Soy padre de tres mujeres que en su tiempo fueron niñas muy saludables. Tranquilas, de buen humor y obedientes. Pero el imparable movimiento del universo no tiene forma de qué sé detenga. Y antes de que ellas cumplieran con el orden divino de la multiplicación, por supuesto, sé ennoviaron.
Y lo bonito de ese bendito tiempo, es qué tras el, llega la incorporación de nuevos seres al cirquito íntimo familiar. Tocándome conocer a los proyectos encargados de la multiplicación. Y en el medio de esa tarea y sin estar en su procura, sé funge de árbitro. Y, conste, la tarea no es fácil.
Porque pasa y así sucedió qué, tal como lo recoge un antiguo adagio: ‘caras venos, más, corazones no sabemos’ Y lo peor, es que solo hay una métrica comparativa entre un ser humano y otro. Y, más equivocado no podría estar ese patrón. Ya qué somos versión única é incomparable. Y podría ser hasta absurdo, qué lo bueno ó malo mío, yo lo convierta en rasero.
Entonces y llegado cada momento, tuve frente a mi un advenedizo qué procuraba el sí paterno. Y yo desarmado. Porque no manejo el don de la prestidigitación. Y lo, tal vez bueno del candidato, había ya pasado por el interesado filtro de la hija. ¡Y, claro! ¿ A qué santo aclamaría yo, entre los pocos del tribunal divino?
Pero el trance siempre me exigió una salida inmediata. Por lo qué cuándo la ‘encontré, la instalé en mi archivo automático. Y hoy admito, qué les pedí demasiado: ¡Sólo quiero qué tú la quieras más qué yo!
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