EL ÁRBOL Y EL POETA
Una tarde que el sol quemaba demasiado, el pequeño Raséc regresaba a casa tras jugar al fútbol con sus amigos y se sentó por primera vez al pie del único árbol que vivía por el camino pedregoso, para refugiarse un rato en su sombra. En el acto, sintió un ambiente de paz y protección, como si el árbol se complaciera de cobijarlo. Raséc le dijo su nombre y que tenía trece años de edad. También le contó que estaba de vacaciones, que pronto empezaría sus estudios secundarios y que sus padres eran campesinos que trabajaban en una hacienda. Así nació la gran amistad entre ambos. Desde esa tarde, aun cuando el sol no se comportaba de manera terrible, al niño le gustaba sentarse al lado del árbol un par de horas y conversarle muchas cosas, entre otras, que le encantaba leer poesía.
Llegó a preocuparle la dura soledad en la que estaba sumido el árbol, sin familia ni vecinos que le ayudaran en cualquier necesidad que pudiera tener. Por ello, cuando caían las lluvias, Raséc creía que el árbol se alegraba de que ellas le refrescaran sus pieles, que debían estar ardiendo por el fuerte calor de la zona. Pero si no caían por varios días, el muchacho traía bidones de agua sobre una carreta y bañaba al árbol lanzándole baldazos de agua. Le decía muy ameno: “Ahí tienes tu agua, amigo árbol. Sé que tenías sed y deseabas un buen duchazo”.
Al llegar el otoño, Raséc, sabiendo que el árbol se deshojaría y sentiría pena de no ver su verdor, le daba ánimo: “Para mí, siempre serás hermoso, con hojas o sin ellas”.
Durante toda esa estación, concentrado en los exigentes estudios de la secundaria, se lamentaba de solamente verlo media hora, ahora que el árbol necesitaba que lo acompañara más tiempo que antes, al verse tan desamparado, huérfano de hojas. Lo ponía al tanto de las cosas positivas que sucedían en la vida, como que el nuevo presidente estaba cumpliendo con construir casas para la gente pobre y que ya le llegaría el turno a su familia que vivía en casa alquilada. No le contaba las negativas para que no se entristeciera, como que mucha gente pasaba hambre en un continente lejano.
En el invierno fue peor, solo cumplía con visitarlo los domingos por unos cinco minutos, por el atroz frío que reinaba. Se le dio por pensar si acaso los árboles también sintieran frío como los humanos. Y con lo ocurrente que era, un día que le contaba rápidamente las últimas novedades, le causó gracia hacerse la idea de que el árbol tiritaba de frío y que tuvo que hacer ejercicios y trotar por un campo para calentar el cuerpo; pero como no lucía bien sin sus hojas, hacía huir despavoridos a los caballos, ovejas y vacas que se cruzaban con él. Pensó que la naturaleza era injusta con los árboles para deshojarlos sin piedad. Tan preciosos que se ven con ellas.
La llegada de la primavera fue toda una fiesta. Raséc percibía la expresión jubilosa del árbol por el rebrote de su belleza. Se le ocurrió darles la bienvenida a las hojas que nacían cada día, recitándoles poemas de sus autores favoritos. Adornaba el árbol, colocando globos y serpentinas en sus ramas. Y así serían las siguientes primaveras.
Y tanto era su amor por la poesía, que a los dieciséis años debutó como poeta. Pues una mañana, después de saludar al árbol, sacó un papelito de su bolsillo y le recitó su primer poema:
“Canario amigo, ¿adónde te marchaste?
Qué has dejado honda pena en tu nido.
Acaso tal como tú siempre soñaste
¿a la misteriosa y lejana luna te has ido?
Apenas terminó de recitar, el árbol tembló fuertemente. Raséc se sorprendió de ello, sacándose algunas hojas que cayeron sobre su cabeza. A la semana siguiente, le recitó otro poema suyo, y al final, el árbol volvió a temblar. Entonces Raséc comprendió que los sacudones del árbol eran de la emoción que le embargaba sus poemas y le agradecía acariciando su tronco: “Gracias por tus aplausos. Sé que te gusta mi poesía. Ya verás que cuando sea adulto, seré un gran poeta”.
Y fue bajo la sombra inspiradora del árbol que escribió muchos poemas más, esforzándose día a día por pulir sus versos con las palabras adecuadas y precisas, ayudado de su inagotable imaginación.
Tuvo la precaución de recitarle uno de ellos cada semana, porque si lo hacía diariamente, el árbol se quedaría sin hojas por las tremendas sacudidas que daba.
Dos años después, logró terminar de escribir su primer poemario. Se tenía fe, estaba convencido que su trabajo poético tenía la calidad suficiente para ser admirado y publicado. Cuando su profesor de secundaria lo leyó, lo felicitó y lo alentó a seguir escribiendo. Y por un consejo de él, Raséc envió su poemario a los círculos literarios de la capital, donde, tal como esperaba, tuvo buena acogida.
Aquello fue un buen aliciente para pensar en grande. Se trazó el reto de ser uno de los mejores poetas del mundo, pero para lograrlo había que dejar su humilde pueblo y buscar nuevos horizontes.
-Mi buen amigo árbol, debo marcharme. Me veo obligado a seguir mi oficio de poeta en la capital y luego a otros países para que mi poesía sea reconocida. Te prometo que volveré en cuanto pueda. Regresaré triunfador y con un poemario que te lo dedicaré y te lo leeré para que vuelvas a aplaudirme con tus temblores- le dijo, con la voz quebrada, la triste mañana que partió, a escasos días de cumplir diecinueve años de edad. Pero antes, le recitó varios poemas suyos. El último de ellos, causó que el árbol temblara con más fuerza como nunca antes lo hizo.
Luego de un lustro en la capital, Raséc empezaba a hacerse conocido en el mundo de las letras. Con mucho esfuerzo fue publicando sus primeros poemarios que la crítica llenó de elogios. Trabajaba de obrero en una fábrica textil hasta el atardecer y por las noches prendía las luces de su genialidad innata para escribir.
Diez años más tarde, viviendo en el extranjero, ya era uno de los cinco poetas más leídos por los amantes de la poesía. Sus obras eran estudiadas en escuelas y universidades de todos los continentes. Se volvió un famosísimo vate, distinguido con premios y diplomas en muchos países. En infinidad de centros culturales, sus admiradores hacían largas filas para que él les autografiara los poemarios que le compraban.
Treinta años después, en la plenitud de su madurez, Raséc alcanzó la gloria al ganar el mayor premio de poesía, el más prestigioso que se otorga a los poetas por su trayectoria. En el discurso de agradecimiento ante el jurado, insignes escritores y la prensa internacional, dedicó el premio a su amigo árbol en medio de cálidos aplausos. Entonces, decidió emprender la vuelta a su país. Retornaría victorioso como se propuso.
No cabía de la felicidad cuando bajó del avión en la capital y fue a tomar el bus que lo llevaría a su humilde pueblo, para volver a ver a su querido amigo árbol, al que tanto extrañó. Ya se imaginaba lo orgulloso que se sentiría el árbol cuando le enseñara el gran premio que obtuvo y más aún, cuando supiera que se lo dedicó. Y también, el enterarse de que el poemario que le prometió, lo llegó a publicar y es uno de los más requeridos por sus lectores, en cuyas brillantes páginas, hace una semblanza poética de su amistad con él.
Al llegar a su pueblo, fue recibido como un héroe, con banderas ondeando en todas las casas. Todos sus habitantes pugnaban por felicitarlo y el alcalde le obsequió una placa de oro grabada con su nombre, declarándolo el personaje más ilustre que jamás haya nacido en aquellos lares. En medio de la algarabía, la mente de Raséc estaba concentrada en su amigo árbol. Al ver que los agasajos iban a durar demasiado, mintió a todos diciendo que tenía un fuerte dolor de cabeza y que deseaba retirarse a su antigua casa. Entonces, ansioso, se apresuró a ir al lugar donde supuestamente debía estar el árbol. Pero cuando llegó allí, no estaba él y solo vio su penosa raíz marchita. El poeta se arrodilló y la besó, incapaz de contener las lágrimas. Maldijo a quienes habían talado su árbol querido y se enteró por unos vecinos de que había sido despedazado un par de años atrás. Lamentó no haber venido antes. Pero lo que más le dolió fue saber que el árbol extinto nunca había vuelto a florecer en primavera desde que él se había marchado. Era un muerto en vida. Raséc, con la cabeza gacha, se sentía culpable de ello. Creyó haber sido algo ingrato. Comprendió que el corazón del árbol no pudo soportar su ausencia. Y antes de regresar al lejano país en el que residía, se llevó consigo un trozo de su raíz.
Muchos años después, ya anciano, Raséc fue enterrado con él entre sus brazos (tal como era su deseo) tras fallecer plácidamente en su hogar, rodeado de su esposa, sus tres hijos, sus nueve nietos y sus mejores amigos.
Al día siguiente, el director, los profesores y todos los estudiantes de la escuela donde él había cursado la primaria y secundaria, se reunieron en el patio para rendirle homenaje.
Un alumno subió al estrado con un libro recién salido de la imprenta, que contenía los mejores poemas del célebre poeta fallecido. El muchacho escogió uno al azar, cogió el micrófono y empezó a leer el último poema que el joven Raséc le recitó al árbol antes de partir a la capital:
“Querido amigo Árbol
si acaso mis brazos
nunca más te abrazaran,
ni tu generosa sombra
nunca más me cobijara,
nuestras dichosas almas
se han de reencontrar
cuando oigas en algún lugar
un poema o verso mío.
Entonces, al reconocerme
como antes
generosamente temblarás”
Y tembló el libro del chico. Por suerte, sus páginas acababan de ser fabricadas de un lote de pedazos de madera del árbol, encontrado pocos días antes en una cabaña. Tal como el poema había vaticinado, el árbol reconoció a Raséc.
Y nadie vio a las almas del Árbol y del Poeta, abrazándose infinitamente por ese reencuentro divino que habían esperado durante muchos años, gracias a la lectura del escolar. Ambos felices de saber que vivirían juntos eternamente en aquel libro, pues los bellos versos de Raséc reposarían siempre sobre las cálidas páginas del árbol.
Y nadie notó que sobre el suelo del patio caían felices tantas lágrimas cristalinas y verdes.
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