La mañana era fría, pero se levantó de todos modos. Eran las cinco de la madrugada, se acercó a la ventana, aún estaba oscuro y las calles vacías. En su corazón pesaba una inmensa amargura a raíz de la discusión que había tenido con Sofía durante la noche. Se sentía profundamente herido; era la primera vez que su esposa le decía que buscara otro lugar para vivir.
Bajó las escaleras y entró a la cocina. Preparó un café y se dispuso a saborearlo lentamente en el sillón de la sala, como sobando un horrendo moretón.
Pensó en los años compartidos, las vivencias, las alegrías, los logros comunes: la casa, la universidad, el vehículo y, durante los últimos años, las clínicas psiquiátricas y doctores para apaciguar el monstruo que la consumía por dentro.
Sumido en sus cavilaciones observaba ajeno a los primeros peatones que transitaban por la avenida, era el amanecer y los vehículos aun circulaban con las luces encendidas. Vio cómo se detuvo una camioneta y, de ella, descendió la chica del puesto de ropa de la feria de los martes. El conductor descargó dos fardos de la parte trasera y enseguida se marchó, dejándola sola con su cargamento sobre el pavimento.
Ella le recordaba a Sofía cuando era joven; llena de vitalidad, astuta y audaz. Nada era imposible cuando se estaba con ella.
Observó a la chica vacilar, como buscando algo o alguien y luego volviendo su mirada hacia los fardos. Intuyó que necesitaba ayuda y decidió salir a socorrerla.
- Hola, te estaba mirando desde mi casa. Allá, en frente. Pensé que necesitabas una mano. Me llamo Esteban.
Ella lo miró con la desconfianza que se exhibe con un desconocido que se aparece repentinamente, pero al oírlo y ver su modo bonachón, sonrió y dijo: - Gracias, la verdad es que no sabía qué hacer, es temprano y mis amigos de la feria aún no llegan. Debo llevar estos fardos hasta la próxima calle, ¿es mucho pedirle? Ah, perdón, mi nombre es María.
- Hola María. No es problema, para esto salí. -respondió Esteban con una mueca de sonrisa y acto seguido levantó el fardo más grande.
María hizo lo mismo y se encaminaron hacia la calle de la feria.
Ayudar a María fue un escape temporal, una distracción que lo alejaba por un momento de lo que ardía en su pecho. No tardó mucho en volver a sentir la punzada de su herida y se vio caminando con su carga a rastras como Jesús con su cruz.
- ¿Se encuentra bien? -le preguntó María, que lo observaba.
Él se incorporó, como saliendo de un fumadero de opio. - Sí, perdón, ¿por qué?
- No lo veo bien, si gusta descansamos un poco, no quiero provocarle mal.
- No. No es nada, solo pensamientos… pequeñeces. -replicó Esteban minimizando la gravedad, aunque su rostro expresaba una historia diferente.
María se dio cuenta de que Esteban cargaba un gran dolor. Su voz temblorosa y sus gestos artificiales eran acompañados por ojos suplicantes y labios comprimidos. No quiso insistir para no empeorar su pena. Decidió caminar en silencio lo poco que faltaba. Cuando por fin llegaron le dijo - ¿Sabía usted que las mujeres somos las que mejor sabemos escuchar? -y luego agregó - Si necesita conversar, estoy aquí para escucharle. -Acompañó esta última frase con una tierna caricia en la mejilla.
Esto revivió parcialmente a Esteban y un chispazo pareció aparecer en su mirada. Escuetamente dijo - Gracias. -Dio media vuelta y volvió sobre sus pasos camino a casa.
Sorpresivamente se sintió más calmado y volvió a pensar en Sofía cuando jugaban en la calle donde crecieron. La veía discutiendo acaloradamente con su hermano mayor sin retroceder un ápice y salir airosa, o ser la más rápida sobre patines y, como no, cuando ella se le declaró y se hicieron novios… por Dios debió haberlo notado. Era cada vez más agresiva. Al inicio lo vio como prueba de que lo amaba, pero con el tiempo se tornó posesiva y debió fingir no mirar ni hablar con ninguna otra mujer. Las únicas riñas que tuvieron fueron infundadas. El problema creció al punto que lo interrogaba cada vez que volvía del trabajo. Fue el hermano de Sofía quien sugirió que la viese un psicólogo, y como el epílogo de una tragedia griega, le diagnosticaron “Síndrome de Otelo”, nombre que se inspira en la homónima obra de teatro escrita por Shakespeare, donde Otelo mata a Desdémona poseído por unos celos enfermizos.
Esteban pensaba: “Han sido años duros. Sofía pasa temporada tras temporada en clínicas donde la tratan con fármacos y doctores. Cuando vuelve a casa es irreconocible, ya no es la misma. No es mi Sofía, y al cabo de unos meses vuelve a recaer y la deben internar una y otra vez.”
Al pasar por la esquina sur de su casa divisó el letrero, aun encendido, de la estación de metro. Sus ojos parpadearon y su mente comenzó a fantasear; querría escapar, pagar un billete sin destino o, ¿por qué no?, tirarse sobre los rieles y acabar con todo, zafarse para siempre de su amor maldito. Se detuvo abruptamente y escondió la cara entre sus manos y lloró desconsoladamente y las lágrimas aplacaron su herida y sosegaron su espíritu. Un momento más tarde, con paso decidido, corrió el resto de la distancia para encontrar a Sofía, estrecharla entre sus brazos y jurarle que ella era el único y verdadero amor de su vida.
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