El Hombre que Me Abrazó en el Sueño
A mi padre lo amé siempre. Desde niño, sus palabras eran bálsamo para mi alma de niño. Mi madre no veía en mí nada que le causara gracia; su amor era un canal hacia la confusión.
Ya hombre, cuando mi madre estaba agotada y sola en el mundo, visitaba a mi padre, y sus palabras tocaban el piano que sonaba dentro de mí tan bien... Un beso en sus mejillas llenas de barba mal cortada era nuestro ritual de amor sin tiempo.
No sé si los demás hijos que tuvo besaban sus mejillas gastadas por los más de noventa años a cuestas. Sin trabajo, enfermo y olvidadizo, aún me recordaba. Entonces entendí que el amor no es de este mundo.
Cuando se fue sin avisar, lo recordé. Fui a su velorio y lo vi en un retrato: un hombre fino, bello, digno.
Mi madre, en sus últimos años, pudo ver en mí algo hermoso. Su mirada era como esperar una gota que calme la sed del alma. No por un beso, sino por una palabra llena de amor, paz, bondad.
Ella se fue.
Un día antes de partir, estaba en la clínica; no estaba consciente, pero podía hablarle. Le pedí que no me dejara. Me sentí forzado hasta para llorar. No era necesario.
Ella se fue sin avisarme. No fui a su velorio.
Meses después fui a su tumba. Miré el mármol de su lápida, su nombre, la cruz, los jardines. Suspiré y prometí no volver a ese lugar. Era sólo la morada de su cuerpo.
Vivir solo es singular, incluso a los setenta años.
Mi madre me dejó su hogar, y apenas entraba en casa, el silencio era profundo. Con el tiempo, se volvió compañía. Podía escucharlo como un pitido leve, como la voz de todos los seres que amé.
Y sin saber por qué, volví a escribir, después de años sin hacerlo.
Había sido rechazado por las editoriales una y otra vez, y eso me hizo bien.
Dejé de escribir por un tiempo, quise vivir, y viví.
Tuve amigos de fantasía y amores de plástico, casi perdí el negocio. Pero una fuerza mayor que yo me empujaba siempre a seguir: "No te rindas", decía la voz interior.
Y todo salió bien.
Volví a escribir, y entonces llegaron los sueños. Tantos, tan extraños, que no podía creer que existiera tanto dentro de mí.
Sin padres, sin personas a quienes amar o escuchar, supe que debía escucharme.
Y me escuché.
De joven había oído que todo lo que buscaba estaba dentro de mí. Dejé los estudios por seguir esas palabras y al hombre que las decía.
Pasaron los años hasta que comprendí que todas las voces que oía provenían de mí mismo. Allí estaba mi voz, mi ser interior que necesitaba reflejarse.
Una noche, tras la muerte de mi madre, en el silencio de mi casa, escuché esa voz con claridad.
Y supe que jamás estuve solo.
La conexión era la respiración.
Mientras más la sentía, más comprendía que no gobernaba mi vida, sino la Vida misma.
Cada ser humano tiene ese silencio, ese abismo donde reside el corazón.
Su voz y sus brazos son infinitos; tocan nuestros sueños y nos devuelven a casa.
Una noche, traje a mi antigua amante.
Habíamos estado separados casi treinta años; de nuestra unión nació una hija que no veía desde hacía mucho.
Sabía que me recordaba, aunque no hablábamos. Tal vez algún día vendrá.
Esa noche tuve un sueño.
Ella estaba en un asentamiento oscuro, húmedo y frío.
Sostenía con una correa negra a un perro enorme, un bóxer alemán.
Subíamos un cerro lleno de casas desoladas. Al final del camino, se detuvo ante una casa verde de barro, casi en ruinas. El viento se levantó fuerte.
Ella y el perro quedaron de pie, mirando las alturas. Yo comencé a bajar hasta llegar a tierra firme.
El sol empezó a salir y sonreí.
Seguí caminando hasta encontrar un parque. Me resultaba conocido.
Entré en una casa; la puerta se abrió sola. Subí unas escaleras.
Sobre un escritorio, un hombre mayor escribía frente a un monitor. Las letras parpadeaban esperando la siguiente palabra.
El hombre levantó la mirada, y en sus ojos vi el sol, el cerro, el perro, mi vida.
Se acercó, me abrazó, y lloré de paz.
Desperté.
Estaba frente a la pantalla, escribiendo sin parar.
Las palabras respiraban.
Y comprendí que la vida seguía escribiéndose a sí misma a través de mí.
Nota del autor
Este texto nació en una noche silenciosa, cuando comprendí que los sueños no se olvidan: esperan.
Esperan hasta que uno se atreve a escribirlos. |