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El Cerro de los Huesos

Hay lugares que guardan memorias como si fueran cicatrices en la piel del mundo. Sitios donde el viento murmura nombres que nadie recuerda y las noches parecen conservar el temblor de antiguas tragedias. En esos rincones, el tiempo no avanza: respira. Late. Y a veces, cuando uno se queda en silencio, siente cómo un puñado de sombras se asoma para contar lo que nunca fue escrito.

Esta es una de esas historias, una que mi madre nos contó decenas de veces cuando éramos niñas, siempre con la misma pausa en la voz, siempre mirando hacia un punto que nosotras no podíamos ver.

Así era Agustín Melgar, en el municipio de Nazas, Durango, aquel verano de 1957: un pueblo pequeño, de casas de adobe y techos bajos, donde las calles de polvo parecían caminos hacia otro siglo.

Por generaciones, los vecinos habían aprendido a encerrarse antes de que la luna subiera demasiado. No por superstición, sino por experiencia. Porque cada tanto, sin fecha ni aviso, se escuchaba el paso de un grupo de jinetes cruzando el pueblo. No se les veía, pero se les oía con una claridad que helaba los huesos: cascos golpeando la tierra seca, voces en susurros, el roce de sillas de montar… y, sobre todo, el llanto inconfundible de un bebé.

“Ya vienen” murmuraban las mujeres mientras atrancaban las puertas.

“Apúrense, chamacos, métanse, ¡ándenle!” ordenaba algún abuelo mientras corría el cerrojo.

“Ni se asomen, ¿me oyeron?” decía una abuela con la mano temblorosa.

Y el sonido pasaba, lento, casi triste, como una procesión antigua. Nadie recordaba la primera vez que había ocurrido. Para 1957 ya era parte del paisaje sonoro del pueblo, como la cigarra en verano o el rumor del río cuando crecía.

Una mañana de julio, bajo un sol bravo que hacía vibrar la planicie, don Zeferino, un pastor de barba escasa y camisa de manta deshilada, bajó corriendo desde la pequeña colina donde llevaba a pastar a sus chivas y entró raudo a uno de los salones de la escuela primaria.

—¡Maistro Aurelio! ¡Maistro Aurelio! ¡Venga a ver esto, por el amor de Dios! -gritaba don Zeferino, sudado, con la respiración atrabancada y el sombrero casi cayéndosele de la cabeza.

Aurelio Armendariz, hombre serio y de lentes gruesos, levantó la mirada de las tareas que calificaba.

—¿Qué pasó, Zeferino? ¿Por qué viene tan agitado? ¿Se desbarrancó una chiva o qué?
—No, maistro… esto es otra cosa. Está rete feo. Mire, pos yo andaba allá arriba, en la puntita del cerrito, cuando vi algo raro… Unos huesos que no son de animal, se lo digo clarito. Me dio un no sé qué nomás de verlos.
—¿Huesos? ¿De qué tamaño? ¿Está seguro? -preguntó con el seño fruncido y quitándose los lentes.
—Maistro, no me ande regañando. Yo conozco bien a mis animales. Estos huesos son de cristiano… y pa’ qué le miento, sentí que se me helaba hasta el alma.

Después de recoger una pala, subieron juntos la colina, desde donde se veía el llano extendiéndose hacia Nazas.

El viento caliente del verano agitaba el pasto seco. Allí, entre la tierra removida por las lluvias, asomaban fragmentos óseos, amarillentos como cera vieja.

Aurelio se acuclilló, tocándolos apenas con los dedos.

—Tienes razón Zeferino. Esto… esto es humano- murmuró con gravedad.

Zeferino dio un paso atrás.

—Le juro, maistro, que yo nomás vi que relumbraban. Ni los toqué, pa’ qué quiero broncas. Dije: ‘esto no es cosa buena’… y me arranqué volando pa’ avisarle.
—Hiciste bien. Voy a avisar a las autoridades de Nazas. Esto hay que revisarlo como Dios manda.

Zeferino asintió con los labios temblando.

—Sí, maistro… porque lo que está ahí enterrado no está en paz, se lo digo yo.

Tres días después, el silencio del pueblo se rompió con el ruido de motores.

A Agustín Melgar llegó un camión verde olivo, dos camionetas y un sedán de color marfil. De ellos bajaron hombres vestidos de ciudad: pantalones de gabardina, sombreros finos y maletines. Traían cuadernos, instrumental y un aire de gente que no entiende del todo dónde está parada.

—¿Usted es el maestro Armendariz? —preguntó uno de ellos, joven, delgado, con voz de hombre que no acostumbra alzarla.
—A sus órdenes. Hallamos los restos aquí arriba.
—Vamos a necesitar manos. ¿Cree que haya gente dispuesta?

Aurelio se cruzó de brazos.

—Mire, aquí todos somos gente de trabajo. Si les pagan bien, le entran sin chistar.

El hombre de la ciudad asintió:

—Perfecto. No queremos retrasos.

Y así ocurrió. Campesinos de camisas remendadas, pantalones de mezclilla gastados y sombreros de palma llegaron desde temprano. Les dieron palas, picos y bolsas de manta. Entre todos comenzaron a excavar la punta de la colina. El sol caía duro, levantando espejismos y el polvo se pegaba a las pestañas. Las mujeres llevaban cántaros de agua fresca, y los niños, alegres, descalzos, con mirada emocionada de quien se sabe en medio de una aventura, corrían entre los adultos con la natural fascinación de quien ve un misterio sin entenderlo.

—¡No se me arrimen tanto, chamacos! —gritaba una madre.
—Déjalos, mujer —respondía un viejo—, nomás andan mirando.

Pero los niños seguían, riéndose entre ellos, fascinados.

En los primeros días hallaron huesos largos, costillas, piezas dentales desordenadas. Luego aparecieron objetos: cucharas de metal ennegrecido, fragmentos de cerámica, botones redondos, un pedazo de cuero endurecido por el tiempo, restos de lo que parecía una charretera militar.

—Mire esto, maestro -dijo uno de los forenses, mostrando un botón con un águila casi borrada.
—¿De cuándo cree que sea?
—Difícil asegurarlo… pero por la oxidación, el tipo de costura y la profundidad, podría ser de mediados del siglo XIX.

Aurelio sintió un nudo en la garganta.

—¿De la Guerra con Francia?

El hombre se acomodó los lentes.

—Posiblemente una emboscada. O una retirada apresurada. Muchos cuerpos, poca ceremonia… ya sabe.

Otro técnico intervino:

—Hallamos un pedazo de bayoneta. Y este borde de olla… mire el diseño. Muy viejo.

Aurelio respiró hondo y pensó: “Entonces… todo lo que oímos en las noches…”

Durante los primeros días, la colina se convirtió en un ir y venir de vehículos. Los hombres de la ciudad cargaban cajas de cartón encintadas, llenas de huesos largos, dentaduras sueltas y objetos ennegrecidos y se las llevaban rumbo a Nazas. Volvían al amanecer del día siguiente y repetían la rutina, como si la colina fuera un pozo sin fondo de secretos enterrados. Así transcurrieron cuatro días enteros, con el pueblo mirando en silencio cómo cada viaje parecía arrancarle otra capa de misterio a la tierra.

Fue hasta el quinto día, cuando el sol caía y el cielo ardía de naranja, que un niño llamado Fito gritó emocionado:

—¡Miren, miren! ¡Encontré una cabecita! ¡Ándenle, vengan!

Todos corrieron. En sus manos tenía el fragmento incompleto de un cráneo diminuto. El silencio que siguió fue espeso. Una de las mujeres se persignó.

Los hombres de la ciudad lo tomaron con cuidado, casi con aire ceremonial. El maestro sintió un escalofrío que no venía del viento.

“El llanto…” pensó. “El llanto del bebé que escuchamos en las noches…”

Pero no dijo nada. Ni hacía falta.

Durante cinco días excavaron, clasificaron y guardaron cada resto con un cuidado casi reverente. Al término de la jornada final, la colina ya no era la misma: había perdido su punta antigua y se había vuelto una loma suave, casi tímida, como si un gigante hubiese pasado la mano sobre ella para limar su cima. Los vehículos de la ciudad partieron uno tras otro, cargados con cajas encintadas llenas de huesos, utensilios, polvo y silencios que nadie sabría interpretar del todo.

El pueblo, poco a poco, volvió a su rutina: los niños regresaron a sus juegos, los campesinos al campo, las mujeres al trajín diario. Pero ese verano ocurrió algo distinto: por primera vez en décadas, las noches de Agustín Melgar quedaron en un silencio absoluto. No hubo cascos invisibles. No hubo murmullos en la oscuridad. No hubo llanto de niño arrullado por una madre fantasma. Era como si, al fin, alguien hubiese cerrado una puerta antigua que llevaba demasiado tiempo entreabierta.

Al final, sólo quedó la loma, el viento tibio del Nazas y la memoria de un hallazgo que jamás llegó a ningún libro. Porque México está lleno de historias que se disuelven como polvo sobre las huellas de un caballo invisible y es una pena que nadie se tome el tiempo de guardarlas antes de que se desvanezcan. Hay lugares que aún conservan tragedias antiguas… pero también esperan, paciente y tercamente, a que alguien se atreva a recordarlas, a ponerles nombre, y a devolverles el eco que el tiempo les arrebató.

Fin

Texto agregado el 04-12-2025, y leído por 0 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
05-12-2025 Sorprende lo que cuentas,era un cementerio oculto que casualmente salió a la luz .No hubo más llantos de niños ni el ruido que se sentía en las noches. Esos huesos necesitaban estar en el lugar que les correspondía . Hay vida después de la vida;es una realidad.El llanto del niño fue escuchado y nada fue una alucinación. Tu narrativa es excelente y tan apropiada para que se entienda,tan claro todo lo que expones que para mí fue un placer leerte. Te felicito. Un besito Victoria 6236013
04-12-2025 Me encantó leer este cuento, tiene todo lo que se necesita para atraer la atención del lector, es interesante, se lee con facilidad y nos lleva a un mundo que parece diferente y sin embargo está escrito en las leyendas que pasan de generación en generación. Encantada de leerte, besos. ome
 
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