James, el mayordomo. 
 
¡Cómo pasa el tiempo! Frase que solemos decir a diario casi sin darnos cuenta, pero que es tan cierta como la vida misma. 
¡Inglaterra! Aunque no fuera mi país natal, siempre sentí una atracción casi enfermiza por ese país. 
De Londres eran mis abuelos maternos con los cuales viví toda mi infancia junto a mi madre y a mi padre, aunque a éste lo viera poco, sus negocios en América le impedían estar más tiempo de lo necesario con la familia. 
Vivíamos en una mansión muy grande, el ala este estaba destinada a nosotros y el ala sur a mis abuelos. 
¡Cómo los recuerdo! Si hasta me parece verlos, a la abuela siempre elegante, sentada en su silla, bordando aquellos manteles que aún hoy conservo y al abuelo con su pipa, leyendo el periódico sentado en la cabecera de la mesa tan grande que a veces me parecía estar en un mundo mágico. 
Pero, el abuelo no era muy compañero de nosotros, tenía un genio indomable y cuando las cosas no se hacían como él decía, era preferible irse a otra parte de la casa sin que nos vieran y eso era lo que solía hacer mi madre y con ella marchaba yo para que su enojo no fuera conmigo, aunque yo no era rebelde y trataba de verlo lo menos posible. 
Mi abuelo tenía tierras, era un hombre muy rico y con un título que con el tiempo se me olvidó, pero que lo hacía valer siempre que fuera necesario, según él. 
En la mansión estaban también los criados como solían llamar al servicio doméstico y entre ellos, uno se destacaba, James, así era su nombre, un hombre al que quise mucho y con el que pasaba gran parte del tiempo cuando era pequeña. Me quiso desde el primer día que llegamos. 
Él fue el hombre que ocupó el lugar de mi padre y el de mi abuelo por eso lo quería tanto. 
James era un hombre mayor, ya en aquella época, pero con mucho menor que mi abuelo. 
Los modales, que mi madre pocas veces tenía el tiempo suficiente para enseñarme, el idioma inglés que a decir verdad no me fue difícil aprender y sobre todo a saber comportarme ante las personas que solían visitar a mis abuelos y a hacer negocios con él, todo eso me enseñaba James. 
James me llevaba al colegio, aunque fuéramos con el chófer, a él no le importaba acompañarme, decía que si él iba nada iba a pasarme. 
Así fue pasando el tiempo y mi abuelo cada vez estaba peor con aquel genio maldito y aún no lograba entender el motivo que tenía para odiarme, porque aquello era no sólo mal genio, era odio. 
Mi madre me decía que no le hiciera caso, que era un cascarrabias y que tratara de no estar donde él estaba, pero a veces cuando fui un poco más grande lo encontraba en la biblioteca y sentía su mirada que me asustaba, pero suelo ser bastante rebelde y un día le pregunté cuál era el motivo por el cual me odiaba tanto. 
Luego de eso, me arrepentí toda la vida, mi abuelo tomó el rebenque de los caballos y cuando iba a azotarme, James se interpuso y tomó la mano de mi abuelo justo a tiempo no permitiéndole que me azotara. La furia de mi abuelo recayó en él, pero entre ellos había una diferencia de edad y James al defenderse le dio un empujón que hizo mi abuelo cayera de espalda. 
Mi abuela estaba viendo todo desde la otra habitación, pero por temor, no intervino. 
Hubo que llamar al médico que recomendó internarlo para hacer algunas placas y todo lo que en estos casos hacen los médicos. 
Una semana estuvo mi abuelo internado y cuando volvió no era el mismo. Estaba sedado casi todo el día y a mí no se me permitía entrar en su habitación. 
Gracias a mi abuela que declaró frente al médico lo que había ocurrido y dijo mil veces que James sólo quiso defenderme y luego defenderse a él mismo, éste no hizo la denuncia a la policía y el mayordomo siguió trabajando en la casa. 
Lo extraño fue que mi abuelo no volvió a hablar del asunto, pero con el tiempo me enteré de que James había ido al sanatorio y había mantenido una conversación con él de la cual nadie supo. 
Pero, como todo se sabe en esta vida, con el correr de los años supe la verdad, James siendo ya muy viejito y luego de que mi abuelo muriera, me lo contó. 
Cuando James, entró a trabajar en la mansión, el abuelo solía tratarlo muy mal, pero él era un hombre sabio y comenzó a seguirle la corriente, eso le agradaba a mi abuelo, le gustaba que lo adularan y poco a poco el mayordomo fue enterándose de los negocios de mi abuelo, que por supuesto no eran tan limpios como nosotros creíamos y justamente de eso hablaron en el sanatorio, James le mostró documentos firmados por mi abuelo que lo pondrían en la cárcel si se descubrieran y a cambio del buen trato hacia mí, no los llevaría a la policía. 
Esto asustó por primera vez a mi abuelo y de ahí el cambio hacia todos y sobre todo hacia mí. 
Poco tiempo después mi abuelo murió, parece mentira, pero la casa desde ese día, fue otra, la alegría se notaba en el rostro de todos, pero mi curiosidad no me dejaba tranquila y cierto día le pregunté a mi madre el motivo por el cual el abuelo no me quería y ella no tuvo más remedio que contármelo. 
Cuando mi madre nació, mi abuela le dedicaba tanto amor y tiempo a la hija que casi sin querer él imaginaba que ella no era hija suya y que tendría un amante. Pero nada menos cierto, mi abuela lo quería, pero le tenía mucho miedo por eso cuando se casó con mi padre se fueron de Inglaterra hasta unos años después que mi abuela le pidió que volviera, que quería conocerme y además saber que haría mi abuelo cuando me viera. 
Los celos enfermizos lo llevaron a odiar todo lo que nos rodeaba incluso a mí, pero como por aquel entonces yo era muy pequeña no me daba cuenta. 
Hoy que nadie más que yo queda en la mansión, he decidido venderla, nunca me casé ni tuve hijos, ahora es tarde, pero quizá pueda recuperar el tiempo perdido, en cuanto venda todo lo que por derecho me pertenece, voy a ejercer mi profesión muy lejos, América me espera, llevo mis recuerdos y dos de ellos muy arraigados en mi mente, el recuerdo de James, el mayordomo para recordar lo bueno de la vida y el de mi abuelo, para no olvidar que en la vida también existe la maldad. 
 
Omenia 
30/10/2025 
 
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