—No se trata de tiempo, Capitán. Es un milagro que no nos hayamos partido en dos. Esta nave es una criatura de hueso y madera que lucha contra su propia muerte.

Bajo cubierta, el horror se había instalado. Los gritos de las mujeres y el llanto de los niños se mezclaban con los crujidos de la madera y el sonido ensordecedor del mar golpeando el casco. El capitán de la guarnición, con el rostro pálido y ojos enloquecidos, intentaba poner orden con una espada desenvainada, pero su voz era ahogada por el pánico.

—¡A las bombas, insensatos! ¡Si no sacamos el agua, todos pereceremos! —gritó el capitán de los soldados, pero sus palabras eran inútiles.

Los soldados, con los dientes apretados y el terror en los ojos, bombeaban el agua. Algunos pasajeros, con el rostro desencajado por el miedo, se unieron a la tarea, pero sus cuerpos temblorosos apenas podían mover el pesado mecanismo.

En la bodega, el contramaestre supervisaba la estiba. La porcelana, en pesadas cajas, se movía peligrosamente de un lado a otro. El contramaestre se aferraba a un pilar de madera, mientras gritaba órdenes que se perdían en el rugido del mar.

—¡Aquí abajo! ¡Refuercen esos amarres! ¡Si la carga se suelta, no habrá salvación!

El galeón se sacudió con una fuerza descomunal. El capitán y el maestre se aferraron al timón, luchando por mantener la proa hacia la ola. En un momento, el barco se inclinó tanto que la popa se sumergió en el agua. La tripulación gritó con desesperación, creyendo que su hora había llegado.

—¡Cierren los ojos, marineros! —gritó el capitán con una voz firme y desesperada— ¡Si vamos a morir, que sea con honor!

Un golpe de mar se estrelló contra el galeón, y el barco se levantó en el aire, para luego caer de nuevo con un estruendo terrible. El capitán sintió cómo la vida se le iba en ese golpe. El galeón crujió, pero no se partió. Con el siguiente golpe de mar, se enderezó.

—¡Aguanten, hombres! ¡Todavía hay un hilo de vida en este barco!

Dentro del galeón, la calma regresó lentamente. El maestre miró al capitán con los ojos desorbitados.

—¡Hemos sobrevivido! ¡Hemos pasado el ojo de la tormenta!

El capitán no respondió. Se limitó a asentir con la cabeza y a observar el horizonte, que ahora parecía menos oscuro y amenazante. Aún quedaba mucho camino por recorrer, y la herida en el casco del Nuestra Señora de la Concepción era profunda. Pero por primera vez en horas, había esperanza.

El viento parecía haberse cansado de su furia. La lluvia, que hasta hacía poco caía en forma de cascada apocalíptica, se redujo a una llovizna fría y gris. Un silencio opresivo se instaló sobre las aguas, un silencio que era más aterrador que la tormenta misma. Los marineros, exhaustos y temblorosos, se arrastraron hasta la cubierta, con los ojos llenos de un miedo ancestral. El galeón, herido, crujía y gemía como un animal moribundo.

El capitán, que no había parpadeado durante la tormenta, vio algo en el agua que lo hizo palidecer.

El maestre se persignó.

—Por el alma de los ahogados… ¿qué es eso?
Don Rodrigo no apartó la vista. Su voz fue apenas un susurro:
—El Leviatán.

La mancha oscura se movió con una velocidad antinatural. De repente, de las profundidades del abismo, emergió un ojo. Un ojo de tamaño descomunal, de un color ámbar perturbador, que miraba al galeón con una inteligencia fría y siniestra. El ojo parpadeó, y una ola de terror recorrió a la tripulación.

—¡Es real! —gritó un marinero, con la voz quebrada.

Del agua, como el brazo de un gigante mitológico, emergió un tentáculo, tan grueso como el mástil mayor, de un color rojizo y cubierto de ventosas del tamaño de platos de comida. El tentáculo se elevó hacia el cielo, como un puño que desafiaba a los dioses.

—¡Artillería! —gritó el capitán, su voz un eco ronco en la neblina del miedo—. ¡Fuego a la bestia!

El primer cañón disparó. La bala de cañón golpeó el tentáculo, pero la criatura ni siquiera pareció inmutarse. El proyectil se estrelló contra la piel del monstruo y rebotó, como una piedra que golpea una pared de granito. El calamar, o lo que fuese, pareció tomarse un momento para evaluar a su presa, con ese ojo ámbar y malvado que miraba directamente al puente de mando. Luego, con una lentitud deliberada y terrible, el tentáculo se movió.

El movimiento fue como el de una serpiente que hipnotiza a su presa. Las ventosas se adhirieron al casco del galeón con un sonido de succión repugnante. Los soldados, que habían estado disparando sus arcabuces y mosquetes, se paralizaron. Un segundo tentáculo, aún más grande que el primero, emergió del agua. Y otro. Y otro. Los tentáculos se movían rodeando el navío, enlazando al galeón como un animal para llevarlo al matadero.

—¡Capitán! —gritó el maestre, con la voz ahogada por el pánico— ¡No podemos hacer nada! ¡Es demasiado grande!
—¡Disparen, insensatos! —gritó el capitán, desenvainando su espada—. ¡Pelearemos hasta el final!

Los artilleros dispararon de nuevo, pero la bestia era demasiado grande, demasiado poderosa. Un tentáculo se enroscó alrededor del mástil mayor y lo partió por la mitad. El galeón se sacudió violentamente, y muchos hombres cayeron al mar.

Bajo cubierta, donde el aire olía a brea y pólvora húmeda, se alineaban los cañones de bronce como una hilera de bestias dormidas. Sus bocas negras asomaban por las portas de artillería, justo sobre la línea del mar. Cada pieza estaba asegurada con cuñas, sogas y poleas para evitar que retrocediera con el disparo.

Allí, los artilleros, descalzos, con el torso cubierto de sudor y hollín, cargaban con rapidez ritual: pólvora, taco, bala y fuego. El retumbar de cada disparo hacía temblar los tablones como si el galeón tuviera un corazón de trueno.

Sobre ellos, en la cubierta intermedia, los falconetes giratorios esperaban a los enemigos que nunca llegaron: armas cortas, de fuego rápido, dispuestas en las bordas y los castillos. Desde allí disparaban ahora hacia el monstruo, entre el estrépito del viento y el rugido de las olas.

En la cubierta principal, los soldados de Castilla con arcabuces y picas en mano. Algunos intentaban apuntar a los tentáculos que emergían del mar; otros ayudaban en las bombas de achique o reforzaban las escotillas.
Y en el castillo de popa, elevado como un altar sobre la tempestad, el capitán Don Rodrigo de Valenzuela permanecía junto al timón, su espada desenvainada y el rostro fijo en la oscuridad, mientras la nave entera parecía crujir bajo sus pies.

En la cubierta inferior, el pánico era total. Los pasajeros gritaban, rezaban y lloraban, creyendo que su hora había llegado. El capitán de la guarnición intentaba mantener la calma, pero sus propios soldados lo miraban con los ojos llenos de un miedo abrumador.

—¡Todos al suelo! —gritó el capitán de los soldados, pero fue demasiado tarde.

El galeón se inclinó peligrosamente. Un tentáculo se alzó sobre la proa y se abatió con una fuerza descomunal sobre el puente de mando. El capitán y el maestre fueron engullidos en un instante, junto con los hombres que sostenían el timón. El galeón, ya herido de muerte, se partió por la mitad. Las aguas se cerraron sobre el Nuestra Señora de la Concepción y sus trescientas almas, dejándolo a merced del monstruo. Los gritos y los crujidos se apagaron. Solo quedó la oscuridad y la calma del mar, que había reclamado su presa.

Noviembre de 1598 — Costas de Kyushu

Al amanecer, la niebla del Kuroshio se alzaba como una mortaja sobre el mar del sur. Desde el puente del Hoshikaze Maru, el vigía creyó ver al principio un banco de peces muertos, un brillo pálido sobre el oleaje. Pero al acercarse, el capitán comprendió que aquello era madera española, hinchada por la sal, ennegrecida por el tiempo y el fuego del océano.

Las olas empujaban los restos de un casco inmenso, con filigranas doradas aún visibles bajo las algas. En medio del amasijo de tablones se alzaba un timón labrado con el nombre “Nuestra Señora de la Concepción”, casi borrado por el mar.

Alrededor flotaban cofres reventados, porcelanas rotas, crucifijos, telas empapadas de púrpura, y una campana que repicaba suavemente al golpearse con el mástil partido.

Los marineros japoneses lanzaron sus ganchos con respeto. Uno de ellos, al girar un tablón, retrocedió de espanto. Entre los restos del bauprés yacía un cuerpo, aún vestido con el uniforme azul oscuro de un capitán de Castilla. Su rostro era ya parte del coral, pero en su mano derecha seguía aferrado el crucifijo, y sobre su costado, como una blasfemia marina, se enroscaba un trozo de carne blanquecina, fibrosa, con ventosas aún visibles.
Un pedazo de la bestia.

El capitán del Hoshikaze Maru ordenó cubrir el cadáver con un paño y elevar una plegaria. El viento olía a hierro y a salmuera, y cada ola que rompía parecía un suspiro de los muertos.

Aquella noche, los hombres encendieron faroles y contemplaron en silencio cómo las corrientes se llevaban lo que quedaba del galeón, rumbo al norte.

Dicen que durante semanas, fragmentos del Concepción siguieron llegando a las costas de Kyushu.
Y cuando los pescadores de Tanegashima salían al amanecer, juraban oír bajo las aguas un sonido grave, profundo, semejante a un lamento o a un canto que no era humano, proveniente del abismo donde el mar guarda sus secretos.

Se dice que en cada época el hombre ha creído conquistar los dominios de Dios, y que por cada legua de océano que reclama, el mar cobra su diezmo en almas y memoria. Quizá el Leviatán no sea solo un monstruo, sino la voz primitiva del mundo recordándonos que hay lugares donde la razón y la soberbia humana se disuelven como sal en el agua. Porque todo aquello que el hombre intenta poseer sin entender, termina devorándolo.

Fin.

Texto agregado el 16-10-2025, y leído por 35 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
17-10-2025 excelente cuento Kone, un trabajo literario digno de ser premiado en cualquier concurso!! felicitaciones musas-muertas
17-10-2025 ¡Qué relato! Puede aparecer sin ningún problema en cualquier antología del cuento por su calidad. Gatocteles
17-10-2025 Me llama la atención que manejas muy bien el lenguaje de los marineros como la narrativa que es muy buena, excelente tu texto, un abrazo alejandroeder
16-10-2025 Te aplaudo por este excelente trabajo literario, me encantó desde el principio al fin, me sentí atrapada y hasta pude sentir el miedo y el horror de los personajes y el espanto al ver al monstruo marido imitando un calamar gigante, luego el final impecable. Siempre lo recargo, Dios tiene sus territorios y el ser humano no debería jamás penetrar en ellos. Saludos. ome
16-10-2025 Qué aventura este texto. Me atrapaste con esta historia sobre el monstruo mitológico. Toda la narración está buenísima, desde la lucha de la tripulación contra la tormenta hasta su enfrentamiento con el leviatán. Te pasaste Kone. Hiciste un excelente trabajo. Vaya_vaya_las_palabras
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