Heroína sin capa
Dicen que a veces la manera en que nos comportamos de pequeños, cómo enfrentamos el mundo o reaccionamos ante cada cosa, termina definiéndonos sin remedio. Como si, sin proponérnoslo, la familia y los amigos nos asignaran un papel que uno aprende a interpretar a la perfección.
En nuestra casa, cada uno tenía su forma de ser tan marcada que casi parecía un papel ya escrito: Pol, el menor, nació con la risa puesta; Nelia hablaba hasta dormida, pero le temía incluso a su sombra; Lupe era rebelde, inteligente y siempre estaba dispuesta a desafiar cualquier regla; y yo, la mayor: tan seria como un sermón y devorando un libro. No estaba mal, pensaba yo, tener un rol definido… hasta que una noche, algo cambió.
Te voy a contar algo que mis hermanos todavía platicamos cuando nos juntamos, aunque ya todos peinamos más canas que recuerdos. Fue una noche en la que entendí que el miedo tiene mil disfraces.
Aquel año mi abuela paterna cayó enferma, y mis padres tuvieron que viajar a su pueblo en otra ciudad a cuidarla. Nos dejaron solos varios días, aunque no sin una larga lista de instrucciones dignas de un cuartel. Yo tenía once años y la responsabilidad de una madre joven y asustada. Mi madre, que era previsora, nos había enseñado a cocinar lo básico, así que yo me tomé el papel de jefa de cocina con la solemnidad de quien gobierna un reino pequeño pero caótico.
La escuela quedaba a unas cuadras, así que salíamos y regresábamos juntos, bajo juramento de hierro: puertas cerradas, candados puestos, nada de visitas ni de asomarse más de lo necesario. Una vecina, la señora Micaela, pasaba diario a ver si necesitábamos algo. Todo marchaba bien. Perfectamente bien… hasta aquella noche.
Yo estaba en mi cuarto, en la planta alta, preparando mis cosas para el día siguiente, cuando vi por el rabillo del ojo que algo grande y oscuro caía en el patio. Un bulto. Pesado. Sin ruido, pero con esa forma que el miedo tiene de hacerte sentir que algo no encaja. Me quedé quieta un segundo, conteniendo la respiración. Luego me asomé a la ventana. Nada. Solo la penumbra y las ramas del aguacate moviéndose con el viento.
Bajé con calma, o eso quise aparentar, y le conté a mis hermanas lo que había visto. No quise asustarlas, pero claro, cuando una dice “vi caer algo raro al patio”, ya no hay vuelta atrás. Lupe levantó las cejas, Nelia se puso blanca y Pol, mi pobre hermano, abrió los ojos como dos monedas.
—¿Y qué forma tenía? —preguntó Nelia, con esa voz temblona que usaba para los sustos.
—¿Tenía garras? —añadió Pol, casi al borde del llanto.
—A lo mejor fue un gato —dije, fingiendo serenidad, aunque ni yo me creía esa historia.
Pero claro, mis dotes de líder no convencieron a nadie. Lupe, que nunca dejaba pasar una oportunidad para llevar la contraria, me miró con ese brillo desafiante.
—Vamos. Yo voy contigo —dijo.
Y eso bastó.
Salimos por la puerta de la cocina, yo con una escoba en la mano, como si fuera una lanza medieval, y ella detrás de mí, murmurando que, si veíamos algo raro, saldríamos corriendo sin mirar atrás. El patio, a esa hora, tenía un aire de jungla encantada. Mis padres lo llenaron de árboles y plantas: duraznos, un aguacate enorme en medio, granados en las bardas, y macetas por todas partes. Hortensias, geranios, begonias, helechos y esas hierbas aromáticas que mi madre cuidaba como tesoros.
El primer susto nos lo llevamos sin ver nada vivo. Una arañita laboriosa había tejido su telaraña entre los dos duraznos que custodiaban la entrada del patio. Al sentir los hilos pegajosos rozándonos el rostro, soltamos un grito que salió del alma. Desde la cocina, Pol y Nelia, creyendo que algo terrible nos había pasado, respondieron con otro alarido que casi hizo vibrar los vidrios. Aun así, no nos dimos por vencidos: fuimos sacudiendo una a una las macetas, revisando cada rincón, hasta convencernos de que no había ningún monstruo al acecho.
Volvimos a la cocina triunfales.
—Todo bien —dije, aún con la escoba en alto, como si acabáramos de liberar el castillo de algún maleficio.
Lupe asintió, medio sonriendo, medio molesta por el susto.
—Vamos a ver la tele —propuse, para relajar los ánimos.
Y ahí empezó la verdadera tragedia.
Lupe se dejó caer en el sillón, feliz de volver a la civilización. Pero apenas lo hizo, Nelia soltó un grito. Luego Pol. Y luego yo, porque la vi: una cucaracha gigantesca, la más grande de la historia natural, paseándose con toda la calma del mundo entre los cabellos de Lupe.
Los segundos siguientes fueron puro caos. Lupe pegó un alarido que debió oírse hasta la esquina y empezó a saltar como si el suelo estuviera hecho de brasas. Agitaba los brazos, daba vueltas sobre sí misma y sacudía la cabeza con tal frenesí que cualquiera habría jurado que estaba siendo exorcizada; su cabello volaba en todas direcciones mientras gritaba palabras sin sentido —mitad plegaria, mitad auxilio—. Nosotros también chillábamos, más por reflejo que por ayuda, sin saber si correr, reír o llorar. Y entonces, la cucaracha —ese demonio con patas— desplegó sus alas y echó a volar con un zumbido áspero, infernal, que nos heló la sangre. Fue un infierno con forma de insecto y malas intenciones.
Todos desaparecieron escaleras arriba, dejándome sola frente al enemigo. No sé de dónde saqué el valor, pero me planté en medio de la sala con la escoba como única defensa.
La cucaracha voló hasta una cortina y luego se posó descarada sobre uno de los retratos familiares, como burlándose. De alguna manera sabía que yo no le daría un escobazo mientras estuviera sobre ese preciado bien familiar. Aun así, hice un amago de golpe y voló directo a mi cabeza. Me agaché gritando y corrí en cuclillas para esquivarla (¡Si! corrí en cuclillas). Ahora estaba sobre el sofá y, sin perder tiempo, le descargué tremendo escobazo que al parecer no le hizo ni cosquillas, porque enseguida voló nuevamente y se posó sobre el televisor.
“Maldito bicho”, pensé. “Ahí tampoco puedo golpearla”. Acerqué las cerdas de la escoba y la bestia se subió y corrió por el palo. Yo la solté con un grito y desde arriba escuché a Lupe gritarme:
—¿Cómo vas?
Y yo, cien por ciento hermana mayor, respondí:
—¡Que nadie baje!
Para ese momento, la cucaracha iba por el suelo, veloz para intentar meterse bajo la vitrina de mi madre. La alcancé y le receté otro escobazo; luego cambió de dirección y corrió a la cocina. “Si se mete bajo la estufa, puedo darme por vencida”, pensé, así que le propiné un nuevo golpe, que por fin surtió efecto: ya se movía más lentamente, pero decidida aun, a meterse bajo la estufa. Sacando fuerzas de flaqueza, le sorrajé el golpe final. Lo di con tanta fuerza que la escoba se partió y yo me quedé con el palo como si fuera a romper una piñata. Pero al fin lo logré. La asquerosa bestia estaba muerta. Me quedé allí, jadeando, con el pedazo de escoba en la mano como si fuera una espada heroica. Sentía el corazón en la garganta y un sudor frío bajándome por la nuca. Miré al suelo: la asquerosa bestia yacía patas arriba, inerte, despatarrada, con las alas abiertas como si ensayara su último drama.
—¡Ya está! —grité, triunfal.
Desde arriba bajaron mis hermanos, asomando las cabezas por la baranda como si esperaran el parte oficial de guerra. Pol traía una cobija —por si había que cubrir el cuerpo del caído, el mío, supongo—; Nelia lloraba, mitad del susto, mitad del alivio; y Lupe, mi fiel compañera de batalla, me miraba con la mezcla exacta de asco y admiración.
—¿Seguro que está muerta? —preguntó.
Con la solemnidad de quien firma un tratado de paz, empujé el cuerpo del monstruo con el pedazo de escoba. No se movió. Por fin respiramos.
—A ver, quítense de ahí —dije, fingiendo calma mientras abría la puerta de la cocina. Con la escoba rota, la arrastré hasta la banqueta y la lancé al vacío nocturno del pasillo, como quien despide a un enemigo caído en combate.
Cerré la puerta y eché el seguro, por si acaso el espíritu de la cucaracha decidía regresar a vengarse.
Pol y Nelia corrieron a abrazarme.
Y Lupe, con el cabello revuelto y los ojos hinchados, soltó:
—Deberías haberle dado otro escobazo, por si fingía.
Nos reímos, más de los nervios que de la broma. Y entre la risa y el susto, se nos fue la noche. Dormimos todos juntos en la misma habitación, con las luces encendidas, porque, aunque el enemigo había caído, uno nunca sabe.
Pasaron unos días y nuestros padres regresaron. Venían cansados, pero aliviados, y con ellos traían a mi abuela, que iba a pasar una temporada con nosotros. No bien cruzaron la puerta, mis hermanos corrieron a contarles nuestra gran aventura. Pero claro, para entonces, la historia había crecido como masa de pan: el bulto que yo había visto de reojo se había convertido en una criatura enorme, pesada y peludamente maléfica… y la cucaracha, según Pol, tenía el tamaño de él mismo y los ojos azules.
Mis padres escuchaban entre divertidos y sorprendidos, mientras mi abuela se tapaba la boca de la risa. Cuando terminaron de dramatizarlo todo, mis hermanos me miraron con una especie de respeto reverencial.
—Y fue Claudia la que la mató —remató Lupe, con tono solemne—. Ella sola y sin ayuda.
Mis padres se miraron y sonrieron.
—Claro —dijo mi madre, orgullosa—. Claudia siempre ha sido muy valiente. Es la única que no corre a mi habitación cuando hay tormenta eléctrica, ni cuando se va la luz y tiene que levantarse al baño sin encender nada.
Y todos asintieron, tan convencidos que supe que la sentencia había quedado grabada en piedra. Desde entonces, cuando alguien hablaba de mí, ya no decían “Claudia, es muy seria”, con ese tono entre resignado y aburrido que usaban antes. No. Ahora decían, muy orgullosos:
—Claudia siempre ha sido muy valiente.
Como si yo hubiera combatido dragones o salvado al vecindario entero de una invasión bíblica de cucarachas. Y lo repetían tanto, que hasta yo empecé a creérmelo un poco. Claro que mi valentía se ponía a prueba cada vez que alguien gritaba “¡una cucaracha!” y todos me miraban esperando que actuara. Entonces entendí que los títulos heroicos son peligrosos: uno los gana una noche por accidente y los paga toda la vida, escoba en mano. Pero supongo que así se hacen los héroes domésticos: sin capa, con una escoba rota y mucho miedo disimulado.
Fin.
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