DE VIAJE CON MI ABUELO
Nunca olvidaré lo emocionado que estaba mi abuelo cuando nos levantamos al amanecer de aquel viernes. Lo acompañé a un largo viaje para que cumpla uno de sus mayores sueños. Él solo no hubiese podido hacerlo porque no conocía los caminos que conducían a su destino. Yo era un experto para llegar a cualquier lugar del mundo. Lo ayudé con mucho placer, pues lo adoraba por haberme criado desde el momento en que nací: mi madre falleció durante el parto.
Antes de salir, no olvidó de meter en un bolso los lirios y crisantemos que sacó de su jardín.
Con los mapas en mano, fuimos hacia las montañas. Nos demandó un día entero subir hasta lo más alto y otro para descender hasta los valles. A pesar de sus años, felizmente conservaba buen físico para pasar esos trajines.
Mientras atravesábamos unas colinas, me contaba la historia de las batallas en las que combatió. De las más hermosas, las más crueles, las más excitantes. Que de las 1,827 que luchó, salió airoso en 1,770. Ya antes me había contado todo aquello (le gustaba hacerlo siempre) y yo, para que él se sintiera bien, mostraba asombro en mi rostro, como si fuera la primera vez que lo escuchaba.
Se conmovió cuando llegamos a una llanura agreste, pues recordó que allí guerreó una tarde gris y que fue una de las más memorables batallas, pues su desempeño fue decisivo para la victoria.
Tras una semana de viaje, llegamos a un puerto y nos embarcamos en una enorme balsa de madera que conduje. Orientándonos con una brújula, por suerte pudimos soportar atroces temporales de lluvias, vientos y oleajes.
Un día después, al fin desembarcamos un mediodía en las orillas de la isla gélida y pudimos escondernos para que no nos vean. Cuando llegó la noche, caminamos por un desierto interminable de nieve, en el que resistimos sus feroces ventiscas.
Llegamos al cementerio al amanecer. Afortunadamente, no vimos una sola persona que pudiera incomodarse con nuestra presencia. Todavía faltaban unas tres horas para que abriesen las puertas.
Cuando entramos, nos dimos cuenta de que no había muchas tumbas como en otros cementerios. Entonces, tras unos pocos minutos de buscarlo, al fin encontramos a su “Campeón” (así llamaba mi abuelo a su ídolo). Ahí estaba su tumba; inscritos su nombre, las fechas de su nacimiento y de su deceso en la lápida blanca. Mi abuelo, al borde de las lágrimas, me dijo que era la segunda vez que estaba cerca de él. Y me contó cómo fue la primera:
-Yo fui su rival en una exhibición de simultáneas, realizadas en Copenhagen, en marzo de 1962. No sabes la alegría que sentí cuando lo vi pararse frente a mí, moviendo el e4 rápidamente para ir al próximo tablero. Rogué que se detuviera frente a mi tablero muchas veces, pero, para mala suerte, el ajedrecista que nos dirigía era tan mediocre que solo le pudo resistir 9 movimientos. Aunque de los cuatro movimientos que hice, tuve la satisfacción de comerme a su caballo negro. Y envidié a las piezas de los otros tableros, que soportaron más de 30 o 40 movimientos. Pero el recuerdo de esas 9 veces que tuve al frente a ese jovencito rubio y espigado, lo guardo como un tesoro en mi memoria y en mi corazón- dijo con una voz que se le quebraba.
De pronto, vimos salir al párroco de la iglesia que estaba a unos pasos de nosotros. Cuando nos vio, vimos su cara de espanto y ordenó a alguien que nos expulsara:
-¡Saquen a esos alfiles del demonio de aquí!- gritó con voz temblorosa, mostrándonos su pequeño crucifijo.
Entonces, antes de huir, mi abuelo sacó las flores y las echó, con enorme cariño, a la tumba de su “Campeón”: Bobby James Fischer.
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