En un barrio empecinado como el Netzahualcóyotl crecí yo. Un barrio donde los asaltos, las almas en pena, las peleas comunales con cuchillo y el olor intenso a huevo frito eran parte del aire, como el polvo o el ruido de los camiones. Lo que no era común —y en eso todo el barrio estaba de acuerdo— era la loca de la casa verde. Se contaba que ella había sido una estudiante genio, que había estudiado en los USA, becada por la NASA, porque estaba a punto de descubrir algo sobre nanomoléculas que nadie entendía, pero que dejaba cada vez con la boca abierta de admiración a quien escuchaba el chisme.
Aunque, para ser sinceros, esa historia causaba menos impresión que las hazañas de la loca en el barrio. Todos le temían a su increíble fuerza cuando entraba en trances de violencia, los cuales eran provocados por ruido excesivo o porque simple y llanamente algo no le cuadraba en su desconocida dimensión.
Su madre, una vieja con ojos cansados y espalda encorvada por el peso de su destino, vendía Coca-Colas y hielitos de sabores. Todos íbamos a esa casa a comprar nuestras Cocas en botella de vidrio, cuando las vendían de a litro. Tocábamos en la ventana que estaba cubierta de gruesos barrotes y, a veces, si tenías mala suerte, te atendía la loca. Era una mujer de treinta y tantos años, alta, en realidad atractiva y con una voz intensa que te hacía sentir la profundidad de su abismo.
Debías tener cuidado de cómo le pedías tus Cocas, porque en segundos pasaba de atenderte neutral a enviarte a la mierda con los peores insultos. Alguno que otro valiente indomable puso a prueba su destino siendo insolente con ella, y lo pagaron caro, porque cuando la loca abría la puerta y salía a darte una tunda, te la daba en serio, como buena científica: con método y directo al resultado.
También déjenme contarles sobre mi querida y respetada madre, doña Teresa. Una mujer nacida en ese México que se ve en blanco y negro en las películas antiguas. La educaron a punta de cinturonazos, gritos, golpes de rosario, novenarios interminables, respeto absoluto al hombre, abusos silenciados, culpas, hambre... y una jerarquía divina inquebrantable: primero Dios, luego el Papa.
No le temía a nada ni a nadie, solo al diablo y a los chaneques, esos seres diminutos que, según su creencia, te esperan en las sombras de la noche.
Un día mi madre nos envió a mi hermana y a mí, dos niños muy inquietos, a comprar las Cocas en la casa verde.
Mi hermana tocó los barrotes de la ventana con las monedas y se concentró en quererle sacar una melodía a los tubos de metal. La loca abrió la ventana de golpe.
—¡Cállense, dejen de tocar esa mierda!
Mi hermana, menor que yo, dejó de tocar con las monedas.
—Pinche vieja loca —dijo mi hermana al aire cuando la loca iba al refrigerador por nuestras Cocas.
—¿Qué? ¡Chamacos hijos de su chingada madre! ¡Ya van a ver!
La loca abrió la puerta para atraparnos, pero nosotros ya corríamos a toda pierna y pulmón. Ya casi nos alcanzaba cuando entramos, en un último aliento, a nuestro domicilio. En mi espalda sentí las garras de los dedos que casi me atrapaban.
Mi madre, regordeta y pequeña, al vernos en peligro no se lo pensó dos veces y dio un salto mortal para caer frente a la loca y cogerle el pelo con sus dos manos. Lo jaló con tanta fuerza que le arrancó dos mechones, y el cuero cabelludo de la loca se tiñó de rojo.
La loca y mi madre cayeron al suelo, dándose golpes, rasguños e insultos. La loca pegaba duro, pero mi madre también. Así de chiquita, así, al estilo de una doña Pelos cualquiera, le estaba dando una paliza a la locura agresiva de aquella mujer joven y atractiva, científica becada por la NASA, terror de más de un macho del barrio, leyenda urbana viva.
De alguna casa salió una cumbia a todo volumen. Una cumbia poderosa que daba un toque casi poético a ese cuadro de violencia marginal, tan grotesco como hermoso.
La loca logró soltarse. Se alejó unos pasos y, antes de salir corriendo, gritó con la cara ensangrentada:
—¡Loca hija de puta! |