El Invierno en una Taza

Hay recuerdos que no pesan, sino que flotan. Son pequeños, casi insignificantes, y aun así guardan una luz que no se apaga con los años. A veces regresan como un soplo tibio en mitad del frío, como si alguien los susurrara desde otro tiempo.

Vuelve a mí aquella mañana de invierno. Estoy sentada junto a la ventana empañada de la cocina, con una taza de chocolate caliente entre las manos. Mi madre se mueve a mi lado, y su presencia, más que verse, se siente: un calor, una calma. Paso la palma sobre el vidrio y dibujo un círculo en la niebla. Detrás del cristal, las ramas desnudas del durazno cuelgan cubiertas de carámbanos, quietas y luminosas como si el mundo entero contuviera la respiración.

Mis hermanas corren y ríen en otra habitación, su alegría parece venir de un lugar distante, como si perteneciera a otra historia. Yo las escucho, pero no formo parte del ruido. No me siento triste, solo diferente, como si hubiese descubierto un secreto que nadie más conoce: el silencio cálido de estar presente.

Ese instante se quedó prendido a mi alma, suspendido en un rincón donde el tiempo no transcurre. A veces regreso sin buscarlo: vuelvo a ver el vapor del chocolate, la luz azul del invierno, las ramas del durazno dormidas bajo el hielo. Y entonces siento que sigo allí, niña todavía, respirando la calma de aquel refugio diminuto. Un refugio tejido de silencio y ternura, donde todo permanece quieto, donde nada duele, y la vida, por un momento, aprende a respirar despacio.