Sócrates caminaba sin prisa, aprovechando su trayecto rumbo al ágora al pie de la Acrópolis para contestar las preguntas de varios muchachos, entre los que se habían colado algunos niños, como Aristócles, ya apodado »Platón» por su »amplia espalda»; pequeño cuyo rostro mostraba una madurez impropia de sus once años.
En un instante dado Sócrates presintió la manifestación de su daimon en el zumbido como de cien abejas que sólo él escuchaba, de manera que contestó con un hilo de voz la interrogante de Diocles sobre la correspondencia entre la belleza y la virtud. Después endureció el rostro y les pidió a los muchachos que lo dejaran solo, de modo que sus aprendices apartaron a los niños para que no vieran uno de los trances característicos de Sócrates.
Poco después Sócrates retornó al flujo de la realidad luego de prestar atención a las advertencias de su daimon; distinguió a la distancia a sus alumnos, a quienes hizo una señal con la mano en alto para que se le unieran y fueran por fin al ágora, donde se conmemoraba el quinto aniversario de la paz negociada por el ateniense Nicias con Agis II de Esparta, con lo que al parecer se había puesto fin a la guerra por el dominio del Peloponeso… por lo menos hasta el momento.
Sócrates aguardó por los muchachos tras quienes se escudaban precavidos varios de los niños a los que Aristócles veía divertido, y el maestro aprovechó para recordar los terribles años recientes cuando él participara en las batallas generadas por los intereses económicos y políticos de Esparta, Corinto y la Tebas helénica, que se rebelaban contra la hegemonía de Atenas, la cabeza de la Liga de Delos.
De hecho, Sócrates aún guardaba un recuerdo amargo de la lucha en Anfípolis a sus 48 años, a pesar de que a los 38 había librado indemne los combates del inicio de la guerra en Potidea, o la pelea en Delio a los 46.
En aquel entonces Anfípolis caía ante el espartano Brásidas »poderoso como Aquiles», bajo cuya espada se decía que había sucumbido el ateniense Cleón, a quien se debía la masacre de los rebeldes de Mitilene en Lesbos, un año después de la muerte de Pericles a causa de la peste.
Y no sólo eso, sino que se rumoraba que los espartanos al fin se ablandaron y entonces sí prestaron oídos a la propuesta de paz de Nicias cuando el propio Brásidas falleció a pesar de la victoria que no pudieron revertir ni los refuerzos de Tucídides.
Sócrates dejó a un lado sus evocaciones sombrías, y sonrió al grupo de muchachos de rostros colorados a causa del sol, que en su cenit ya reducía las sombras a su tamaño mínimo. El maestro levantó la mano impostando la voz y pronunció una sentencia del oráculo, que los más avispados identificaron de inmediato, dando las referencias exactas de la fecha y del destinatario del mensaje de Apolo.
Sócrates y compañía arribaron por fin al ágora, donde se había reunido lo más selecto de la intelectualidad helénica. De hecho, llegaron justo cuando el viejo Gorgias de Leontini se reubicaba en uno de los tocones improvisados como asientos, para dejarle la palabra a un hombre alto, calvo y de ojeras que sobresalían entre la palidez del rostro altivo.
Se trataba de Filolao, el que se consideraba el heredero cabal de las enseñanzas que Pitágoras diera en Crotona hacía un siglo; y que lo mismo había fundado cofradías en Tarento que en Tebas o en Fliunte, cerca de Corinto.
Filolao aparecía escoltado por sus discípulos, entre quienes Sócrates distinguió a Equécrates y Polimnasto. Y al frente observaban con una actitud escrutadora los sofistas: Hipias, el descubridor del quadratrix, la curva que secciona los ángulos; Pródico, el escéptico que se burlaba de que se llamara divino a todo lo bueno y provechoso; y Protágoras, el viejo sabio considerado el príncipe de los sofistas, de quien se insinuaba que no sabía si los dioses existían o no, por hallarse más compenetrado en el hombre, »Panton xremáton métron», o »la medida de todas las cosas».
A diferencia de años anteriores, en esta ocasión se había establecido que no se hablaría de cuestiones políticas durante los primeros días de la conmemoración del fin de la guerra, de modo que Filolao no se refirió a los hechos sangrientos que atestiguó cinco años atrás, al igual que Sócrates. Más bien se enfocó en la exposición de su teoría de la Armonía como rectora entre lo Limitado y lo Ilimitado.
Durante varios minutos Filolao explicó su creencia de que lo Limitado se relacionaba con los números impares, esencia de los hombres; en tanto que lo Ilimitado lo hacía con los pares, característica de los dioses. Que el Alma Psixé siempre estaba en movimiento por ser una derivación de lo Ilimitado, y por lo tanto era inmortal como los dioses, pero que debía emigrar a través de distintos cuerpos a causa de la carencia humana del conocimiento sólo propio de las divinidades.
Sócrates escuchaba la exposición con profundo interés. De hecho él era de los pocos que ya sabían de esas ideas y de otras, como varios de los aportes de los pitagóricos: el descubrimiento de que la Hipotenusa es igual al cuadrado de los catetos, por lo cual Pitágoras sacrificó cien bueyes a los dioses, según Apolodoro el Calculista; la determinación de las figuras geométricas por números representados por piedrillas que igual explicaban »sustancias como un hombre o un caballo»; la manifestación de las escalas musicales como números; el apareamiento de contrarios como Uno y Múltiple, o Cuadrado y Oblongo; la manifestación de la irracionalidad de la diagonal de un cuadrado.
Y no sólo eso, sino que Sócrates igual conocía las enseñanzas de Filolao sobre la introducción del Vacío en los cielos como Aliento Ilimitado; acerca de la naturaleza cálida de los humanos por nacer »de semen y útero calientes»; o respecto al Fuego »Fortaleza de Zeus» como núcleo del Cosmos, revestido por el Segundo Fuego »Hogar del Mundo», en torno al cual giraban las diez Esferas Sagradas donde se insertaban: la Antitierra responsable de los eclipses, la Tierra y la Luna, el Sol como mero espejo de la luz brotada de la »Fortaleza de Zeus», y los cinco planetas y las estrellas.
Sócrates salió de su cavilación cuando Filolao fue interrumpido por un comentario irónico de Protágoras, cuya voz educada en la oratoria y la erística aludía a lo absurdo de considerar al cuerpo como prisión, y como »propiedad de los dioses».
Filolao apenas salía de la sorpresa posando las manos en la cintura en tanto sonreía con aquiescencia, y Protágoras aprovechó para dirigirse al público expectante, arremetiendo ahora contra el postulado de la música de las esferas que no podíamos identificar por haberlas escuchado desde el nacimiento, »por lo cual entiendo que hay un motivo más para compadecer a los sordos».
Un murmullo acompañado de risas llenó el ambiente en tanto Protágoras fruncía la boca y retornaba a su sitio, mientras Filolao le dedicaba una mirada glacial sin perder la sonrisa.
Entonces Sócrates se incorporó y se lanzó a la palestra al decir: »No sólo hay sordos de nacimiento; algunos hacen méritos admirables por serlo».
Protágoras giró el cuello augusto como picado por una avispa y distinguió la figura desgarbada de Sócrates, quien al verlo se llevó las manos a los cachetes con dramatismo, exclamando: »¡Por Zeus, el príncipe Protágoras!»
La gente rió de buena gana al ver al único en Atenas capaz de lidiar contra el talento demoníaco de Protágoras, quien masculló con sorna: »¡Por Zeus, Sócrates el Tábano!».
Entonces Filolao detuvo lo que ya muchos adivinaban un nuevo duelo de intelectos, pues levantó las manos, agradeció con un asentimiento el espaldarazo de Sócrates, y refutó una por una las acusaciones de Protágoras, más ocupado en esos instantes por controlar la cólera ocasionada por el Tábano, de quien escuchara que lo había catalogado como »similar en entendimiento a un cinocéfalo».
Para esos momentos Platón observaba con admiración a Sócrates, quien pareció escuchar algo muy divertido, pues se tapó la boca para contener la risa, mientras que posaba la mano sobre la cabeza melenuda de Platón y la giraba como polea hacia Filolao, para que no perdiera detalles del discurso.
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