El doctor le dijo el diagnóstico: en los próximos meses su cuerpo se irá paralizando poco a poco, hasta que los músculos respiratorios colapsen y muera de asfixia.
—¡Yo no! —gritó el señor Valdemar—, ¡su puta madre se va a morir así, porque yo, no!
Salió del consultorio dejando detrás suyo a un doctor impávido, que estaba acostumbrado por rutina a las diversas reacciones de los cientos de enfermos terminales a los que les había dado la trágica noticia de una muerte próxima.
Una vez en la calle, el señor Valdemar tomó un taxi.
—Dame una vuelta por la ciudad —le dijo al chófer.
Después de casi dos horas de vuelta, se decidió por un plan: una muerte asistida. En su país no era posible, pero sí lo era en el país vecino. El señor Valdemar era un hombre de decisiones rápidas, y cuando tomaba una decisión, cualquiera que fuera, la seguía hasta el fin, cayera quien cayera. Así construyó su empresa, así tuvo una familia con tres hijos a la que abandonó por otra mujer más joven y con más clase; así tuvo amigos de los que se hizo su enemigo en favor de su negocio; así construyó la casa de sus deseos en Miami, a la que no había ido todavía, y así moriría, por su decisión y no por una jodida enfermedad.
—Que se mueran como un perro asfixiado los débiles —pensó.
El señor Valdemar voló a Suiza y, en una cita de información que sucedió en un edificio modesto en el centro de Zúrich, le dijeron que la muerte asistida la ofrecían en dos paquetes: el paquete básico y el paquete premium.
—¿En el paquete básico me tomo la pastilla yo solo y en el premium me la da una hermosa enfermera? —dijo, siempre tan bromista al hacer negocios.
—No, señor, ambos paquetes son asistidos por un doctor especialista, dos enfermeras y un notario, todo en nuestro exclusivo hospital paliativo con el mejor servicio disponible para tan especial ocasión. La diferencia radica en las pastillas que usted recibe para tomar. El paquete básico cuesta seis mil francos y usted recibe una pastilla; el paquete premium cuesta diez mil francos y usted recibe tres pastillas.
—No entiendo —interrumpió el señor Valdemar—, si pago seis mil francos, ¿una pastilla me mata y si pago diez mil, tres pastillas me matan?
—Señor, en ambos paquetes usted necesita una sola pastilla para completar su ciclo de vida —le dijo el suizo, vestido con traje fino y corbata a rayas, mirándolo con ojos pacientes—. Si usted paga seis mil francos, tiene solo una oportunidad para decidirse a tomar la pastilla, mientras que con el paquete premium usted tiene tres oportunidades. Suele suceder que muchos clientes, en el último instante, se arrepienten de su decisión y no toman la pastilla. En ese caso, si usted tiene el paquete básico, perderá su dinero; pero con el paquete premium tendrá dos oportunidades más para pensar e intentarlo de nuevo, o no; es un paquete muy flexible. El paquete premium es el más elegido por nuestros clientes, porque todos aceptamos que morir no es fácil y la voluntad humana es más frágil que la vida.
—Entonces elijo el paquete básico. Para mí el asunto está claro —exclamó el señor Valdemar, orgulloso de escucharse a sí mismo.
El día de la cita final, que parecía tan lejana cuando se acordó, llegó. Ahí estaba el señor Valdemar, sentado en una silla rígida frente a una mesa de caoba grande y pulida. Sobre la mesa no había nada excepto un pequeño recipiente de plástico transparente con una pequeña pastilla redonda de color rosa en el interior y un vaso de agua. Sentados frente a él estaban el doctor y dos enfermeras que lo miraban con los mejores ojos compasivos que podían mostrar. Un hombre vestido de traje oscuro tomaba nota sentado en un rincón de la pequeña, pero muy elegante sala, cuya luz tenue cubría la escena de tranquilidad.
—Cuando usted lo desee —exclamó el doctor—, tómese su tiempo. Si decide no hacerlo, dígalo con toda confianza.
El señor Valdemar ignoró las palabras del doctor. Observaba con interés la pastilla mientras pensaba:
“No sé por qué le llaman pastilla, si es una píldora, y el color rosa... ¿creen que soy una nenita asustada, o qué?!”
Sabía que era una acción rápida: coger el pequeño recipiente y directo a la boca, sin agua. Entonces pensó en su departamento en Miami, el cual no había visitado. Unos días en Miami, cervezas en la enorme terraza, vista al mar, ver la puesta del sol. Tampoco tuvo tiempo de despedirse de sus hijos. Quería sorprenderlos con su muerte, darles una última lección de vida al estilo: “Mírenme, morí sin hacer drama y sin molestar a nadie, aprendan de mí”. Le hubiese gustado ver el rostro de sus hijos una última vez, pedirles perdón por no haber estado ahí, decirle a Lucía, su exesposa, que ella no había hecho las cosas mal, que había sido una gran madre y una esposa fiel, pero que él necesitaba seguir adelante; también decirle a Jessica, su esposa joven, que se jodiera, que no iba a recibir nada de herencia; ver una última vez la ciudad donde nació, la foto de sus padres...
El señor Valdemar cogió el recipiente, lo levantó en alto, miró a los presentes y les dijo:
—Con mi dinero no se quedan, hijos de puta.
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