Dorotea endureció su corazón a los diez años, harta del incomprensible desprecio de sus padres, ya bastante entretenidos en lidiar con diez hijos, más »los que Dios les mandara».
Lo primero que hizo Dorotea fue comprimirse el pelo en una bola amorfa sobre la cabeza enorme, como de divinidad maya. Después tensó la boca y juró nunca más llorar y menos sonreír, lo que poco ayudaría a su rostro de ídolo prehispánico.
De modo que Dorotea se hizo el propósito de llegar con vida a la edad adulta y volverse obscenamente rica, para entonces sí largarse de una vez y dejar que todos se pudrieran en ese pueblo rascuache.
San Olegario de los Garambullos era una comunidad ambigua, habitada en su mayor parte por indígenas zapotecas y nahuas, sólo en parte mezclados con los descendientes de los criollos que trabajaban en la Hacienda de los Geranios más de un siglo atrás; sitio del cual sólo sobrevivía un cascote tiznado de adobe derruido por los elementos y la troje infestada de maleza y alimañas junto a una muela de granito que no desentonaría como »sombrero» de cualquiera de los implacables Moabis de la Isla de Pascua.
Embutido en un cinturón desértico, San Olegario dispersaba una vegetación xerófita de alienígenas cactáceos: magueyes mezquinos y nopales severos que sólo en temporadas bendecían el aire estancado con el milagro de sus tunas.
La tierra de San Olegario era puro lodo seco replegado en terrones obstinados, uno junto al otro, como si se protegieran de una horda de demonios tepanecas. Sólo en tiempo de lluvias se abrían ante la persistencia del agua, cobijando a las semillas de maíz compacto, a las que después de mucha insistencia arrancaban unas hebras medrosas que a las semanas asomaban al mundo como plantitas frágiles; momento en que pasaban a la tutela de Xilonen, el dios del Maíz Tierno.
En ese período los cauces áridos de los arroyos recibían por sorpresa el desborde del río rejuvenecido y dispersaban el agua entre las raíces de los pacientes árboles de capulín y tejocote, que de pronto se desentumían y encaraban al mundo con todas sus ramas de insultante frondosidad.
Pero ni aún en esos lapsos feraces Dorotea transigió. Estigmatizada como »El Tizón» por padres y hermanos por igual, asumió su destino de perpetuo incordio con fortaleza espartana.
El único reducto que halló en mitad de ese cenagal de hostilidad fue la figura emblemática de su abuela Torcuata, encastrada en su silla de palma, amansando el ixtle en forma de zacates que sus hijos vendían en el mercado por docenas.
Dorotea aprendió con Torcuata el enigma de las fibras y sobre todo el misterio de los marranitos, los panes porcinos que la vieja cocinaba para su goce exclusivo, negándose a compartirlos con nadie más, y mucho menos a revelar la receta que heredara de su abuela, descendiente directa de la estirpe de los Insurgentes.
Así que Dorotea solía cumplir sus obligaciones sin hacer caso de las burlas de sus hermanas mayores en soslayado manoseo con muchachos esquivos ensombrerados, y se encerraba durante horas en una dura relación de aprendizaje con Torcuata.
De esa forma Dorotea llegó a la pubertad y poco después a la juventud. Para entonces su rostro de por sí maltrecho se había distendido por un dejo de permanente rencor y desprecio depurado.
Sólo soltaba el cabello para bañarse, retornándolo de inmediato a su forma de patata. Su cuerpo indescifrable se ocultaba entre las enaguas y trapos que su abuela le confió como legado de su propia individualidad. Así que a los veinte años Dorotea asumió de una vez y para siempre el empaque de vieja del que ya no se libraría.
Su abuela murió, y en pocos años siguieron sus padres. Sus hermanas se casaron en villorrios lejanos. Sus hermanos se juntaron con unas muchachas enrebozadas. Y al final de los tiempos, cuando en San Olegario se ausentaron las lluvias y escaparon los jóvenes, sólo quedó impertérrita Dorotea, encorvada como cuervo, con la nariz curvada, la piel tiesa y los ojillos esquivos repletos de un fulgurante y reposado encono.
Desde hacía años Dorotea había roto la promesa hecha a su abuela de no compartir con nadie sus destrezas culinarias. De modo que un día de tantos le había dado por cocinar más marranitos de los que se comería en todo el mes, y con terquedad de mineral los cargó hasta el mercado en una canasta a la espalda sujetada de una correa que soportaba su frente. Llegó a la iglesia y se plantó como piedra al socaire de la fachada, justo al término de la misa del padre Tomasito.
Los parroquianos salieron aún contritos por el desprendimiento de sus pecados y la ignoraron como si fuera un bulto de trapos. Sólo se detuvieron unos niños a los que les hizo gracia la forma de los panes. Dorotea sujetó unos con sus dedos callosos y los extendió con una exclamación escueta: »Dos reales».
Así empezó. Al mes, las personas que la veían como un espécimen peligroso se empezaron a detener cerca de su tenderete. Primero molestas y después con desenvoltura, le compraban su mercancía, que en unas horas desaparecía como por magia.
Dorotea vendió con tenacidad durante años. Pero gastaba nada más lo indispensable y vivía aislada en la casa de adobes y tejas que fuera de sus padres. Por eso nadie sabía cuál era el destino del dinero que ganaba.
El misterio lo despejó una de las nietas de su hermano Juanuco un domingo en que la pequeña se escabulló a escondidas hasta el cubil de Dorotea. La niña recordaría hasta la madurez una escena incomprensible: la figura lóbrega de Dorotea acuclillada junto a un hoyo cercano al fogón, del cual extraía las monedas que por única ocasión habían conseguido lo que nadie en el decurso de su extensa vida de penitente: arrancarle una sonrisa fea, más semejante a una mueca de dolor.
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