DON ANTONIO, EL COMETERO
Don Antonio fue muy querido por varias generaciones de mi vecindario, desde la de mi abuelo hasta la mía, por lo feliz que nos hicieron las hermosas y entrañables cometas que nos fabricó.
Todos los años, al empezar agosto, él se aparecía en el mercado del barrio para abrir su taller (y a la vez su pasajera vivienda por toda la temporada de cometas) trayendo un cargamento de varillas de caña o de madera, papel de seda de todos los colores, cartulinas, hilos, pegamento y demás materiales. Ya muchos chicos lo esperaban para encargarle el estilo de cometas que deseaban: pava, ballena, torpedo, barrilete, rombo, cubo, diamante, dragón, papagayo, entre tantas otras. Y cuando el invierno se marchaba, llevándose sus fuertes vientos a mediados de setiembre, él cerraba su taller y nadie sabía a dónde iba. Siempre decía que vivía en una lejana casa y nada más.
Ya don Antonio era octogenario cuando vino a laborar en su última incursión cometera. Yo acababa de cumplir catorce y era el tercer año consecutivo que le solicitaría alguna cometa que ya tenía en mente. Recuerdo que esa mañana lo aguardábamos fervientemente haciendo cola en las afueras de su taller, cuando se apareció risueño, con su andar ya cansado, pero esta vez tosiendo un poco. Era un hombre de piel rosácea, larguirucho, de ralo bigote castaño y siempre andaba saboreando caramelos de limón. Para esa ocasión, por lo debilitado que se sentiría, contrató a un adolescente llamado José, para que lo ayudara con el arduo trabajo y entregar a tiempo los numerosos pedidos.
Cuando lo conocí, dos años atrás, le pedí que me confeccionara una cometa “Avión”, mi primera cometa de imponente estampa y de serenos vuelos que colmaba de paz mi alma. Fue buena conmigo, pues tuvo la paciencia de no escaparse de mis manos hasta que aprendí a volarla con eficiencia, luego de mis muchas comprensibles torpezas iniciales. Y también, mi fiel compañera de cuarto, pues la colgaba en la cabecera de mi cama, y desde allí, parecía que me miraba tiernamente hasta dormirme. Pero casi al final de la temporada, la destrozó la cometa “Serpiente” de un mozo malvado, que gozaba de colocar un punzón metálico en la cabeza de sus cometas, para poder embestir y destrozar las de otros. Don Antonio se molestó mucho al saber de ello y nunca más le hizo cometas al rufián. Entonces, el buen hombre, conmovido por mis lágrimas, me regaló una “Rombo”, que aplacó en algo mis penas.
Al año siguiente, aún sin poder resignarme, volví a solicitarle otro avión, mi “Avión II”, para imaginarme revivir los celestiales vuelos de mi difunta querida cometa. Pero lamentablemente, al igual que el año anterior, a poco de guardar las cometas, sucedió otro percance: un inesperado fuerte ventarrón la empujó hacia unos altísimos postes eléctricos, donde quedó enredada en sus gruesos cables. Fue imposible rescatarla, por el peligro que se electrocutara quien lo intentara. Por lo tanto, me convencí de que con los aviones no tenía suerte y nunca más los requerí. Como era de esperarse, don Antonio, tratando de aliviar mi aflicción, me obsequió una “Pirámide”. Pero a decir verdad, agradeciéndole en silencio su enorme generosidad, esa cometa, que volé apenas una semana, no logró colmar mis expectativas. Terminé, sin que don Antonio lo supiera, regalándosela a un primo mío que sí le agradó. Y esperé, con cierta ansiedad, a que viniera ya el próximo año.
Y así fue. Como si el tiempo estuviera de mi lado, escuchando diligente mis súplicas, los meses se fueron volando y abracé feliz al invierno nuevo que vino en un abrir y cerrar de ojos.
Pero no pensé que sería el último que contaría con los servicios de don Antonio. En aquella ocasión, me complació construyéndome una estupenda cometa “Estrella”, que para mí y casi todos era la estrella de todas las cometas. Una belleza enorme de dos metros de largo y ancho, en cuyo cuerpo brioso de papel de seda, combinaban armoniosamente el verde, el guinda y el naranja, contorneados por elegantes flecos blancos amarillos y rojos. Todos me la pedían por un rato, pero solo a los amigos que más estimaba, les permití que cogieran el pabilo para que sintieran la dicha de volarla.
Punto ideal por excelencia, los cometeros de mi barrio, con gente de otros vecindarios, subíamos a pie hasta lo alto del Cerro San Cristóbal, para volar nuestras cometas y así colorear al cielo pensativo de la tarde. Niños y viejos, con los cabellos alborotados por los vientos juguetones, no queríamos que se terminaran los atardeceres o que nunca murieran los agostos.
Al llegar la noche, con las cometas en las espaldas, retornábamos contentos a nuestros hogares. Pero no faltaban días malos para ciertos niños, cuyas cometas no fueron hechas por don Antonio, que volvían a casa lloriqueando porque los débiles pabilos de sus cometas se rompieron y fueron a perderse quién sabe a dónde.
Mi abuelo y mi padre me contaban que don Antonio, desde joven y por muchos años, solía subir a dicho cerro para volar su eterna cometa “Águila”.
-La maniobraba con exquisita destreza para hacer piruetas acrobáticas y soltando todo el larguísimo pabilo para hacerla llegar hasta las nubes- comentaba con nostalgia mi abuelo.
-Y la hacía bailar entre las otras cometas. ¡Gran malabarista de las cometas que era don Antonio!- decía sonriente mi padre.
Pero como los años se le vinieron encima y sus piernas ya no tenían fuerzas para subir tanto, don Antonio dejó de escalar el cerro cuando tendría sesenta años.
Para sorpresa de todos, a mitad del invierno, don Antonio anunció que deseaba volver a volar su “Águila”. La gente veterana celebró tal decisión porque rememoraría tantos recuerdos. Y gracias a un vecino que lo llevó en su auto, un domingo inolvidable, pudo subir nuevamente a la cima del cerro, que ya contaba con pistas alrededor de sus contornos pedrosos y milenarios. Fue un gran acontecimiento. Mi abuelo, mi padre y yo, y mis amigos con los suyos, cargando las cometas viejas y jóvenes, jubilosos, acompañamos a don Antonio a la histórica cita.
Para todos los que nos iniciábamos en el mundo de las cometas, fue una satisfacción espectar la maestría que exhibió al volar su “Águila”, tal como nos contaron. En procura de ser un buen cometero, las nuevas generaciones trataban de estar cerca de él para ver, atentas, la técnica depurada que empleaban sus enormes manos arrugadas para dominar y dirigir a su obediente cometa anciana.
Fueron tres memorables domingos que nos deleitamos con la magia de don Antonio. Aunque el último de ellos, nos dio un susto terrible, pues casi toda la tarde notamos que carraspeaba de rato en rato, y casi al final de la jornada, le sobrevino tal acceso de tos que casi se ahoga. Los mayores tuvieron que socorrerlo abanicándolo con periódicos y dándole agua, hasta que felizmente se recuperó y lo llevamos a su taller. Al anochecer, nos dijo que se sentía mejor y que lo dejáramos descansar.
Al día siguiente fuimos a buscarlo temprano para indagar por su salud, pero el local estaba cerrado. El vendedor de periódicos nos dijo que se fue cuando amanecía. Presurosos fuimos a casa de José, su fiel ayudante, para preguntarle si vino a encargarle algo, pero el joven dijo que no.
Y al otro día fue igual, sin saber nada de él. Desapareció toda esa última semana de agosto y seguía ausente los primeros días de setiembre. Unos temían lo peor, pero la gran mayoría tenía la esperanza de que se estuviera recuperando, quizás, en algún hospital. La duda nos lastimaba día a día.
-Si al menos alguna vez lo hubiésemos seguido para saber dónde vivía y así buscarlo para averiguar qué pasó con él- comentaba preocupado el padre de uno de mis amigos.
Pero como un milagro, el impetuoso viento invernal que ya emprendía la retirada, increíblemente se detuvo y volvió con fuerza el tercer domingo de Setiembre (casi empezando la Primavera) como invitándonos a sacar las cometas. Y así también invitó a don Antonio a regresar a su taller a sacar la suya.
-¡Don Antonio, don Antonio!- gritamos eufóricos, cuando lo vimos llegar al barrio aquel domingo mañanero, bien abrigado con una chompa marrón de lana, una chalina amarilla que envolvía su cuello largo y cubriendo su cabeza canosa con un grueso gorro crema, pero con su rostro pálido, con su caminar tan debilitado y aún tosiendo y tosiendo, clara evidencia de que no estaba bien.
Nos dijo que deseaba volar su “Águila” otra vez. La noticia corrió de inmediato por todas las casas y poco después del almuerzo, despertamos a las cometas que dormían en sus lúgubres rincones y fuimos en fervorosa caravana multitudinaria de autos con don Antonio hasta la punta del ancestral cerro.
Por lo débil que lucía, lo ayudamos a sentarse sobre una silla y desde allí se las arregló para que su cometa echara vuelo. Nosotros hicimos lo mismo con las nuestras, flanqueando al “Águila” como si fuera nuestra reina que adornaba y presidía el cielo gris.
-Mira, Leoncio, si un viento bueno me llevara al paraíso del Creador, llama por favor a este teléfono que es de mi hija- le encargó don Antonio al abuelo de un amigo mío, entregándole un papelito.
Nunca le vimos a don Antonio una sonrisa más soleada o primaveral en su rostro al momento en que hizo menear a su cometa, como si ella bailara un vals y haciéndola dar volantines como una niña traviesa. Luego, nos alarmamos cuando lo vimos toser y toser. Rechazó el agua que quisimos darle a beber, porque clavó una mirada inmensamente tierna a su “Águila” amada y respiró profundo para darle una última orden.
-¡Vámonos hacia las estrellas, mi “Águila” campeona!- logró exclamar con una voz potentemente hermosa.
Entonces, nos sonrió, alcanzó a darle el pabilo a don Leoncio para que la cometa no se extraviara y vimos que su cabeza fue cayendo lentamente en el hombro izquierdo. Los mayores, alarmados, auscultaron por unos instantes sus ojos y su corazón, hasta convencerse de que se cerraron y dejó de latir para siempre. Lo rodeamos en silencio. Los veteranos, lagrimeando, le besaron la frente. Los chicos, apesadumbrados, logramos tocarle con amor sus tibias manos. Nos unimos al rezo que improvisó una mujer por el alma de nuestro inolvidable cometero.
Entre la congoja de todo el mundo, al poco rato vino una ambulancia y se llevó el cuerpo inerte de Don Antonio, aún con su sonrisa en pie.
Al día siguiente, por la mañana, vino su hija y entró al taller para llevarse algunas de sus pertenencias. Al saber cuánto queríamos a don Antonio, dejó que don Leoncio se quedara con la adorada cometa de su padre.
Al atardecer, todos los cometeros del barrio, viejos y muchachos, llevamos al “Águila” hasta el cerro, amarramos en la cola una bolsita de caramelos de limón y la echamos a volar.
El solícito viento nos ayudó con su soplo vigoroso, pero dolido, a llevarla hasta las nubes tristes. Entonces, decidimos soltarla y se perdió ella por el cielo oscurecido.
Y quién sabe, él la reciba feliz en alguna parte del infinito firmamento y, saboreando un caramelo de limón, la vuelva a volar por ahí, con la misma alegría con que la volaba en la Tierra.
16 Noviembre 2024
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