Un conductor inescrupuloso hizo una mala maniobra y chocó contra el semáforo de los peatones en la esquina de Rivadavia y Castro Barros. Es un lugar muy transitado a toda hora.
Era de madrugada. El ruido sobresaltó a los trasnochadores, que inmediatamente se asomaron a ventanas y balcones para curiosear.
El auto quedó inutilizable y su dueño no pudo huir, a pesar de que lo intentara. Seguramente habría tomado algunas copas y no querría que lo escracharan con el test de alcoholemia. Enseguida apareció el patrullero.
Lo que nadie vio es que desde el semáforo caído sobre el pavimento, salieron dos muñequitos de distinto color. Uno era blanco y el otro entre rojo y anaranjado.
Sólo una mujer añosa, a todas vistas jubilada, a la que le cuesta conciliar el sueño, creyó verlos. Cuando al día siguiente se lo contó al encargado del edificio, al carnicero y al verdulero, no le creyeron. Sonrieron pensando: Pobre mujer, no debería vivir sola si ve muñecos caminando.
Lo cierto es que esta mujer tenía razón.
Los muñecos son diminutos y desde el primer momento de su caída al pavimento, tienen en claro qué es lo que deben hacer en casos como este, ya que trabajan para el Gobierno de la Ciudad, que vela por todos nosotros, y también por ellos, los muñecos de cada semáforo, de cada esquina. Éstos conocen a la perfección el protocolo a seguir en estas circunstancias.
Habían recibido las instrucciones pertinentes al presentarse a trabajar en ese puesto, cuyo nombre parece rimbombante en comparación con la tarea a realizar, las 24 horas de cada día, cada mes y cada año: Ordenadores del Tránsito Peatonal.
La labor es sencilla y el sueldo es mínimo, aunque se ahorran el alquiler de una vivienda, pagos de expensas comunes y otros servicios.
La tarea consiste en estar parados con las piernas abiertas los blancos, mientras que los rojos deben titilar unas nueve veces según la calle a ordenar, esconderse detrás de números en las avenidas para advertir a los deambulantes que les conviene apresurarse, y luego aparecer quietos algunos minutos, hasta que el blanco se encendiera nuevamente.
Sencillo el trabajo, pero estresante en exceso, ya que no tienen francos. Nada de findes largos ni feriados, ni Navidades. No tienen gastos, porque es sabido que los muñecos no comen ni se enferman, no reciben asignaciones familiares, porque no tienen familia, ni gremio que vela por sus derechos.
Pero bien visto, ¿qué otro trabajo podría realizar un muñeco, ya sea en ciudades o en el puro campo?
Todo lo que cobran es depositado en una cuenta sueldo del Banco Ciudad, y lo ahorran para su jubilación, aunque en realidad nunca conocieron a ningún muñeco jubilado. Suponen que por la cantidad de horas trabajadas merecen vacaciones, aunque por contrato no disfrutan de ese beneficio.
En las horas de trabajo, que son todas las horas, tampoco pueden socializar con otros muñecos, ya que les está prohibido el uso de teléfonos móviles por las características del trabajo a realizar. No se admiten distracciones que podrían llevar al arrollamiento de seres humanos. Aunque aún cumpliendo con sus funciones según el reglamento, hay automovilistas y peatones atolondrados que no los respetan. Estando ellos en su lugar y encendiendo las luces correspondientes, nunca serían sancionados.
Volviendo al protocolo en caso de derrumbe de su semáforo-hábitat continuo, deben actuar en equipo ambos muñecos, auxiliando a salir de la caja de lata al que no pudiera hacerlo por sus propios medios. Es la única oportunidad que tienen para conversar entre ambos. Deben esconderse en algún lugar oscuro y resguardado de curiosos y esperar a la cuadrilla … |