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Era la mañanita de un miércoles, cuando salimos de la casa de Francisco Henríquez. Y con su madre nos dirigimos hacia la de sus abuelos. Necesitando subir sin parar por un empinado camino de Naranjo Dulce. Camino que luego de conseguir su máxima altura sé volvió plano, pero de forma semicircular. Hasta que, desde la distancia, alcanzamos a ver la casa de nuestro destino. Más, todavía era menester andar una hora.

Y cómo cosa de campo, nuestra llegada fue sin previo aviso. Por lo que entramos en la vivienda a la hora nona. ¡La del almuerzo! Qué coincidió con la llegada de otro visitante que trajo liadas algunas jaibas. Y qué, luciendo ser casual, otro miembro arribó por el patio con un saco de víveres. Y ni hablar, de que sé estaba cuadrando un sancocho.

Asunto que siguió así, luego del recibimiento a los otros advenedizos. Para que sé oyera el murmullo de un caldo dentro de una olla de barro. Y lo nuevo para mi, fue qué en vez de usarse la esperada carne de vaca y de cerdo, las usadas fueron las antenas, las patas y los pechos de los moluscos mencionados. Entonces, los adultos iniciaron un diálogo sobre temas ajenos a Francisco y Yo.

Pero antes de entrarle al(para mi) extraño sancocho, vimos salir cantinas en diversas direcciones y a mi fatiga por el largo trayecto recorrido, sé le unió el apetito que estimuló el olor salido del caldero. No obstante, era protocolar que los vecinos probaran el banquete antes que nosotros.

Hasta qué por fin el sabor dejó de ser viento para entrar como líquido por mi sentido del gusto. Satisfacción que pronto fue detenida por el terror de un niño inferior a nosotros(Francis y Yo) en edad. Quién dejó de comer para gritar a puro pulmón la, para mi sin sentido, palabra de ¡Jábua! Y lo hacía de forma repetitiva.

Originándose por parte de los veteranos del grupo, la cacería del todavía no consumido pedazo de Jaiba qué le tocó a cada cual. Qué al no ser encontrado entre los mayores y cómo el niño había elevado el tono del llanto, sé cambió el plan de ataque; mirando hacia nosotros(los otros niños), mayores que el quejumbroso. Y era, que el niño seguía con sus alaridos: jábua, jábua, jábua…..

¡Intensión fallida, por demás! Y punto, en que el jefe de familia concibió la idea de volver a los hogares donde sé envió un plato del sancocho. Lográndose la rápida información de qué sólo había, entre todos, un plato aún intacto. Y, por supuesto, devolvieron el cacho de una jaiba. La pusieron en la vasija del gritón y nada pasó. Y lo que siguió a ese fracaso, fue una secuencia de miradas de desasosiegos. Y los gritos de ---jábua, jábua, juébua--- subieron de tono y así sé mantuvo la cosa durante un tempo.

Momento después, en que dos ojos en busca de un milagro, sé dirigieron a todos los presentes. Incluidos Francisco y Yo. Lo que provocó un retorno a la cocina y hurgar por una jaiba agachada en algún lugar. Pero nada pasó. Fracaso, ese otro, qué hizo qué todos nos enfoscáramos en el pescador presente. Quién sin escuchar palabra alguna, sé despachó con la afirmación de que la captura debe ser hecha durante la noche.

Pero, de repente y tras el crujir de la puerta principal, vimos a un hombre sereno, qué adivinó el episodio que se vivía. Ya que había oído el incontrolable llanto del bebé. Quién yendo directamente a la cocina, trajo un morro lleno de agua.

Texto agregado el 13-12-2025, y leído por 31 visitantes. (0 votos)


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