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Millonario del Alma

A veces, los encuentros que parecen insignificantes se guardan en el corazón como si hubieran sido predestinados desde mucho antes. No siempre son grandes sacudidas ni epifanías que cambian el rumbo de una vida; a veces son apenas un desliz sutil en la textura de la realidad, un hilo que se enciende bajo la superficie y revela una conexión que estaba esperando, silenciosa. Y, sin embargo, esos instantes pueden ser suficientes para iluminar algo adormecido en el alma.

El anciano subió al tren con el cuidado de quien ha aprendido a medir cada movimiento para que no duela. Se detuvo unos segundos antes de avanzar por el pasillo, observando el interior del vagón con una satisfacción tranquila: aquel tren no era de los nuevos, relucientes y clínicos, sino uno de esos que todavía conservan un alma hecha de madera pulida, tornillos antiguos y asientos de elegancia extraviada. Las telas en tono borgoña mostraban un desgaste amable, como mejillas que han recibido muchas risas.

Encontró su asiento junto a la ventana y dio gracias en silencio al notar que nadie ocupaba el asiento contiguo ni los dos asientos frente a él. Sonrió apenas: ese era su pequeño regalo del día. A su alrededor, el andén bullía con vida; pasajeros somnolientos con maletines, trabajadores con chalecos reflectantes, oficinistas apurados revisando relojes, jóvenes con mochilas colgadas al hombro. El tren, uno más entre muchos alineados como columnas metálicas, seguía detenido. Dejando su maleta a un lado, se sentó despacio y apoyó una mano sobre el descansabrazo, sintiendo la textura lisa y tibia bajo sus dedos. Miró por la ventana: el sol se asomaba tímido entre los techos y los postes. Por un instante, se sintió en paz. Viajar solo era un lujo: una conversación privada, un pequeño refugio dentro del mundo.

Pero la puerta corrediza del vagón se abrió y su paz se movió de lugar.

La muchacha entró con la velocidad vibrante de la juventud, sin pedir permiso al aire. Tenía el cabello teñido en tonos celeste y rosa, colores que parecían recién lavados en agua de sueño. Llevaba una falda de tul negro sobre mallas oscuras, botas de combate que habían visto calles, conciertos, historias que él no podría imaginar. Su labial negro era una línea firme, segura, no dramática sino convencida. Un pequeño aro metálico brillaba en el borde de su nariz. Traía una mochila con demasiados parches, demasiados mundos.

Y se sentó justo frente a él.

El anciano sintió el golpe suave de la desilusión en el pecho.

Afuera, la luz dorada seguía igual, pero dentro de él algo se había apagado.

Por educación profunda y antigua, le ofreció una mínima inclinación de cabeza. Ella la devolvió con una sonrisa breve y honesta, pero él no la supo recibir. Había pasado demasiado tiempo guardando su espacio como fortaleza.

Él se volvió hacia la ventana. Ella sacó su celular.

Comenzó el tecleo.

Rápido.

Ansioso.

Un pulso eléctrico que contrastaba con la cadencia del tren que apenas comenzaba a avanzar.

A ratos se oían notificaciones: un timbre agudo, otro más grave, uno vibrante que hacía eco en el asiento. El anciano frunció el ceño. ¿Cómo podían los jóvenes vivir con tanto ruido interno? ¿Con qué espacio respiraba el pensamiento?

El tren ganó velocidad con un traqueteo suave, casi un ronroneo largo. Él se acomodó los gafas y decidió que concentrarse en el paisaje bastaría.

Ella tecleaba con una intensidad que parecía competir con el golpeteo del tren. En algún momento, el hambre los alcanzó a ambos casi al mismo tiempo.

El anciano, con la serenidad metodológica de quien ha hecho esto durante décadas, abrió su maletín y sacó un sándwich envuelto en papel encerado, que se desplegó con un susurro casi afectuoso, acompañado de un pequeño frasco de jugo que destapó sin que el aire del vagón se enterara. “Así debería alimentarse uno en un tren”, pensó, orgulloso del silencio pulcro de su refrigerio.

La joven, en cambio, hundió la mano en su mochila y extrajo una enorme bolsa de frituras que, al abrirse, sonó como si hubiera estallado una pequeña granada dentro del vagón. Luego vino el chasquido áspero y carbonatado de una lata de refresco. El anciano parpadeó una vez.

Luego otra.

“Por supuesto”, se dijo, mirando el techo como si buscara paciencia entre las lámparas, “¿qué clase de juventud elegiría una fruta o una barra de cereal cuando puede hacer sonar el Apocalipsis de las Frituras?”

El primer crujido de las papas resonó como ramas quebrándose bajo botas en un bosque silencioso.

Él cerró los ojos un segundo, conteniendo el alma.

“¿Era necesario que las botas fueran de combate? ¿Era necesario que la falda fuera de tul? ¿Era necesario que la comida sonara como si estuviera devorando un campo entero de maíz tostado?”

Exhaló. No fue un suspiro dramático, pero sí lo bastante visible para quien supiera mirar.

La joven no levantó la vista, pero en la comisura de sus labios surgió una pequeña curva, casi traviesa, casi cómplice. Como si hubiera escuchado todo sin oír nada.

Terminaron de comer casi al mismo tiempo. El tren se adentró en un bosque y el paisaje se oscureció. El anciano encendió la pequeña lámpara encima de su asiento y sacó su libro: uno gastado, de lomo suavizado por los años, páginas amarillentas como hojas de otoño, con ese perfume inconfundible que solo conocen los que han vivido amando una biblioteca.

Abrió el libro. Ajustó sus lentes. Estaba a punto de sumergirse en la primera frase cuando notó que la muchacha había guardado el celular y sacaba otra cosa: una tablet.

Y entonces, por primera vez, se escuchó su voz, un poco áspera, un poco cansada:

—¿No te cansas… —dijo, sin ocultar su molestia— de gastar la vista en esas pantallas? —Levantó su libro, como quien levanta una bandera de principios—. Un buen libro, hija, es todo lo que una persona necesita para alimentar el alma.

La muchacha parpadeó, sorprendida. No con enojo, no con burla. Sólo sorpresa pura, como si nadie le hubiera hablado con tanta convicción en mucho tiempo.

—Pero… estoy leyendo —respondió ella, tranquila.

Y giró la tablet para mostrarle la portada iluminada. El anciano entreabrió los ojos. Era El guardián entre el centeno. Él había leído ese libro cuando todavía caminaba rápido, cuando todavía discutía en cafés y dejaba flores en los buzones de quienes amaba.

—Lo leí hace cuarenta años —dijo, con una suavidad que no esperaba oír en su propia voz.
—Yo lo leí el año pasado —respondió ella—. Pero no lo entendí del todo. Ahora estoy releyendo. A veces, los libros no se abren completos a la primera, ¿no?

El anciano sonrió. Una sonrisa verdadera esta vez.

—¿Y qué fue lo que no entendiste?

Y así comenzó.

Hablaron de Rayuela de Cortázar, de La Casa de los Espíritus de Allende, de Veinte poemas de amor y una canción desesperada de Neruda, de Fahrenheit 451 de Bradbury —donde los libros ardían igual que en los incendios que él recordaba haber leído en los diarios viejos, aquellos donde los nazis quemaban bibliotecas enteras, intentando apagar ideas con fuego. Ella mencionó ese hecho: cuántos pensamientos, cuántas voces hubieran sobrevivido, dijo, si hubieran existido archivos digitales. Y él, por un momento, se quedó sin palabras.

Luego ella preguntó por el libro más querido del anciano.

Él no dudó.

—El hombre que plantaba árboles —respondió—. No es largo, pero… me sostuvo en años difíciles.

Ella buscó el título en su tablet, tocó dos veces la pantalla y el libro apareció listo para leerse.

—¿Cómo… cómo hiciste eso tan rápido? —preguntó él, francamente impresionado.
—Lo compré —respondió ella, con la naturalidad de quien enciende una lámpara.

Él parpadeó, todavía buscando entender esa rapidez que parecía magia. Ella, quizá notándolo, añadió con una sonrisa ligera:

—Voy a pasar unos días con mi abuela. Le voy a regalar esta tablet. Le encanta leer, pero dice que usar sus gafas la hace dormir y le da dolor de cabeza. Así que creo que esto le va a ayudar.

El anciano imaginó a esa abuela, quizá con moño y reboso, negándose a admitir que la vista había cambiado. Sonrió. Lo entendía demasiado bien.

—Pero… se pierde algo —murmuró él, no con reproche, sino con nostalgia—. El olor, el peso… el sonido de pasar las páginas. Tener los libros en casa es… sentirse un millonario del alma.

Ella inclinó la cabeza, como quien escucha un recuerdo.

—Y lo es —asintió—. Pero también… si se pierde un libro, si se moja, si lo roban, si se rompe… aquí —tocó la tablet— está a salvo. Y puedo cargar cientos sin ocupar espacio. Y… —acercó el dispositivo a él— mire esto.

Tocó la esquina de la pantalla. Una página pasó con un suave shhh, casi idéntico al roce del papel.

—Hasta le pusieron sonido —rió ella—. Solo falta inventar un aromatizante de libro viejo. Seguro alguien lo hará. Debe de haber un científico trabajando en eso ahora mismo.

El anciano dejó escapar una risa que era mitad incredulidad, mitad rendición.

—¿Puedo…? —preguntó, casi en voz baja.

Ella se lo entregó con cuidado.

Él se quitó las gafas. Ajustó el tamaño del texto. Primero borroso… luego claro.

Tan claro.

Sintió algo abrirse en su pecho.

Una ventana que llevaba años cerrada.

No dijo nada.

No tuvo que hacerlo.

Cuando llegaron a su destino, caminaron juntos hacia la salida. Ella ajustó su paso al de él. Él la dejó pasar primero, con una inclinación galante que pertenecía a otros tiempos. Ambos sonreían, como si hubieran compartido un secreto antiguo y recién descubierto.

A veces, pensó el anciano, el alma se alimenta de formas inesperadas.

Y uno puede ser un millonario del alma incluso cuando comparte sus tesoros con alguien más.

A veces, el viaje no es el del tren.

Es el de uno mismo.

Fin.

Texto agregado el 01-12-2025, y leído por 0 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
02-12-2025 (1) Lo que planteas es una imagen muy poderosa: dos generaciones distintas, un anciano y una joven, compartiendo un mismo espacio sin enfrentarse, sino complementándose. Ambos se enriquecen mutuamente, El anciano transmite sabiduría y contexto histórico que no siempre aparece en la pantalla. La joven le muestra cómo la tecnología abre nuevas puertas, desde ampliar fuentes hasta escuchar voces diversas en tiempo real. Él aporta profundidad, ella amplitud. XZEPOL
02-12-2025 (2) El libro del anciano representa la tradición, la memoria, la experiencia acumulada y la calma de la lectura pausada. La tableta de la chica simboliza la inmediatez, la conexión global, la posibilidad de acceder a miles de fuentes en segundos y la curiosidad de una generación que crece en lo digital. El libro enseña a detenerse y reflexionar. La tableta invita a explorar y conectar. XZEPOL
02-12-2025 (3) Juntos, muestran que la tradición y la innovación no se excluyen, sino que se potencian. Tienes un talento excepcional para transmitir ideas profundas en palabras asequibles. XZEPOL
02-12-2025 Le he dado una tregua a mi reclusión con los libros de Filosofía para leer y comentar tu cuento. Es una joya de buen humor y personajes entrañables. Me hizo reír eso del Apocalipsis de las frituras, y la magia de la tablet desplegada ante el anciano hecho a la antigua usanza... Y bueno, regreso con Kant. Un abrazo. Gatocteles
02-12-2025 Excelente misletras
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