Yo si vi a Raphael
Me sigue sorprendiendo cuando pregunto a mis amigos cómo fue su niñez, su paso por el colegio, la básica o la media. Algunos cuentan que lo pasaron mal. Y yo me quedo mirando: ¿cómo se puede sufrir en una etapa donde todo era mágico, fantástico, medio tétrico a veces, pero lleno de regaloneo, amor y preferencias? Uno de los grandes culpables, claro, es el bullying, que a esa edad viene sin filtro ni misericordia. Los niños no se miden: son crueles por naturaleza. Y parece inevitable.
Yo, por suerte o por puro instinto de supervivencia, me escapé. Ajusté el comportamiento diario. Así como en la familia aprendí a esquivar tías y primas mayores desagradables—para qué exponerse—con esa misma estrategia me arrimé a los que molestaban en el colegio. Eran los mayorcitos, los ganadores, los matones. Eso sí, tenía su costo. Tenía que ser deportista para ser aceptado en sus campeonatos ya sea reales o imaginarios, y gracioso y simpático para entrar a los grupos de estudio o sobrevivir en los recreos. Era un equilibrio delicado casi artístico.
Nunca me bautizaron con un sobrenombre, lo cual era rarísimo: todos en el colegio tenían uno. Desde el profesor más respetado, inspectores, administrativos… todos. Yo no. A veces sospecho que no me bautizaron porque mi propio nombre ya era un sobrenombre.
Pero hubo una época en que si me tuvieron en el columpio varias semanas. Lo recuerdo muy bien.
Mi padre había comprado tempranamente, por ahí por 1964, un televisor Motorola enorme, de madera o imitación madera, con parlantes a los lados y patitas. Era un mueble con autoridad. En el living de la casa era casi un altar. Yo veía seriales, noticias y programas nocturnos. Se hablaba de Hechizada, Bonanza, La novicia voladora, Muchacha italiana viene a casarse, Quién soy yo, Sábados Gigantes, partidos de fútbol, boxeo, lucha libre… el menú completo.
Pero en 1969 mi padre logró su soñado traslado a Valdivia, y ahí cambió todo. Tendría unos once años. En provincia la televisión no existía. Nadie hablaba de Don Francisco ni de Raúl Matas. Ni siquiera conocían los rostros de los políticos. Nada. Era como viajar a un universo paralelo. El mundo se informaba solo con diarios y revistas.
Como mi madre tenía a toda su familia en Santiago, viajábamos tres o cuatro veces al año a casa de mi abuela. Ahí yo me ponía al día a una velocidad olímpica. Era como vivir a dos velocidades: tres meses sin tele y un par de semanas con tele. En Valdivia la falta se compensaba con vida social, familiar, juegos y actividades bajo techo, algunos acuáticos, y lluvia, la omnipresente lluvia valdiviana que caía sin contemplación. Pero yo sí sabía lo que pasaba en el mundo. Había visto el viaje a la luna, la muerte de Kennedy, el Mundial del 70—al menos lo que repetían, porque no era en directo. En Valdivia nadie hablaba de nada de eso. ¿Quién era César Antonio Santis? Ni idea.
Para 1970 ya se rumoreaba que pronto llegaría la señal de televisión nacional a todo Chile. Ya había fecha. Octubre, Todavía faltaba. Con algunos compañeros que viajaban a Santiago formábamos un pequeño círculo que comentabamos programas de televisión. Un privilegio. Éramos cómo una logia. Nos creíamos distintos.
Una noche soñé que la señal llegaba. Y como el televisor ya estaba instalado en el living—no había dónde guardarlo—pensé: ¿y si lo prendo? Por el algún minuto pensé que a lo mejor mi televisor en forma mágica tendría señal. A lo mejor es más potente, decía, por el tamaño. Una tarde lo encendí… Y apareció la carta de ajuste.
Aquellos cuadrados que uno acomodaba con las perillas para hacer calzar las esquinas.
Un mal televisor era el que alargaba las cabezas o las estiraba hacia los lados: caras de huevo, cuerpos en espiral. Los bordes se perdían. Una desgracia. Pero el nuestro, no. Caro como era, ajustaba perfecto. Y no tenía “pulgas”, esos puntos molestosos. Una belleza. Yo me cachiporreaba con ganas.
Y ahí, como niño leso pero dedicado, todas las tardes me sentaba a mirar la carta de ajuste antes de que llegara mi padre, ni hablar si me pillaba. Hasta que un día apareció el logo del canal nacional. Después la bienvenida. Y partió la transmisión para Valdivia, al principio en modo prueba. Vi dibujos animados, las noticias, y el cierre a las once en punto. Para mí fue un hito histórico.
En el curso, como estaba pegado a los gorilas, escuchábamos música en inglés. El reciente Woodstock marcaba estilo. En la familia y en radio sonaban los ídolos de ese entonces, Sandro, Adamo, Raphael. Mis primas eran devotas de Raphael. Y la noticia más comentada en Santiago era precisamente su llegada al país: tumultos en el aeropuerto, el Hotel Carrera inundado de fans, muchas minifaldas, porrazos y pelo con laca. Yo lo veía en la televisión. Incluso fue invitado por el congreso. Otros tiempos.
La profesora de castellano—una joven de unos 22 años, recién egresada de la Universidad Austral—era nuestra profesora jefa. Daba como tarea exponer una noticia importante frente al curso. Un día habló muy emocionada que Raphael estaba de visita en Santiago causando furor y lamentó que no viniera a Valdivia. Ahí vi mi minuto de fama. Dije, muy tranquilo y muy seguro:
—Sí… anoche lo vi en la televisión. En las noticias.
Hubo un silencio tenso. Y de pronto los gorilas estallaron a carcajadas. La profesora, asustada por el alboroto, los mandó a callar y me explicó, con mucha paciencia, con un tono maternal pero firme, que no podía inventar semejante mentira. ¿Yo, viendo televisión? ¿Y más encima que viste a Raphael?
Eso fue el disparo de partida para autorizar a mis compañeros para varias semanas de camoteras. Por mentiroso. La profesora—la veo todavía, con esos dientes blancos impecables—antes de cada clase me preguntaba qué había visto “ahora” en la televisión, “La parada Militar” y el curso explotaba. Me rayaban los cuadernos con ¿Cuándo tú no estás?, o me gritaban "Digan lo que digan" por la calle. Era un festival.
Años después supe que la profesora jamás había salido de Valdivia. Hacia el norte conocía hasta Villarrica; hacia el sur, apenas Paillaco. Nunca, en su vida, había visto un televisor. No tenía como imaginar que yo decía la verdad.
El amedrentamiento duró semanas. Hasta que por fin llegó oficialmente la televisión a Valdivia. Entonces el curso entero se volvió experto en programación.
—¿Viste Área 12?
Y al que no lo había visto, recibía su propia camotera. Ahí pasé al olvido.
Conversando con Faundez y Cardemil, me confesaron que ellos también tenían televisor y que también habían visto a Raphael en las noticias. Pero se quedaron callados.
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