Digna, Derechos, Merecimiento
Puse como título estas tres palabras porque, para mi salud mental, necesito entender de verdad qué significan. El orden es simple: el número de letras. Lo que aún no sé es cuál pesa más.
Lo que sí tengo claro es que, entre mis cercanos —familiares, compañeros de trabajo, amigos de antaño—, hay una diferencia enorme: el género.
De muchacho fui a un liceo de hombres. Luego a uno mixto y después vino la universidad. Hombres había por montones, divididos en bandos aunque fuéramos compañeros, vecinos o primos. Con ellos tuve convivencia intensa. Las mujeres eran mi madre, mi abuela, mis tías, las vecinas y alguna que otra compañera con la que alcanzaba a conversar.
Y de ese mundo mixto, descubrí algo curioso. Entre los hombres, jamás escuché que alguien dijera, si lo pillaban copiando:
—¡Perdóneme, profesora! Me ofende. Yo soy digno.
Ni que un muchacho rogara al entrenador:
—Inclúyame en el equipo, me lo merezco.
O que en una pelea a combos en el liceo, mientras lo miraban las compañeras, uno gritara:
—¡Déjate perder, tengo derecho a ganar alguna vez!
Ninguno. Jamás.
Ahora, veamos el otro lado: las mujeres.
El merecimiento.
En casa teníamos que tener mucho cuidado con publicar a dónde iríamos de vacaciones. No faltaban las primas que se “dejaban caer” con hijos incluidos con el argumento que se merecían descansar. A veces ofrecían una caja de mercadería como contribución… pero a la vuelta ellas volvían con una bolsa llena de pastelitos y frutas que se compró para la estadía, y la caja de mercadería intacta, sin abrir.
Yo lo pasaba bien, claro, era una multitud. Pero había que cuidarles los niños en la playa y subirlos a los juego. Comprando nosotros el boleto. Por cierto.
Un compañero me contó que su esposa se compró una tenida carísima para un matrimonio. Cuando él le preguntó por qué, si habían otras más al alcance del bolsillo, ella respondió:
—Porque me lo merezco.
Nunca logramos entender el merecimiento. Mi amigo fue con el mismo terno que usa para todo: casamientos, velorios, bautizos. Ella, en cambio, estrenaba atuendo en cada evento. Claro, se lo merece.
Los derechos.
El abuelo se compró una camioneta para su trabajo. La abuela, en su ausencia y sin licencia, decidió manejarla porque queria ir a la feria que estaba a una cuadra. Al salir, le pegó a la reja, se enredó en los fierros y, al intentar desengancharse, arrancó el parachoques. Cuando volvió, su única explicación fue:
—Tengo derecho.
La familia entera se enojó con el abuelo, apoyando a la abuela. (Yo era el abuelo).
Otro caso: un primo le dio a su esposa el dinero del arriendo para que lo pagara en el centro de Santiago. Era en los años 80, todo en efectivo. Volvió en taxi con un equipo musical tres en uno, con cuatro parlantes incluidos. Nunca dejó de sonreír.
- Siempre soñé con un equipo así. Tengo derechos a escuchar a Julio Iglesias como Dios manda.
Y la dignidad.
Ah, la dignidad. Esa sí que merece capítulo aparte.
Una compañera de trabajo robó durante meses dinero de la caja chica. Cuando la pillaron, lo negó todo. Nos decía después, "yo siempre digna".
Otra tía fue vista saliendo de un motel. Su marido le reclamó, y ella —con el bolso aún en la mano— lo negó a morir. "Siempre digna".
Una amiga, a la que pillaron revisando el celular del marido, dijo con calma:
—No desconfío, solo verifico. La dignidad no me permite otra cosa.
Y la mejor: una compañera que, después de reprobar tres veces el mismo examen, le dijo al profesor:
—No necesito aprobar. Mi dignidad está intacta.
|