Nací dos décadas antes que empezara el siglo veintiuno. Aunque eso poco importa. También podría tener noventa y uno. Escribo, al menos eso intento. Es casi una rutina. Una afable rutina de entrega y seducción. Es como una aventura en la cual me voy descubriendo a mí misma, donde cada palabra que vuelco al papel me recrea una realidad inventada, proyectada a otros, pero que vive en mí.

A pesar de los años, puedo decirte que yo también envejezco. Desde el primer día en que nací. La vida no tiene treguas para mí y yo no ofrezco resistencia. Lloré al nacer, no sé muy bien si fue por casualidad, por el cambio ambiental o porque ya desde entonces sabía que moriría alguna vez. Puede sea por eso que a nada me apego, pues si como nací he de morir, entonces andaré de viaje continuo y sin nada que me retenga demasiado tiempo en algún sitio, sin afectos que me aten a ilusiones pasajeras y efímeras.

Más bien sonrío, aliviada, la vida cobra sentido en cada hoy, en cada paso dado y agradecida estoy. Hoy compruebo que por este mundo caminé bastante, de tanto andar y andar trasmuté soledad por libertad.




Rescatado del taller de autobiografías