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¿YO QUÉ HAGO AQUÍ?

Ambrosio siempre había sido un hombre de manos duras y mirada serena. Sus ojos, de un azul desteñido por los años, guardaban dentro un océano entero de recuerdos: dos guerras, hambre, pérdidas. Había visto a la humanidad arder y reconstruirse, una y otra vez. Había enterrado a su esposa, a dos de sus cuatro hijos, y también a un nieto que apenas aprendía a hablar.

Y ahora estaba allí, en una residencia de ancianos donde el reloj sonaba más fuerte que las voces. Los pasillos olían a desinfectante y sopa tibia. Las visitas eran escasas. Su familia lo había ido olvidando, como se olvida una fotografía vieja en un cajón.

Cada noche, antes de dormir, Ambrosio se quedaba mirando la pared desnuda. Se tapaba hasta el pecho, cerraba los ojos y murmuraba la misma frase, como un rezo que nadie escuchaba:

—¿Yo qué hago aquí?

Y lo pensaba de verdad. ¿Por qué seguía respirando cuando otros —los que él había amado con toda su alma— ya no podían hacerlo? A veces sentía que la vida había sido cruel; otras, que él era un intruso en el mundo de los vivos.

Lo que Ambrosio no sabía era que, desde hacía semanas, alguien lo observaba. No era su familia, ni un médico, ni una enfermera. Se trataba de Leo, un chico de diecisiete años, delgado, con mirada inquieta y cuadernos siempre bajo el brazo. Su abuela también vivía allí. Leo iba cada tarde a verla, pero cada tarde, después de saludarla, se quedaba en la puerta del pasillo, mirando discretamente a aquel anciano de cabello blanco que siempre estaba junto a la ventana.

Ambrosio no hablaba con nadie. Solo miraba por el cristal, como esperando a alguien que jamás llegaba.

Una de esas tardes, Leo reunió valor. Se sentó a su lado.

—Buenas tardes —dijo.

Ambrosio giró la cabeza con una lentitud infinita.

—Buenas tardes —respondió, pero sin interés.

El muchacho vio algo en sus ojos: cansancio. No de sueño. De vida.

—¿Puedo sentarme aquí un rato? —preguntó Leo.

Ambrosio encogió los hombros.

—Haz lo que quieras, chico. A estas alturas… —murmuró.

Leo abrió uno de sus cuadernos.

—Estoy escribiendo una historia. Pero necesito escuchar historias reales. Las de verdad siempre son mejores que las inventadas.

Ambrosio resopló.

—No tengo nada interesante.

—Ha vivido más de noventa años —dijo Leo—. Algo interesante tendrá.

Hubo un silencio largo.

Y entonces Ambrosio habló.

Primero una frase suelta. Luego un recuerdo. Después otro. Como quien tira de un hilo enredado, fue sacando de dentro historias que llevaba décadas callando: cómo conoció a su esposa durante un bombardeo, cómo caminó durante días sin comer para salvar a un hijo enfermo, cómo construyó su casa piedra a piedra, cómo trabajó para que sus hijos jamás pasaran hambre.

Leo lo escuchaba con una atención absoluta. Sus ojos brillaban al escuchar que Ambrosio había amado, luchado, perdido y aun así continuado.

Los días se convirtieron en semanas.

Ambrosio ya no se sentaba solo frente a la ventana. Ahora lo hacía junto a Leo, que llenaba páginas enteras con las historias que el anciano creía olvidadas.

Una tarde, Ambrosio le confesó en voz baja:

—A veces pienso que mis hijos me odian por seguir vivo. Y que yo también me odio por eso.

Leo dejó de escribir. Cerró el cuaderno con cuidado.

—Mi padre también murió joven —dijo el chico—. Y a veces yo me enfado con el mundo por seguir girando sin él. Pero ¿sabe qué? Una vida larga no es una ofensa. Es un regalo.

Ambrosio lo miró, desconcertado.

—Usted no sobra. Usted es memoria. Es testigo. Todo lo que yo escriba, todo lo que aprenda de usted… seguirá vivo cuando ya no estemos ninguno de los dos.

El anciano no dijo nada. Pero esa noche, cuando se acostó, no preguntó "¿Yo qué hago aquí?". Se le quedó la frase en la garganta, como si ya no tuviera sentido.

Pasaron unos meses. Una mañana de otoño, Ambrosio no bajó al comedor.

Lo encontraron recostado en su cama, con una expresión de paz que hacía años no se le veía.

En la mesilla había una nota escrita con su letra temblorosa:

"Ahora ya sé qué hacía aquí."

Debajo, había pegada una hoja arrancada del cuaderno de Leo:

“A veces, el destino necesita un testigo para que la historia no muera.”

A la semana siguiente, Leo presentó su trabajo en el instituto: "Ambrosio: una vida que sostuvo al mundo". Y luego lo publicó en internet. Con los años, aquel texto se convirtió en un libro.

Gracias a Ambrosio, miles de personas recordaron que cada vida —larga o corta— deja un rastro en las demás.

Ambrosio había encontrado su respuesta.

Y ya no necesitó preguntarse nada más.

Texto agregado el 08-11-2025, y leído por 1 visitantes. (0 votos)


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