El lunes a primera hora, el sr. Ramiro llegó a mi taller en un gran audi blanco conducido por su chofer. Vi que traía un pañuelo en la mano y que tenía los ojos un poco colorados. Me quité los guantes para estrecharle la mano y después lo invité a pasar a mi estudio donde podíamos hablar tranquilos, sin tanto olor a yeso en el aire. Le pregunté en qué podía ayudarlo, a lo que el sr. Ramiro me dijo que andaba queriendo otra escultura. De inmediato reparé en esas palabras: ¡otra escultura! ¿Cuántas esculturas mías ya tenía el sr. Ramiro en su residencia? Yo ya había perdido la cuenta.
Hacía rato que el sr. Ramiro no venía por mi taller. Un año o tal vez más. Aún así era de mis clientes favoritos. Sus gustos no eran para nada extravagantes, un poco a contracorriente de lo que me pedía la mayoría: ninfas, sirenas y colosos de toda índole.
Pero esa mañana el sr. Ramiro sacó dos fotografías de su bolsillo y me las alcanzó. Quiero que la escultura sea de tamaño natural, me dijo. Las fotografías eran de una misma mujer desnuda, muy joven ella. En una fotografía se la veía de frente y en la otra de espaldas. Después de mirarlas detenidamente le dije al sr. Ramiro que ok, perfecto. Entonces él asintió satisfecho y después me dijo tómese su tiempo. Y pagó por adelantado.
Me puse a trabajar enseguida. Coloqué las dos fotografías en una pizarra para consultarlas a medida que el yeso iba tomando forma de mujer. No era la primera vez que yo hacía una escultura de una mujer desnuda. Por lo demás, el rostro de la joven de la fotografía no era muy hermoso, aunque su cuerpo era perfecto, los muslos bien proporcionados, los pechos firmes, los glúteos prominentes. Y no tenía vello púbico.
A medida que la escultura iba tomando forma, yo me preguntaba quién sería la joven de la fotografía, qué relación la uniría al sr. Ramiro. Me interesé en esto porque yo conocía al sr. Ramiro y a toda su familia desde hacía mucho tiempo y era la primera vez que él me venía con un pedido así, con fotografías de una joven desnuda. A diferencia de la mayoría de mis clientes, que eran ricachones que ya rondaban los sesenta años o más, el sr. Ramiro recién había pasado los cincuenta y se mantenía bastante bien. Siempre me contaba que tenía un gimnasio en su casa y que además practicaba tenis en una cancha de cemento, donde es indispensable tener las rodillas sanas. Era un hombre apuesto para su edad, sin esa papada que a algunos les cuelga por culpa de los kilos de más.
Por lo general yo me demoraba un mes en hacer una escultura de tamaño real, pero en este caso la terminé en la mitad de tiempo. Tal vez porque desde el principio sentí un feeling especial con ella, y todo fluía. El sr. Ramiro se asombró cuando lo llamé por teléfono para darle la noticia. Me felicitó y coordinamos para hacer el envío.
El sr. Ramiro tenía su residencia en Nordelta, un barrio de gente muy acomodada. Sus vecinos no parecían tan amantes del arte como él, que se había encargado de instalar una escultura incluso a metros del portón de entrada, justo por encima de una fuente con agua. Esa escultura también la había hecho yo, y eso alimentaba mi ego. Pero el sr. Ramiro quería que la escultura de la joven desnuda estuviera adentro de la casa, en un rincón privilegiado donde habían instalado luces especiales para iluminarla.
Mientras instalábamos la escultura en su sitio, noté que la esposa del sr. Ramiro no estaba en la casa, o por lo menos no se había hecho presente como sí lo había hecho en ocasiones anteriores. Recién cuando terminamos la instalación, apareció para saludarme. Mientras miraba a la escultura de reojo, me estrechó la mano y me dijo qué gustó volver a verte, Leopoldo. Después me invitó un refrigerio porque a esa hora hacía mucho calor. También me comentó que la semana siguiente darían una fiesta, a la cual yo estaba cordialmente invitado, por supuesto. Me sentí halagado. Pero después de despedirme del sr. Ramiro y de su esposa, regresé un poco intrigado a mi casa. Porque en ningún momento la esposa del sr. Ramiro me felicitó por mi trabajo, cosa que sí había hecho en el pasado. En fin, la gente rica es más rara, pensé. Aún así estaba un tanto decepcionado, porque consideraba que la escultura de la joven desnuda era uno de mis mejores trabajos.
Cuando llegué a mi casa, recibí una llamada del sr. Ramiro. Me pareció raro que me hablara con una voz un poco más baja de lo normal. Me repitió que yo estaba invitado a la fiesta, pero también me recalcó que no mencionara las dos fotografías adelante de su esposa. Yo le dije que se quedara tranquilo, que podía contar con mi silencio. Cuando colgó, pensé qué tal el sr. Ramiro y su cañita al aire. Yo que siempre lo había tenido por un señor...
Yo no era muy amigo de las fiestas. Mi vida eran mi taller y mi trabajo. No sé por qué acepté la invitación del sr. Ramiro y de su esposa, tal vez por puro ego, porque quería ver a los invitados a la fiesta sentirse irrefrenablemente atraídos hacia la escultura de la joven desnuda y entonces revelarme como el autor frente a tanta alcurnia. Tal vez por eso, o tal vez por moverme aunque sea durante un par de horas en medio de la flor y nata de la sociedad.
Llegué tarde a la fiesta y culpé a mi timidez. Vi que el sr. Ramiro llevaba del brazo a su esposa. Los dos estaban rodeados por bastantes personas, y hablaban con una delicadeza y una soltura dignas de admiración. Cuando terminaron su charla, me acerqué a saludarlos. Me dijeron que estaban muy contentos de que hubiera aceptado la invitación. Enseguida me alcanzaron una copa y brindamos por nosotros y por todas las esculturas que me quedaban por hacer.
Entonces se acercaron más invitados y yo aproveché para ir a ver mi escultura. Evidentemente el sr. Ramiro tenía por ella un cariño especial, porque era la única en ese rincón de la casa iluminada de esa manera. El sr. Ramiro además había mandado a poner macetas con plantas para darle un mejor ambiente. Me sentí orgulloso de mi trabajo. Y tal vez por puro ego me quedé observando la reacción de los invitados, quienes la admiraban con una copa en la mano. Se quedaban un momento en silencio frente a la escultura, como si estuvieran en los recintos de una iglesia.
Los invitados eran personas mayores, más o menos de la edad del sr. Ramiro, todos se movían seguros y confiados de sí mismos, como si esa fuera la fiesta enésima a la que asistían. Charlaban relajados o reían moderadamente. Nadie estaba en silencio, salvo esa joven que descubrí observando la escultura. Lo cual fue una revelación tan atronadora para mí que dejé de beber martini de mi copa. Era ella, era ella. Me di cuenta porque su rostro no era hermoso y sin embargo su cuerpo sí, perfecto bajo ese vestido rojo. Me la quedé observando sin poder ceerlo. Mi musa. Pero la joven estaba tan seria, casi triste frente a la escultura, que los brazos le caían a ambos lados como si estuviese vencida. Por eso no me acerqué a ella en un primer momento.
A su alrededor todos charlaban, pero ella estaba en silencio, solamente mirando la escultura, o mejor dicho mirándose en la escultura. Cuando fui capaz de volver a pensar, miré en dirección al sr. Ramiro y a su esposa, quienes me observaban como estudiándome a la distancia. Enseguida pensé que la joven se había colado en la fiesta, que había burlado la seguridad y ese tipo de cosas, y que había ingresado clandestinamente para ver al sr. Ramiro, para decirle cosas, las mismas cosas de siempre, te extraño, me tenés abandonada...
Tratando de dominar mis nervios, me acerqué a la joven y le dije buenas noches, ella me respondió con las mismas palabras. Yo no sabía más que decirle, por eso terminé haciendo referencia a la escultura. Es hermosa, dijo ella, y está tan sola. Esas palabras me aturdieron, sin embargo alcancé a decirle "es parecida a usted". La joven no dijo nada. Entonces vi que en su mejilla rodaba una lágrima. Eso me bastó para tomarla suavemente del brazo y sacarla de ahí, salimos al parque que rodeaba la residencia. Ella solamente aceptaba mi iniciativa, se dejaba conducir por mi mano. Le pregunté si se sentía bien, si quería un vaso de agua, pero la joven sólo dijo "lo extraño tanto". Fue como una confesión de su parte.
Caminamos por el parque sin hablar demasiado. Alcancé a preguntarle cómo se las había arreglado para ingresar a la fiesta. "Como pude", respondió ella. Y después pronunció palabras que no comprendí: últimamente estoy demasiado ocupada. Para entonces ya había dejado de llorar y caminábamos a la par acariciados por una suave brisa, hasta que le dije que no le convenía estar ahí, porque incluso podía ser peligroso para ella. Y como pude, la convencí para que se fuera de la fiesta. Aceptó, para mí sorpresa. La vi salir caminando en medio de otras esculturas que el sr. Ramiro había mandado instalar en el parque.
Entonces regresé a la fiesta para ver si la esposa del sr. Ramiro había armado algún revuelo. Pero todo estaba tranquilo, salvo el sr. Ramiro que se me acercó apresuradamente para decirme que se había preocupado por mí. De inmediato pensé en las dos fotografías que él me había dado, y también en la escultura, sobre todo en la escultura. Le dije "la vi, la vi en la fiesta". El sr. Ramiro pareció no comprender, por eso se quedó mirándome perplejo. Entonces le dije que ella llevaba un vestido rojo y que lloraba. Por fin el sr. Ramiro se sentó en el suelo a la vista de todos los invitados. ¿Vos la viste? me preguntó. Sí, le respondí. Y ni bien me oyó, el sr. Ramiro comenzó a sollozar, quizás de remordimiento, porque mientras él daba una fiesta en su residencia, la joven de la escultura se había marchado entre otras esculturas, tal vez para siempre.
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