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Memoria navideña

Cuando era niña, la Navidad no tenía grietas para mí. Todo me parecía inocentemente perfecto: las luces brillaban más, los abrazos duraban lo suficiente y el mundo cabía entero en la mesa de mi casa. Yo no veía las prisas ni el cansancio de los adultos, tampoco la preocupación por el dinero ni los silencios que ahora sé reconocer; solo sentía la magia simple de estar juntos, la certeza de que nada malo podía pasar mientras sonaba un villancico y alguien me llamaba para cenar. Con los años entendí que no era perfección lo que viví, sino algo mucho más valioso: esa capacidad infantil de creer, sin dudas ni miedos, que el amor bastaba para hacerlo todo un poco mejor.

Todo comenzaba cuando diciembre asomaba y sacábamos de su polvorienta caja el árbol de Navidad familiar. Era artificial y pequeño, así que lo colocábamos en una esquina, sobre una mesita, para que aparentara ser más alto. Siempre quedaba un poco chueco y estaba adornado con frágiles esferas de vidrio soplado… o con lo que quedaba de ellas. Cada diciembre, mi hermana Lupe —la rebelde— lo derribaba “por accidente”, y las esferas terminaban estrelladas contra el suelo como pequeños universos rotos.

En una ocasión, en lugar de lamentarnos, trituramos los restos de cristal y, armadas con pegamento escolar y paciencia infantil, cubrimos esferas de unicel para reponerlas. Mi madre juraba que eran auténticas obras de arte. El árbol se completaba con luces de colores, serpentinas que parecían no combinar con nada y tarjetas navideñas llegadas por correo, colgadas como si fueran tesoros. Una vez, en la empresa donde trabajaba mi papá, le dieron una tarjeta musical que, al abrirla, tocaba la tonadita de Noche de Paz. Aún puedo recordar nuestras caras de asombro la primera vez que la escuchamos, como si la Navidad hubiera aprendido a hablar.

El día entero era un revuelo feliz. Jugábamos con muñecas nuevas, con un montable que parecía llevarnos a todas partes menos fuera de la sala, y espiábamos la cocina con la ansiedad de quien sabe que ahí se está gestando algo grande. Porque en casa, cada celebración era innegociable. Mi madre sacaba la artillería pesada: quiché de pollo, papas y pasta al horno, frijoles charros, tamales y crujientes buñuelos. Y como buena familia norteña, mi padre se adueñaba del patio para preparar su carne asada, con la solemnidad de un ritual que no admite errores. Para asegurarse de traspasar sus conocimientos a la siguiente generación, nos enseñó a prender el carbón.

Es curioso cómo, al crecer, uno jura que hará todo distinto: que cambiará las tradiciones, que mejorará las recetas, que inventará nuevas formas de celebrar. Y, sin embargo, cuando me convertí en madre y me fui a vivir a mi propia casa, entendí que había heredado algo más profundo que los platillos o la decoración. Hoy también saco mi artillería pesada, en forma de amor culinario, y reúno a mis hermanas y a mi hermano —ahora con sus propias familias— alrededor de la mesa.

Mi árbol ha cambiado, claro. Llega hasta el techo y tiene cientos de luces LED, esferas plásticas e irrompibles de todos los tamaños, colores y formas, y una decoración que bien podría haber salido de Pinterest. Pero lo fundamental sigue intacto: la unión familiar, las risas y, sobre todo, la comida, que continúa siendo el verdadero centro de todo.

Sé que no todos tuvieron —o tienen— esa fortuna. Mi familia no era perfecta; ninguna lo es. Pero los recuerdos buenos siempre fueron más fuertes que los malos, y eso, con los años, se vuelve un refugio.

Solo quería compartir con ustedes un pedacito de mis Navidades pasadas, no como un ejercicio de nostalgia, sino como un recordatorio de esas pequeñas cosas que a veces damos por sentadas: una mesa compartida, una receta repetida año tras año, una risa que estalla sin aviso. Son recuerdos simples, pero profundamente vivos, que me acompañan y me sostienen incluso cuando el tiempo avanza y todo cambia.

Deseo, de corazón, que esta Navidad —sea cual sea la forma que tenga para cada uno— encuentre un espacio para la calma, para el encuentro y para la gratitud. Que haya alimento en la mesa, compañía en el alma y, sobre todo, momentos que algún día puedan convertirse en recuerdos a los que volver con una sonrisa. Les deseo una feliz Navidad y un Año Nuevo lleno de abundancia, luz y mesas compartidas.

Con cariño Claudia

Texto agregado el 19-12-2025, y leído por 0 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
19-12-2025 Esta narración destila nostalgia auténtica y cálida, convirtiendo imperfecciones navideñas —árbol chueco, esferas rotas— en símbolos de amor familiar perdurable. Me gusta cómo transita de la inocencia infantil a la madurez reflexiva, celebrando tradiciones simples como refugio contra el tiempo. El cierre con deseos sinceros redondea un texto vivo, que invita a valorar lo cotidiano como verdadera magia. Saludos. jovauri
19-12-2025 Preciosos recuerdos navideños, no los olvides nunca y sigue con las tradiciones que eso te ayudará a no olvidar, cuando falte irremediablemente alguien querido. Te deseo muchas felicidades en esta Navidad y un mejor Año Nuevo, repleto de alegría y prosperidad, te mando besos y abrazos que aunque sean virtuales igual sirven cuando son de corazón. Omenia. ome
19-12-2025 Qué bonito recordar la niñez, el amor de los padres, abuelos y demás. Leerlo me trae recuerdo muy lindo junto a mi familia Que extraño, los busco en mi corazón para decirles que los amo. ¡Me encanto leerte en tu vida de niña, gracias, Muy feliz Navidad!! Abrazo Lagunita
 
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