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Había llegado a casa.

Mi esposa, mujer creyente, fiel a las Sagradas Escrituras, me llamó aparte. Me habló de un problema con nuestros hijos.

El mayor —el que todo lo hacía bien, el de las notas brillantes, el hijo ejemplar— había discutido con el menor, tan distinto a él. El pequeño solía estar solo, encerrado en su cuarto junto a su fiel animal, con quien parecía entenderse mejor que con cualquiera.

La discusión había escalado. El menor tomó un cuchillo y se plantó frente a su hermano. Iba a matarlo.

Los miré. Uno salió corriendo. El otro quedó frente a mí, con el cuchillo aún en la mano. Su respiración era agitada. Sus ojos brillaban. No decía una palabra.

Sentí que debía hablar con ambos.

El mayor estaba en su cuarto. Me contó lo sucedido: había intentado animarlo, sacarlo de su encierro, llevarlo a la iglesia, cantarle al Señor. El otro no respondió. Entonces le dije, casi sin pensarlo:

—Pareces Caín.

Me miró fijo y salió del cuarto. Volvió con un cuchillo en la mano.

—Me iba a matar, papá.

Sus ojos no mentían.

Busqué al menor. Lo miré. Sus ojos eran negros y brillantes, y me produjeron un escalofrío, como si miraran algo más allá de mí. Le pasé la mano por la cabeza. Cerró los ojos. Sin decir nada, me abrazó y me besó la mejilla. Luego se acostó.

—No lo vuelvas a hacer —le dije.

No respondió.

Me sentí extraño.

Mi esposa ya dormía. Yo, periodista, no sabía qué hacer con lo ocurrido. Intenté escribir, pero mis manos no me obedecían.

Entonces vi la Biblia.

El libro me miró con los mismos ojos que mi hijo menor.

La tomé. Busqué el Génesis. Quise leer, pero el cansancio me venció con el libro entre las manos. No sé si fue sueño o vigilia, pero escuché al libro hablar:

—Caín, con el garrote en la mano y un dolor en el corazón, miraba a su hermano Abel, que alzaba los ojos al cielo y veía sus ofrendas aceptadas por el Divino. El dolor lo atravesó y lloró.

Abel bajó la mirada. Vio a Caín con el arma en la mano. Tomó el garrote, lo besó, besó a su hermano. Ambos lloraron abrazados, como raíces de un mismo árbol. Y se juraron amor para siempre.

El Divino los vio y suspiró. Al reconocer el corazón de Caín antes del mal, le entregó un mensaje. No una orden. No un castigo.

—Almendra.

Caín paseaba a los animales cuando se detuvo. Sintió un llamado suave, insistente.

—Almendra.

Se sentó en el campo y vio un árbol cubierto de flores blancas. A su lado, una semilla dorada.

—¿Qué es esto?

—Almendra.

Comprendió que venía del Divino.

La mostró a su hermano y a sus padres. Les dijo que era un mensaje. Ellos no lo entendieron. No lo sintieron.

Y Caín volvió a sentirse solo.

Mientras Abel era amado y celebrado, el dolor crecía en su pecho. Entonces la voz regresó:

—Almendra.

Comprendió que no era solo una semilla, sino un envío.

Se despidió y partió. Caminó hasta que solo hubo arena. Exhausto, encontró un pozo de aguas claras. Bebió. Sembró la semilla. Se acostó y durmió.

Soñó multitudes que lo escuchaban. Les hablaba del Divino, de la soledad, de buscarse a uno mismo en ella. A su lado crecía un gran árbol de frutos dorados. Todos se alimentaban de él.

Despertó y vio hombres de piel oscura que lo observaban. Vieron la semilla germinando. Reconocieron al mensajero.

Así nació la otra cara de la moneda humana: unos creerían en un solo camino; otros, en tantos caminos como ramas tiene el árbol de la semilla dorada.

Desperté.

La Biblia ya no estaba en mis manos. La ventana estaba abierta. La busqué por toda la casa.

La encontré en las manos de mi hijo menor.

Me miró. Sonrió con una claridad nueva. Me entregó el libro y dijo una sola palabra:

—Almendra

Texto agregado el 17-12-2025, y leído por 6 visitantes. (0 votos)


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