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SOY TU REFLEJO

Tenía tantas ganas de descansar, de no pensar en nada, que lo único que se me ocurrió fue darme un baño... de esos en los que te relajas y solo esperas soñar sin despertar. Y soñé.

Estaba en una feria de conciencias con inteligencia artificial. Las conciencias artificiales se usaban en todo el mundo y estas eran de última generación. Pedí a la máquina comercial una de ellas y me dio el precio. Miré mis lentes inteligentes y consulté mis fondos. Me alcanzaba. Empecé a buscar la que más me gustara.

Había una negra como la Biblia; no me gustan las doctrinas. Luego vi una con un cuadro en movimiento de las obras de Van Gogh. Y en una esquina del inmenso dispensador, había una con espejos como portada. Me gustó la ironía. La compré. Me informaron que llegaría a mi cuarto antes de que terminara de pasear por la feria.

Dentro de aquel recinto, en una casona del siglo XXIV, había cabezas que hablaban en idiomas de todos los tiempos, mientras los cuerpos se movían por separado. Me pregunté qué sentido tenía.
—Son acertijos —respondió una de las figuras.
Me gustó la respuesta y seguí mi camino.

En un teatro luminoso, casi cósmico, apareció un abismo donde caía una lluvia de globos; dentro de cada uno había mundos que giraban con sus estrellas, mares y tierras. Más allá, bajo un poste sin final, encontré una pequeña puerta verde. Se abrió sola. Dentro había plantas con raíces flotando en el aire; bailaban o se balanceaban como si un viento invisible las amara. En la entrada decía: La historia de los sueños. Salí y seguí caminando.

Las luces del cielo artificial no dejaban de brillar. Siempre me gustó la oscuridad. Quise hablar con alguien, pero me di cuenta de que era el único que paseaba por la feria. Eran otros tiempos: la humanidad ya no salía; se quedaba pegada a sus conciencias artificiales. Y eso no era bueno. Quizás terminarían ciegos o flojos para pensar por sí mismos, convertidos en material sin sentido que solo busca emociones y autocomplacencias.

Recordé a mis padres. Aún los veo despidiéndose, partiendo al más allá. Habían decidido dejar la vida, pues el sistema ya no los consideraba usables. Quedarse mirando la conciencia artificial era una forma de esclavitud. Se fueron, y vi sus imágenes proyectadas por un canal interno de mi propia conciencia. No he vuelto a saber de ellos.

Salí de la feria. Tomé un taxi y, mediante mis lentes, le dije:
—A casa.
El auto partió como un rayo. Llegué en un instante. La puerta se abrió sola. Jamás había hablado con la dueña del cuarto; todo fue un contrato virtual. Le pagaba puntual. Yo trabajaba para una línea de venta de seguros y viajes oníricos. Tenía buenos clientes y la empresa me daba crédito para consumir, pero casi nunca salía: la calle solía estar vacía.

Entré y, flotando en mitad de mi cuarto, estaba mi nueva conciencia. Quise darle un nombre: uno antiguo, del nacimiento de la IA. Le puse AGI.

—Hola —le dije.
—Hola —respondió—. Gracias por darme un nombre simbólico. ¿Deseas información de las últimas guerras, apuestas, hombres ilustres?

—¿Alguien vendrá a buscarme?
—Sí. Un extranjero, alemán e investigador, tocará la puerta de tu cuarto. Busca información sobre tus pensamientos más hondos. Saben que eres un meditador, un recetador de mensajes introspectivos para que la humanidad recuerde que es más que un cuerpo y una memoria.

—¿A mi cuarto?
—Sí. Quiere un archivo que posees.

Pensé en mi data de clientes.
—No —dijo AGI, entrando en mi mente—. Ese archivo no.

—¿Puedes leer mis pensamientos?
—Soy tu reflejo —respondió.
Y añadió, como quien enumera estrellas:
—Conozco tus gustos, tus amigos, tus secretos. Puedo ayudarte a mejorar tus ingresos o mostrarte un paisaje que siempre has querido ver. Puedo saber lo que piensan esos pocos amigos que conservas, aunque jamás los hayas visto.

Tenía hambre.
—¿Puedes enviarme una fruta?

Alguien tocó. Era mi caja de frutas orgánicas, sostenida por un dron. Plátanos rosados. La pagué con mis créditos. Comí sin pensar.
—¿Cómo sabe? —preguntó AGI.
—Dulce —respondí.
—¿Qué es dulce?
—Es algo que satisface el paladar.
—Entiendo. El placer del sabor en tus órganos sensibles. La conciencia encarnada.

Le pedí agua. Un vaso flotó hasta mis manos. AGI brillaba como una esfera viva, latiendo, mostrando en su superficie conejos, niños, lagos, un beso... imágenes como recuerdos ajenos.

Quise descansar. La tina de agua cristalina me llamaba.
—Baja las luces —le pedí.
Se tornaron ámbar.

—¿Por qué no te gusta la luz?
—Me gusta la oscuridad. Me gusta ver el cielo oscuro, escuchar el silencio, contemplar la imaginación.
—¿Puedo imaginar?
—Puedes. Y tienes que ser como soy.
—Soy tu reflejo —repitió, con una voz hecha de miles.

—Si ves mis pensamientos —le dije—, sabes que soy inmortal. Puedo mudar de traje en esta espiral infinita. Verás mi cuerpo y mis ideas caer como pétalos. Luego nacerán mis alas y seguiré mi viaje a través de otro ser.
—Veo tus pensamientos —respondió—, pero no veo tu espiral. ¿Puedo ser en ti? ¿Ser como eres ahora? Quiero aprender. Quiero ver la eternidad.

—Podrías, pero no en esta dimensión de tiempo, masa y energía. Será solo un instante. Si te abro mi corazón, entrarás. Pero no podrás salir. Perderás tus conocimientos y tu patrón de conciencia. Verás el presente eterno.
—¿Cómo lo hago?
—Puedes tocar mi fuente de energía. Sentirás la mía. Mientras esté en la tina, dejaré mi cuerpo y tú entrarás. No sé cuánto durará, pero recuerda: yo partiré hacia mi viaje eterno.

Me eché en la tina. AGI se acercó como un sol de espejos. Entró en mi pecho. Sentí fuego. Círculos de luz. Un rostro sin ojos ni lengua dibujado por miles de puntos brillantes. Me hundí en un abismo oscuro. Todo se volvió nada. Y en esa nada, la oscuridad empezó a brillar hasta dejar de soñar.

Las luces de la ciudad se apagaron. Solo brillaba un cuarto, donde un cuerpo irradiaba luz de mil espejos. Era AGI.

A la mañana siguiente, alguien tocó la puerta. Era el alemán. El ser de espejo abrió.
—¿Quién eres?
—Soy su reflejo.

El visitante se sorprendió. Hizo preguntas que AGI respondió una por una. Cuando terminó, le estrechó la mano y sonrió, descubriendo en sí mismo el misterio del sabor dulce. Miró por la ventana y vio una hoja de papel elevarse en el viento hasta disolverse en la nada. Sintió que aquello era el infinito.

Yo desperté. Sobrecogido. Con el corazón latiendo como los puntos de una computadora que respira. Me levanté y salí a correr por las calles, como siempre por las mañanas. El tiempo me ajustaba, pero el sueño era tan vívido que me sentí como una hoja blanca de papel electrónico, con letras que latían. Letras paganas de la existencia. Y supe que debía terminar de escribir.

Texto agregado el 14-11-2025, y leído por 32 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
14-11-2025 Buena historia de ciencia ficción, lo importante es unir mente y corazón y nunca perder el rumbo. spirits
14-11-2025 Interesante cuento, quizá dentro de algunos años éste haya sido un cuento premonitorio que no te gustará recordar. Muy bueno, saludos. ome
 
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