ZAPATOS QUERIDOS
Una mañana lluviosa, Genaro y su nieta Sofía, fueron a la bodega de la esquina y después que él pidió el resultado de la Lotería XB, le mostraron la pantalla electrónica con los números ganadores. Genaro, al cotejarlos con los suyos, se quedó mudo. No lo podía creer. Supo que no soñaba cuando le dolió el pellizco que se dio en el brazo derecho. Volvió a comparar los números de su cartilla con los de la pantalla, y aún incrédulo, entregó la cartilla al empleado y le preguntó si lo que estaba viendo era cierto. Éste, tras observar sorprendido los nueve números de Genaro, lo felicitó y le dijo que era verdad, que era ¡millonario! El nuevo hombre rico y Sofía se abrazaron y saltaron de alegría.
Al día siguiente, en cuanto los millones de Genaro fueron depositados a su nueva cuenta bancaria, preguntó a Sofía, qué haría con tanto dinero un hombre anciano como él, a punto de cumplir setenta y nueve años.
-¡Disfrútalo, Genaro! ¡Cómprate todo lo que no pudiste antes!- dijo ella, entusiasmada.
Y Genaro, recordando el regalo de cumpleaños pendiente de Sofía, la llevó a la tienda para comprarle por fin el gato de peluche, ya que cumplió catorce años un mes antes.
A Sofía no le gustaba decirle “abuelo”, sino que prefería llamarlo por su nombre. Así se sentía mejor. Y lo quería mucho porque él cuidó de ella desde que era una bebé, cuando quedó huérfana de sus padres, recibiendo todas sus atenciones, cuidados y amor infinito.
Genaro pensó que era una ironía del destino que, a su avanzada edad, le cayera de golpe una fortuna enorme, luego de padecer una larga y amarga vida llena de privaciones.
Como tenía un buen corazón y se acordaba de los más necesitados, donó una tercera parte de su riqueza a los orfanatos del país. Compró una casa más amplia que la diminuta que poseía y también un terreno enorme para construir un edificio donde vivieran todos sus familiares que no tuvieran vivienda. Y con lo que le sobró, tuvo la sensatez de guardarlo en un banco que le pagaría buenos intereses y le permitiría vivir sin trabajar el resto de sus días.
Al terminar su semana de ensueño, fueron a la mejor zapatería de la ciudad. A la media hora, salieron cargando decenas de zapatos finos. Genaro llevaba puestos los elegantes botines de charol negros con los que siempre había soñado.
Y tal vez, aturdido por el cambio de vida tan radical, por un instante perdió la cabeza. Y sin que su nieta se diera cuenta, arrojó sus zapatos viejos al contenedor de basura de la calle.
Por la noche, luego de obsequiar regalos a sus hermanos, primos, sobrinos y a sus mejores amigos, decidió dormir por última vez en la humilde casa donde había vivido desde que nació.
Al amanecer, después de haber roncado placenteramente, se levantó para ir a comprar pan. Aun somnoliento, buscó algo en el suelo. Refunfuñó al no encontrar lo que buscaba. Luego, rebuscó entre las demás cosas del cuarto, pero no encontró nada. Estaba a punto de ir a la cocina a seguir buscando, cuando de repente, se dio cuenta de algo. Entonces, se sentó al borde de la cama y empezó a llorar como un niño.
-¡Mis zapatos! ¡Mis zapatos! ¡Qué malo fui por haberlos botado!- se lamentó entre sollozos, recordando que los arrojó al contenedor de basura cercano a la zapatería, jalándose los cabellos por su ingratitud.
Un intenso remordimiento empezó a azotar su corazón, pues aquellos buenos zapatos le habían durado más de treinta años, acompañándole fielmente a recorrer por medio país para vender sus telas.
Sofía le oyó llorar y fue a preguntarle qué le pasaba. Luego de que su abuelo le contara lo de sus zapatos, fueron inmediatamente a buscarlos. Al ver Genaro que el contenedor lucía vacío, casi lo patea de la cólera. Se enteró de que la basura de aquel lugar se la llevaron al puerto de la ciudad y cogieron un taxi que los llevó hasta allá. En el puerto les dijeron que a medianoche, un barco de una empresa de reciclaje de Australia, se llevó toda la basura a una ciudad de aquel país, sin saber su nombre.
Desde entonces, ¿qué no hizo Genaro por recuperar sus zapatos?
Sin perder tiempo, Genaro y su nieta tomaron un avión y viajaron a Canberra, la capital del país de los canguros, donde lo primero que hicieron fue contratar a un traductor para que los ayudara a comunicarse.
Saliendo por las pantallas de la televisión australiana, Genaro ofreció una buena recompensa a quien le informara qué empresa de reciclaje envió un barco a su ciudad para traer basura dos días atrás. A las pocas horas, una mujer llamó a su celular y el traductor apuntó la dirección de la empresa mencionada. Luego que Genaro depositó un giro bancario a la cuenta de ella, fueron volando hasta el lugar indicado y el jefe de la empresa les dijo que las cosas que no les sirvían para reciclar, como los zapatos, se los llevaban unos cachivacheros de la zona y les indicó dónde podían hallarlos. Inmediatamente Genaro, el traductor y Sofía, fueron a buscarlos y los encontraron escarbando en un cerro de basura. Genaro sacó un grueso fajo de billetes y se los mostró, a la vez que el traductor les prometía que si encontraban un par de zapatos que buscaban, les darían ese paquete. Y dio minuciosos detalles de los calzados. Entonces, uno de ellos, admitió que, efectivamente, tuvo en sus manos los zapatos descritos, pero que se los vendió a un italiano que gustaba coleccionar calzados. Además, dijo que eran zapatos viejos y feos.
-¡Son los más preciosos de la Tierra!- protestó enérgicamente Genaro, por lo de “feos”, ante la risa burlona del ropavejero.
Éste cobró por decir el lugar en el que vivía el coleccionista. Presurosos, los tres tomaron un tren y en media hora llegaron a una residencia lujosa. Salió un mayordomo cincuentón y les respondió que su patrón partió a Venecia, dándoles la dirección en la que residía.
A la tarde siguiente, transitando ya por esa ciudad, Genaro disipó en algo sus preocupaciones, cumpliendo con un deseo que siempre tuvo y que le cayó inesperadamente: al fin navegó, encandilado, en una ensoñadora góndola sobre las románticas aguas de Venecia. Aunque cuánto hubiese deseado que su amada y difunta esposa estuviera a su lado. Y por supuesto, su nieta lo acompañó.
Tras el inolvidable paseo, otra vez Genaro volvió a sus angustias, porque cuando encontraron al italiano, aquel les dijo que los zapatos los vendió a un egipcio que no conocía y que acababa de partir a su país.
Como era de esperar, rápidamente los tres salieron hacia la tierra de los Faraones. Genaro les pidió que lo ayudaran a encontrar sus zapatos, mas, el traductor le advirtió que era incorrecto solicitar ese favor a las almas de aquellos antiguos soberanos, pues se podían molestar mucho, por lo que a Genaro se les pusieron los pelos de punta y les pidió disculpas. Luego, pagó a la televisión egipcia para salir por las pantallas y ofrecer una buena recompensa al egipcio que haya comprado unos zapatos a un italiano. Pero nadie dijo “yo los compré” en todo el mes en que se establecieron allí. El desilusionado Genaro se conformó con admirar la majestuosidad de las Pirámides.
Pronto tomaron un avión para Madrid, pues supieron que en un mercado capitalino se exhibía la mayor cantidad de zapatos usados. Tuvieron la paciencia de rebuscar por muchas horas, todas las largas hileras de calzados, pero lamentablemente, no los encontraron. Para mitigar la desazón de otro fracaso más, desechando acudir a ver una corrida de toros (Genaro detestaba esa tradición abusiva y cruel) preferieron ir al Estadio Bernabéu para espectar el clásico Real Madrid - Barcelona. ¡Fue un partidazo! Genaro, hincha del Barça, salió contento con el triunfo de los catalanes, mas no el traductor, que era fan madrilista. Al menos, Genaro olvidó las penurias por un rato.
Por la noche, mientras cenaban en un hotel de la localidad, el traductor contestaba una llamada de Francia. Era un hombre que juraba por todos sus ancestros, que tenía en su poder los ansiados zapatos. Genaro le exigió que mandara fotos como prueba, pero el informante manifestó que su cámara no funcionaba. Genaro no sabía qué hacer. Dudaba si debían ir o no. Como le pareció una persona seria por su pausada voz, arriesgaron en ir a la veraniega Marsella. Previo acuerdo con el desconocido, llegaron a una playa cuya arena quemaba los pies y vieron, a unos cincuenta metros de distancia, a un anciano sosteniendo un par de zapatos con su mano derecha alzada. Genaro esbozó una sonrisa porque creyó que tenían las siluetas muy parecidas a las de sus zapatos. Algo excitado, apuró el paso todo lo que pudo. ¡Cuánto lamentó ya no poder correr más, como lo había hecho en su juventud! El traductor y Sofía, que trotaban detrás de él, le advirtieron que fuera con calma o se podría caer. Pero cuando Genaro tuvo los zapatos frente a sus narices, se apenó al constatar que no eran los suyos. Aceptaron las disculpas del anciano, a quien creyeron que se equivocó.
Y así, los días y noches fueron pasando y pasando, con la amargura de Genaro por no tener ninguna novedad.
Entonces, cumplieron cinco meses buscando por Sudáfrica, Argelia, Marruecos, Rusia, Hungría, Japón, Corea, Argentina, Chile, Colombia, Brasil, Perú, México, Nicaragua, República Dominicana, Cuba, Inglaterra, Chipre, Croacia, Italia, Escandinavia, España, Nueva Zelanda y medio mundo más, y nada de nada. Y del dinero que Genaro había guardado en el banco, casi todo se lo gastó en aviones, trenes, taxis, hospedajes, comida, clínicas y medicinas (algunas veces los tres se enfermaban de algo) ropa, avisos en periódicos, propaganda radial y pagos que hacía a todos los noticieros televisivos del mundo entero, en los que el propio Genaro aparecía en las pantallas, mostrando el dibujo que hizo de sus calzados, para que todos se hagan una idea de cómo eran, pero sobre todo, explicando que dentro de cada uno de los zapatos, había una calcomanía con el rostro de un cóndor, contundente detalle de que eran suyos, y que pagaría una gran recompensa a la persona que los tuviera. Y al ver que el dinero se le acababa, tuvo que vender todo lo que compró en su país para seguir solventando los gastos de esa verdadera odisea.
Al cabo de dos meses, una tarde que estaban sentados en un parque de Pekín, Genaro, luego de pensarlo bien, decidió dejarlo todo y le dijo a Sofía que debían volver a casa. Además, tal y como iban las cosas, pronto se quedaría sin un centavo.
Antes de ir a una agencia de viajes a comprar los boletos de regreso, Genaro estaba sacando dinero de un cajero automático para pagarle al traductor por sus servicios, cuando de pronto alguien llamó a su celular. El traductor escuchó la joven voz de una mujer, afirmando que los zapatos los tenía un paciente psiquiátrico de un hospital de Puerto Príncipe, capital de Haití, donde ella trabajaba de enfermera.
-Acabo de verlo por la televisión, ofreciendo recompensa por sus zapatos extraviados. Hace tres días, vino una anciana y regaló zapatos usados para los pacientes del hospital, y ayer, cuando ayudé a repartirlos, le di a un paciente que conozco los zapatos con esas calcomanías dentro de ellos. En estos momentos le mandaré fotos para que se convenza- dijo optimista la mujer.
Y a los pocos segundos, el parque pekinés se alborotó con los gritos iracundos de Genaro.
-¡Síííííí! ¡Sííííí! ¡Son mis zapatos! ¡¿De quién más iban a ser esos zapatos tan bellos?!- gritaba feliz Genaro, una y otra vez, brincando de gozo al reconocerlos y los tres fueron a tomar el primer avión que los llevó a Puerto Príncipe.
Ya los tres en el hospital, siguiendo los pasos de la enfermera, no tardaron en encontrar al paciente. Era un hombre cuarentón, pequeño y calvo, sentado al pie de un árbol, con los zapatos bien puestos de Genaro.
-Te regalo esta bonita pelota si me das tus zapatos- le dijo el traductor.
El hombre se negó a sacárselos y puso una cara hosca. Y también rechazó una radio que le propuso un enfermero de cuello larguísimo. El paciente no se los iba a dar, aunque le ofrecieran todo el oro del mundo. Y era imposible sacárselos a la fuerza. Entonces, esperaron la noche a que le dieran una limonada que siempre tomaba antes de acostarse.
Horas más tarde, cuando la luna ya reinaba en la noche fresca, el paciente tomó la bebida, sin saber que le habían echado un somnífero. A los veinte minutos, cuando ya daba sus primeros ronquidos, comenzaron a quitarle los zapatos con delicadeza.
-¡Al fin los tengo! ¡Al fin están conmigo! ¡Qué malo fui con ustedes! ¡Perdónenme, mis buenos zapatos!- exclamó Genaro en silencio, para no despertar al hombre, echando lágrimas y abrazando sus zapatos con ternura. Sofía, también contenta, se sumó a los abrazos.
A esas alturas, apenas tenían dinero para el vuelo de regreso, para pagar al amable traductor (al que extrañarían mucho) y para el taxi que los llevaría a su hogar.
Dos días después, bajaron sonrientes del avión. Genaro, con el rostro dichoso, llevaba puestos sus adorados zapatos. Una vez en casa, Genaro se sacó los zapatos y los alzó por lo alto para darles la bienvenida. Al anochecer, saborearon una sopa caliente que cocinó Sofía.
-Prepárense, que a partir de mañana andaremos por todo el país. Me han pedido harta tela en muchas ciudades- les dijo efusivamente Genaro a sus zapatos, mientras los colocaba debajo de su cama antes de acostarse.
Agradeciendo al Creador por este grandioso final, Sofía, que se sentó en una silla al lado de él, esperó verlo dormido antes de ir a su habitación. Mientras Genaro prometía a sus zapatos que pronto los llevaría a las manos del mejor zapatero para que los dejen como nuevos, sus ojos se fueron cerrando poco a poco, hasta caer en un profundo sueño.
Pero al rato, cuando Sofía ya había apagado la luz y se disponía a ir a su cuarto, vio que Genaro se despertaba alarmado por una pesadilla, en la que soñaba que alguien entraba en casa para robarle sus zapatos.
En medio de las tinieblas del cuarto, Sofía observó con curiosidad lo que hacía su abuelo. Él se arrimó al filo de la cama y estiró su brazo izquierdo para buscar a tientas por un instante y suspiró aliviado cuando los tocó. Allí estaban ellos, nadie los había robado. Sonrió enormemente mientras sus dedos recorrían durante unos segundos la superficie del cuero agrietado de sus añejos zapatos. Los subió a la cama para que estuvieran seguros a su lado.
Y antes de retirarse, Sofía vio con una tremenda alegría en su corazón, que su abuelo se volvía a dormir, con sus queridos zapatos en brazos, con la misma inocencia y felicidad, con la que los niños se duermen abrazados a sus juguetes.
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