Dejo aquí una nueva versión de un cuento ya publicado, que estoy intentando preparar para contar sobre un escenario. Es una versión más oral que el cuento original. Espero que la disfruten.
Me encantaban esos días de septiembre en los que parecía que la ciudad volvía a cobrar sentido. Sentado en una plaza del centro observaba los colores de la tarde, mientras el rumor del aire anunciaba innumerables novedades que pronto comenzarían a hacerse realidad.
Una mujer se detuvo a diez metros del banco. Tras mirarme unos segundos, caminó hacia mí y se agachó para saludarme, regalándome una sonrisa honesta, directa, arrebatadora que ya me había cautivado en las fotos, la sonrisa de alguien abierto al mundo, con ganas de exprimir la vida, que se mostraba tal como era, lo cual era una verdadera rareza en aquel catálogo de resentimientos y heridas abiertas que habitaba los espacios del amor virtual. Es la sonrisa que querría a mi lado en el funeral de mi madre, me dije, y luego pensé, ¿qué coño estoy pensando?
Observaba a Gema, sentada al otro lado de la mesa en la terraza de la cafetería. Era bastante guapa, la melena lisa hasta la altura del cuello, gafas metálicas, su voz era agradablemente nasal. Me acordé de mis ojeras, de mis dientes torcidos, de mi incipiente alopecia. Pero no parecía que a Gema le importara nada de eso. Esta vez podría ser distinto, me dije, agarrándome a ese pensamiento como un náufrago a una tabla de salvación.
Pasaron 20 minutos hasta que nos dimos cuenta de que no nos habían atendido, así que fui a la cafetería. En el interior me esperaba el caos: camareros gritándose, golpeándose, alaridos e insultos. La crispación impregnaba cada rincón. Un hombre entró por una puerta gritando: «¡Os voy a matar a todos!», antes de transformarse en la imagen de la cordialidad al darse cuenta de mi presencia: «Dígame, ¿en qué puedo ayudarle?».
La placidez de la terraza contrastaba con aquella tensión. Regresé a la mesa agitado.
—Ahora nos sirven —le dije, mientras intentaba calmarme.
Gema tenía la boca entreabierta, los ojos vidriosos, me lanzó una sonrisa, mientras escondía el Kleenex que tenía apretado entre los dedos.
La camarera vino a servirnos.
—¡Me encanta el Roiboos! —exclamó Gema.
Su entusiasmo no me parecía del todo natural. Entonces empezó a hablarme de una saga de novelas de fantasía que le fascinaban. Mientras me contaba el argumento de un libro. Creo que se llamaba El Resurgir / del Ave de las Alas/ Doradas, o algo así, sentí que la indiferencia me poseía, como si una droga poderosísima me estuviera haciendo efecto. Por mucho que lo intentara, era incapaz prestar atención. Bajé la cabeza. Me quedé observando mis dedos, manchados de café.
Entonces oí un sonido grave. Era como la sirena de un barco /mezclada con el rugido de una bestia. Los ojos de aquella chica se habían hundido en unas cuencas negras y profundas. Su boca era descomunal y estaba llena de afilados colmillos. Su retumbante voz profería incomprensibles reproches, mientras se subía a la mesa apoyando las garras, los codos huesudos, las piernas luciféricas. De su espalda brotaron dos tentáculos terminados en aguijones que ondearon ante mí, apenas rozándome cara. La gente nos miraba aterrada. Uno de los tentáculos se ensortijó alrededor de mi cuello, el otro apuntó hacia mi ojo derecho amenazando con atravesarlo, hasta que la criatura se quedó paralizada, con los músculos en tensión y el tentáculo comenzó agitarse en el aire para, acto seguido, clavarse repetidas veces en su cuerpo, mientras la criatura ahogaba los alaridos y me miraba con una rabia furibunda, como si quisiera dedicarme cada aguijonazo, como si todo aquel dolor fuera culpa mía. Luego el tentáculo que me apretaba el cuello se aflojó, pasó volando ante mis ojos y se introdujo entre sus piernas para atravesarle cuerpo y salir por su boca en medio de un enorme chorro de sangre. Me eché atrás, cerré los ojos, me tapé los oídos. El ruido cesó y oí una voz nasal que decía:
—¿Estás bien?
Gema estaba ante mí observándome con su bella sonrisa. Siguió hablando de aquellas novelas, mientras yo la escuchaba tembloroso. Todo parecía ir bien otra vez, aunque yo era incapaz de suprimir el terror a que volviera a convertirse en un monstruo. Miré con disimulo a la terraza. Nadie nos prestaba la más mínima atención. Ya ha pasado. No parece que vaya a volver. La conversación fluía de nuevo, conectándonos de formas inesperadas.
—¿A dónde te gustaría viajar?
—A todas partes —me contestó.
—¿Algún país en especial?
—La India.
—¡Me encanta!
—¿Te vendrías conmigo?
—¿Es una propuesta?
—Todavía no. Pero quién sabe —contestó entre risas.
Un vendedor ambulante se acercó a la mesa. Le dije que no queríamos nada. Al volverme vi que los ojos de Gema se hundían en sus cuencas y una mueca de afilados colmillos comenzaba a desplegarse en su boca. En un parpadeo todo desapareció.
Cuando nos despedimos me ofrecí a acompañarla.
—Mejor otro día —dijo ella.
—Un cine, ¿quizás?
—¡Claro!
Volví a casa sin prisas. Empezaba a refrescar, algo que se agradecía. Mientras caminaba junto al mercado central, observando la luz de la tarde entre las hojas, sentí una chispa de ilusión en el pecho.
Jo, pues ha ido bastante bien, me dije.
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