Nació con el tiempo de origen al lado de mi bisabuela. Porque lo del bisabuelo era estar en el conuco. Que luego de poder moverme de forma vertical, fui usado para llevarle el café y la tisana al monte. Pero cuando tuve más fuerza, sostuve lo que cabía en una jícara y jugué con el equilibrio al moverme por un terreno irregular. Qué convertimos en trillo, por ser respetuoso con la simetría. Y por aquello de qué ‘la distancia más corta entre dos puntos es la recta que los une’.

Entonces, fuera y dentro del bohío, mi punto fue escuchar y relacionar el significado de lo que tejía mi bisabuela con su jerga monosilábica. Qué, casi siempre, eran comandos: jálame ei trapo. Traime esa tusa. Buca tre huevo dei nío. Y no lo deje quei. Sopla la vela. Atisa ei fuego dei fogón. Bebe tu leche. Coje un troso y la tajá de aguacate tuya. Pero todo cambiaba cuando llegaba el bisabuelo.

Porque el diálogo entre ellos alteraba la dinámica comunicativa nuestra. Ya que le añadía una íntima variante a su jerga. Cómo también sé perdía el contenido didáctico de las órdenes suyas. Porque, aunque yo era un niño, no era óbice para que fuesen cuidadosos con sus claves. Técnica que duró poco, gracias a la agresividad del aprendizaje mío.

Y su dialecto monosilábico crecía con la categoría del diálogo.
Además, el nombre de mi bisabuela que era Mercedes, cambió a Meicé y el del bisabuelo, de Leoncio pasó a Aleonte. Y yo perdido entre los dos. Pero con la ventaja de ser niño. ¡Tan abierto a lo nuevo!

Y por un formato de pareja antigua, ella se levantaba primero. Más, cuando el se despertaba, tanteaba su presencia con una mano mágica. Mano qué comunicaba su ausencia al cerebro. Y surgía, después, una pregunta retórica: ¿Meicé tú tácotá? ---¡No, Yo ya gotié!--- Y más tarde entraba al cuarto con el desayuno en la sopera.