No quería morir, pero tampoco quería estar allí donde ahora estaba, en el pasillo hediondo a cloro de la posta del Hospital. Ya en la ambulancia la angustia lo tomó por la cintura y se lo arrimó bien firme al pecho. El llanto de su mujer, la preocupación de los vecinos que se acercaron a ayudar, y las indicaciones secas de los paramédicos, se confundieron con la presión alta y las dificultades para respirar que lo traian muy mal, casi al borde. Las luces alógenas del pasillo donde se hallaba ahora lo ponían de frente con la muerte. Tenía miedo de no poder volver a trabajar. Nunca antes tuvo ningun problema de salud, o si los tuvo, no hubo nada que no pudo curarse con alguna yerbita del jardín. Estaba preocupado porque el taladro que usaba cuando cayó al piso había quedado enchufado.

A su lado un montón de enfermos lo miraban con compasión. La pintura descascarada de las paredes hacían triste la estadía. Llevaba más de una hora y media esperando la entrada al pabellón. Tenía terror porque estaba seguro que sin un cheque de garantía lo dejarían morir ahí, que por eso nadie venía a buscarlo. Su mujer angustiada no hallaría de donde conseguir uno. Lo peor para él era pensar en la enorme deuda que con toda seguridad quedaría para después. Letras protestadas y deudas con medio mundo. La acidez hizo un serpenteo agrio por la garganta del infartado mientras moría.

Cuando la muerte se le vino encima estaba solo. No tuvo tiempo siquiera de despedirse de nadie y se fue del mundo con la preocupación de no saber que vendría luego para los suyos. Una luz vino y se lo llevó.

Al final del turno la enfermera más vieja se acercó a él, tomó su mano que ya era un trapo, luego se persignó y tapó el cuerpo sin vida del finado. El chirrido de las ruedas camino a la morgue marcaron el final de todo.