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Limpió la casa y luego la asperjó con agua de albahaca. Abrió las ventanas a los cuatro vientos. Limpió todas las hojas de todas las plantas del jardín, y luego las lustró con cascaras de plátano. Procuró el mejor vino, la mejor carne, frutas cristalizadas. Abrió el olvidado cuarto de sus padres y sacó las telarañas. Sacudió el polvo y el nubarrón gris empañó el día. Lavó las sábanas y el dosel a mano, en el río, como no se hacía desde que trajeron las lavadoras a Río Verde. Lavó los rostros de los santos, sus cabellos y sus ropas; despercudió las fotos de su infancia, y guardó las de su familia. Colgó sus mejores cuadros. Se esforzó en sobremanera, pero creía que era el sacrificio justo, pues quien regresaba era la dulzura encarnada. Debía convencerlo de quedarse. La tarde anterior, mientras remendaba cortinas, lloró de amor. De amor por él, Dario, y por la vida quien le daba esta oportunidad. Sabía que era la última. Sentía la voz del Espíritu Santo en su oído que le decía “es la última, o lo convences o se va de ti”. Durmió con impaciencia, en un sueño intranquilo, despertando a cada rato por el miedo de quedarse dormido. Iría por él. Se lo prometió, en el teléfono. “Te esperaré en la central”. Dario guardó silencio al otro lado de la línea. Aprovecharía esta, su oportunidad. Para atarlo. Ponerle un lazo al cuello y amarrar el extremo en su anular. Siempre juntos. Puesto que era el amor de su existencia, el fuego que inflamaba sus venas. Se lo contó a Belén y ella rodó los ojos. ¡No entendía! ¡No podía entenderlo, nadie! Que después de todos estos años ardiera, con tanta insistencia, en su pecho la imagen de aquel. Era tonto intentar explicarlo. Incluso a sí mismo. Simplemente lo sentía. Siempre fue así, desde que tenían dieciocho y se enamoraron. Aquel se lo dijo en aquellos días: “Estábamos destinados a encontrarnos”. Esas palabras se le quedaron grabadas a fuego. Un día se fue y no hablaron durante mucho tiempo. Fueron días de desespero, de no saber si estaba vivo; luego le llegó una nota: “Lo siento”, y en el sobre estaba escrita una dirección. Le escribió cartas semanales, llenas de palabras de amor, otras de odio que pretendían ser piedras contra él. No hubo respuesta. Un día lo llamaron: era èl. Hablaron poco, él tenía un compromiso, pero quería saber cómo estaba. Guardó el número. Marcaba y no contestaban, pero es que la ciudad es un mundo completo, era fácil hacerse nudo y olvidarse de las personas… ¡tanto por hacer y tan poco tiempo! Lo perdonaba. ¡Regresaba! Despierto, en la madrugada del pueblo, lloró de felicidad. A esa hora de la madrugada era el único despierto, a excepción de un gato que saltaba de techo en techo buscando dónde descansar. Apretó el rostro húmedo contra la almohada. Sentía en el pecho una especie de explosión sin implosión, que se reducía a la expansión de una energía trémula que le recordó al viento. ¡Pues regresaba! ¡Si! Y esta vez haría lo necesario para que no se fuera.

Texto agregado el 30-12-2025, y leído por 1 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
30-12-2025 Muy sentido texto Lleno de sentimientos que demuestran amor. Me gustó Saludos Victoria 6236013
 
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