Las calles se arropaban con la densa oscuridad de la noche. Me sorprendió ver a esas horas a un anciano que me hacía señas para detenerme. Frené el taxi y me estacioné a su lado. Ascendió al vehículo con alguna dificultad y se acomodó en el asiento trasero estrechando contra su pecho un maletín negro, con la ternura de quien protege un hijo dormido.
– Por favor, lléveme a esta dirección, dijo, entregándome un papel. Pero antes, dese una vuelta por el centro de la ciudad. Quiero despedirme de los sitios que compartí con mi esposa.
Sus palabras me sonaron extrañas pero me abstuve de hacer ningún comentario. Nos pusimos en marcha y me fue guiando por calles desiertas sumidas en profundo silencio. En determinado momento nos detuvimos frente a un edificio vetusto y al parecer, abandonado.
“Este era un banco… aquí conseguí mi primer trabajo. Yo era apenas un mensajero. Cada mañana entraba con el corazón ligero, como si el mundo me estuviera abriendo las puertas. Y ella… ella estaba allí. La más linda servidora de café que jamás pudiera imaginarse. Su sonrisa iluminaba más que las lámparas del vestíbulo, y el aroma de su café era la promesa de un día mejor. Yo llevaba sobres y documentos, pero lo que realmente esperaba era cruzar su mirada, aunque fuera por un instante. Nos convertimos en cómplices de confidencias y el tiempo se encargó de encadenar un querer. Terminamos casándonos. El banco ya no existe, pero aquella muchacha convirtió un trabajo sencillo en la aventura más dulce de mi juventud.”
La siguiente estación fue un antiguo edificio de apartamentos de fachada cansada y balcones agobiados por el peso de muchas historias. El anciano lo contempló con un silencio reverente, sabiéndose dueño de mil secretos remotos.
“Este fue nuestro primer hogar”, dijo con voz quebrada. “El destino nos negó hijos, y ese fue el único sufrimiento en nuestra vida. Las habitaciones escucharon nuestras risas, nuestras conversaciones y los sueños que inventábamos para llenar el vacío de retoños”
Imaginé a la pareja decorando con sencillez aquel espacio, convirtiendo cada rincón en un refugio de amor donde la felicidad colmaba sus vidas.
Visitamos dos o tres lugares más. Todos llenos de nostalgia, con olores trasnochados como maletas olvidadas en la estación de un tren que se negaba a regresar. Casi amanecía cuando lo dejé en la dirección indicada. Para mi sorpresa, se trataba de un parque.
“En este lugar pasamos juntos horas y horas. No teníamos dinero para diversiones, pero nos bastábamos el uno al otro.” Me estacioné.
Conmovido por la fuerza de su historia, me bajé y le abrí la puerta. Hizo ademán de sacar su billetera, gesto automático de quien no quiere deber nada.
“No me debe nada”, le respondí, y en un impulso emocionado lo abracé.
El anciano se quedó quieto, sorprendido, y luego me devolvió el gesto con gratitud silenciosa. Comprendí que no era yo el que lo había transportado, sino él quien me había regalado un viaje por el país de sus recuerdos.
Se alejó con paso vacilante hasta sentarse en una banca bajo la mortecina luz de un farol. Le vi abrir el maletín y mirar su contenido, congelado en un silencio sin final. Mi curiosidad no pudo contenerse. “¿Qué lleva ahí?” le pregunté desde lejos alzando la voz para que pudiera oírme.
Subí al taxi y me largué a toda velocidad. En mi mente resonaban una y otra vez sus palabras: “Su cabeza, hijo, su cabeza”
|