Mis tres hijas las miré crecer en NYC. Y las modestas facilidades del apartamento, distaban de las que tuve en mi rancho del barrio. Pero, aquellas, me dotaron del don del cuidado. Y hoy entre mis nietos y sus primos, aprecio lo positivo de la carencia. Viéndola como la forjadora de mi paciencia en el cuido de lo material.
Por eso cuando los visito, me abastezco de los pertrechos necesarios para reactivar lo que desactiva la facilidad. Y no puede faltar un martillo, el destornillador, el pegamento, el serrucho y la, cada vez menos, posibilidad de trepar por una escalera. Entonces, el embullo arranca con el primer paso sobre el pórtico del hogar de turno visitado.
Y lo bueno, es que las piezas que sujetan el porta papel de baño, son hechas para que rueden sin la necesidad del apuro del descuido. Y, tampoco falta el deseo de estancarse del agua del lavamanos. Y hasta he llegado a pensar que las cortinas del baño saben cuando yo voy. Pero las puertas de los cuartos también saben que las mías eran de aldabas. Por lo de que no generaban el gustito del tono de las suyas al tirarlas.
Pero la frescura de las gavetas al soltar sus tornillos, es mi mejor recibimiento. Y, tal vez, creen ellas que los chicos de ahora los aflojan tanto, porque imaginan que los abuelos necesitamos esa distracción. Pero la verdad es que no trabajamos con lo que nunca existió.
Más, el surrealismo sé incorpora cuando recuerdo lo que pasa con los asientos. Y es que lo de ser silla, trasciende al tambaleante mito de ser mecedora. Y es que los chicos ya no sé sientan. Más bien sé desmayan sobre las butacas. Qué equivale a perder la verticalidad mediante un mareo.
Mareo que en mi tiempo hubiera sido fatal. Porque caer cómo ahora sé tiran en los muebles, me habría quebrado cinco costillas. Sin embargo, apretarles sus patas ahora(las de los asientos) me encanta.
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