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Inicio / Cuenteros Locales / Antonioliz / Mármol (E3)

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El calor despierta a Daniel Crisco de golpe. Se incorpora de la cama como si alguien lo hubiera espantado. Mira el catre donde duerme, aún sin colchón. La sábana blanca que Martha le envió está empapada de sudor. Está sin camisa, en calzoncillos, incómodo, como si el sudor le diera asco.
Se pone de pie, se estira con pereza, y baja a la planta baja. Sobre unos de los bancos, aún quedan sobras de la cena del día anterior. Las come sin mucho entusiasmo, en silencio. Luego se pone un pantalón y se acerca a la puerta. La abre con cautela, echando un vistazo hacia fuera como si esperara encontrarse con alguien.
El sol golpea con fuerza. El cielo está limpio, radiante, como si no hubiera anochecido. Daniel camina hasta el tanque de agua, se inclina y comienza a lavarse la cara y el torso con desesperación. Su respiración es rápida; el calor es sofocante. Mira de un lado a otro. Todo parece en calma, como siempre.
Está a punto de regresar a la casa cuando un sonido distinto le llama la atención. Gira el cuello rápidamente hacia la colina de las viviendas. Una nube de polvo lo confirma, un grupo de jinetes se acerca con velocidad. Ya no hay tiempo de entrar, lo han visto. Decide quedarse junto al tanque, esperando.
Diez hombres a caballo se detienen frente a él. Algunos se desmontan para beber del tanque. Llevan chalecos con placas, botas altas, sombreros de ala ancha y armas visibles. Uno de ellos se adelanta con paso firme, un hombre blanco, robusto, de unos cincuenta años. Viste camisa roja sucia y un chaleco negro. Su rostro está curtido por el sol, con una barba canosa a medio crecer. Escupe tabaco al suelo y lo mira sin expresión.
—Disculpen… —dice Daniel con voz tensa— pero me acabo de lavar con esa agua que están tomando.
Los hombres guardan silencio por un instante. Luego estallan en carcajadas. Uno de ellos incluso se sujeta el estómago.
El del chaleco negro finalmente sonríe. Sus ojos fríos no dejan de observarlo.
Daniel traga saliva, da un paso al frente.
—Me llamo Daniel Crisco. Soy nuevo por estos lados.
El hombre lo escudriña de arriba abajo, como evaluándolo. Luego gira la cabeza hacia sus compañeros y vuelve a mirarlo.
—Puedes llamarme Polak —dice al fin—. Soy el sheriff de estas tierras. Estoy buscando a Gerónimo.
Daniel señala con la cabeza hacia la colina.
—Gerónimo debe estar por allá con su gente. Si quiere, puedo subir y quedarme parado en la colina, para que sepan que usted necesita hablar con él. No se permite entrar a ese territorio sin aviso.
Varios de los jinetes sueltan una carcajada. Incluso Polak sonríe con burla.
—Créeme muchacho. Somos bienvenidos donde sea. Gerónimo tenía razón… la carta te describe como otro Palermo.
El rostro de Daniel se tensa.
—¿Usted leyó la carta?
Polak escupe de nuevo, esta vez más cerca de sus botas.
—Gerónimo me habló de un chico de ciudad que iba a llegar. Si no me lo hubiera dicho, te habría disparado al verte. Aquí no confiamos en extraños.
El sheriff se coloca de nuevo el sombrero y le lanza una última mirada antes de montar su caballo. Los jinetes giran dirección a las colinas de los Amish y se alejan.
Daniel suspira aliviado. Justo cuando da un paso para entrar a la casa, nota a lo lejos un carruaje detenido en medio de la calle. Dos personas están de pie, mirando el entorno con cierta confusión. Se apresura, entra, busca una camisa, se la pone rápidamente, y corre hacia ellos.
Frente al carruaje, un hombre gordo y calvo intenta bajar una caja de madera. Tiene un bigote largo que baja más allá de la boca, una camisa blanca sucia con tirantes que apenas sostienen su enorme barriga, y pantalones negros arrugados. A su lado, una mujer de unos sesenta años, blanca, con el cabello corto y canoso, lleva un vestido largo de tono crema. Tiene un lunar oscuro justo al lado de la nariz. Ambos lo ven acercarse corriendo.
La mujer sonríe, vuelve la mirada hacia su esposo.
Marla (con voz divertida):
—Mira, Paul… este debe ser el antisocial que Gerónimo mencionó en su carta.
Daniel trata de hablar, pero aún recupera el aliento.
El hombre lo examina con curiosidad de arriba abajo.
Paul:
—…
Marla lo observa unos segundos más, pensativa.
—No lo mires tanto, claro que es él.
Hace una pausa, como si intentara recordar algo, y de pronto su rostro se ilumina.
—¡Eres Daniel! Daniel, el monaguillo, ¿verdad?
Daniel asiente, respirando con más calma.
—Soy Daniel, sí… pero ya no soy monaguillo. A veces ayudo en la iglesia, pero no como antes, cuando era niño.
Marla se acerca a Paul y le murmura, intentando que Daniel no escuche.
—Dios santo, Paul… Está tan grave como pensé. Describe lo que es un monaguillo, pero se niega a admitirlo.
Marla sonríe de nuevo, se vuelve hacia él.
—Yo soy Marla Terries, y este es mi esposo, Paul. Nos encargamos de la cafetería. Tenemos dos restaurantes en la ciudad. Gerónimo nos invitó a venir a abrir uno aquí.
Daniel mete la mano al bolsillo.
—Sí, claro. Tengo las llaves.
Daniel saca las llaves, pero Paul se las arrebata sin decir una palabra y comienza a caminar hacia el edificio.
Marla, incómoda, lo sigue con la vista.
—No te lo tomes a mal —dice, mientras camina a su lado—. A mi esposo no le gusta que le hagan perder el tiempo.
Daniel se confunde , se siente molesto. Marla se da cuenta y cambia el tono.
—Perdón, no quise ofenderte. Sabemos que tienes potencial. Estoy segura de que vas a hacerlo bien. Es solo que él… prefiere hacer las cosas a su manera.
Llegan a la entrada de la cafetería. Daniel los sigue, con una pregunta en la mente.
—Disculpe… ¿qué fue exactamente lo que Gerónimo dijo sobre mí en esa carta?
Marla se adelanta con una sonrisa fingida.
—Seguro tienes hambre. No te preocupes. Cuando terminemos aquí, vamos a hacer un buen guiso.
Él asiente con una sonrisa leve. Observa a Paul bajando cajas del carruaje. Corre a ayudar, pero apenas logra mover una.
—¿Qué tienen dentro? —pregunta jadeando.
Paul lo mira serio, con expresión de fastidio.
—Frutas y vegetales.
Daniel se sorprende y lo intenta otra vez. No logra levantarla. Marla lo anima desde un lado.
—Vamos Daniel. Estás creciendo. Esto es para hombres. Cuando madures, serás fuerte como un roble. Debes tener… ¿quince años?
—Tengo veintiséis.
Paul y Marla se miran, sorprendidos.
Paul se acerca a su esposa y murmura:
—¿Espero que se desmaye intentando levantar la caja o le hago un entierro verbal?
Ella lo ignora. De pronto, nota un grupo acercándose.
—¡Daniel! Mira, Gerónimo viene con los jinetes. Parece que te está buscando. Ve, hijo, apúrate.
Daniel mira hacia la colina. Gerónimo está hablando con los hombres.
—No creo que me esté buscando, señora Marla…
Marla pierde la paciencia.
—¡Lárgate por Dios…!
Marla se detiene de golpe, nota el tono que usó, y suaviza la voz con una sonrisa forzada.
—Digo… ve tranquilo. Nosotros te buscaremos cuando esté la comida.

Texto agregado el 13-11-2025, y leído por 14 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
13-11-2025 Sigue muy interesante!! Saludos. ome
 
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