A veces tengo miedo de lo que el tiempo me roba, pero más le temo a lo que cambia.
Sus dedos flacos enturbian mis recuerdos, cambian las cosas de lugar, abren cajones, descorren pestillos. Pasan los años y ya no sé si ese cuadro de edificios torcidos lo colgué yo en esa pared o si estuvo ahí desde el principio. No importa con cuánto cuidado apoye mis pies exactamente en las mismas huellas que dejé; cuando desando el camino, siempre hay algo que destruyo y que se regenera, con colores más vivos, diferentes a los originales.
¿Fue realmente crueldad ese gesto que no puedo olvidar? ¿O se ha vuelto crueldad de tanto imaginarlo? Me envuelve el aroma a diésel quemado y cigarrillo en la camisa de mi padre, el ulular de los pájaros en la tarde sofocante y veraniega de mi pueblito natal.
¿No será que he decorado en demasía este palacio de recuerdos, que he reemplazado todo por versiones afectadas… maquilladas?
Quiero gritarle al tiempo que me deje volver, una hora. Que puede elegir entre mis recuerdos entrañables. Que me mastique y me escupa en alguna tarde donde mi pecho se inflamaba de amor, donde la luz colándose entre las copas de los árboles se me antojaba sublime, donde las lágrimas quemaban al resbalar por mi rostro.
El tiempo sonríe, pero su sonrisa es una mueca oscura e insondable. Arrastra los pies por las habitaciones de mi memoria y, con desgano, cambia un florero de lugar, empuja una silla, abre una ventana. El viento avasallador llena de hojas una estancia que yo recordaba repleta de sol. Ahora está sucio ese momento que atesoré.
Quiero gritarle al tiempo que me deje volver, una hora. Pero el tiempo se encoge de hombros y suspira.
No, ya no puedo volver al origen, porque el origen ha colapsado en sí mismo. El origen es un concepto que, de repetirlo, ha perdido su forma. Es un punto distante que brilla y se evade en cada rincón, como un faro ciego.
Yace lánguido, como una flor que, de tan marchita, no puede reconocerse por su nombre. |