La felicidad y la memoria
Definir la felicidad es uno de esos deportes inútiles que la humanidad practica con entusiasmo. Cada cual opina desde su metro cuadrado emocional y, curiosamente, siempre tiene razón. No porque la felicidad sea clara, sino porque es imprecisa por naturaleza. Algo así como el dolor: nadie discute que duele, pero todos exageran el suyo. No es lo mismo una muela rebelde que una úlcera con vocación de mártir, y aun así ambos reclaman protagonismo.
Con la felicidad pasa lo mismo. No hay patrón común, no hay consenso y no hay árbitro. A lo más, hay bandos.
Si tuviéramos que simplificar —que es lo único que sabemos hacer bien—, podríamos dividir a la humanidad en optimistas y pesimistas. Es injusto, grosero y bastante certero.
Los optimistas son personas que, aun reconociendo que la vida viene con factura, agradecen que al menos el recibo esté legible. Les pasan cosas malas, claro que sí, pero no las adoptan. Las atraviesan, las digieren y, si pueden, las cuentan como anécdota graciosa. Se conforman con poco, lo cual es una gran ventaja: cuando uno espera poco, la vida suele sorprenderlo con migajas que parecen banquetes.
Para el optimista, existir ya es un motivo razonable para estar contento. Respira, mira alrededor, encuentra algo —una flor, un café decente, alguien que no lo odia— y listo. Felicidad momentánea. No la analiza, no la disecciona, no la somete a comité.
Los pesimistas, en cambio, viven como si la vida fuera un error administrativo. Están vivos, sí, pero sienten que alguien debería pedirles disculpas por ello. No agradecen existir; sospechan que la existencia es una deuda que otro contrajo por ellos. Todo lo que les ocurre es leído como una injusticia, y si además de vivir tienen que enfrentar problemas, la ofensa es doble.
Eso sí: jamás se declaran pesimistas. Dicen ser realistas. A veces aceptan, con cierto glamour intelectual, que son “un poco depresivos”. Pero pesimistas, nunca. Ellos creen tener una fuerza de voluntad heroica porque sobreviven a problemas que —según su relato— solo les ocurren a ellos. Los optimistas, en su opinión, tuvieron suerte. La vida se les dio fácil. Por lo tanto, no saben nada de nada.
Al pesimista no le fue mal en la universidad: lo rajaron. No perdió el trabajo: lo cagaron. Y si se le pregunta si es feliz, responde con un “depende” que pretende ser profundo. Si uno insiste, dirá que “es tan relativo”. Lo concreto es que nunca podrá nombrar una sola cosa que lo haga feliz sin agregar una cláusula, una excepción o un pero del tamaño de un elefante.
Entonces, ¿qué hacemos con esta fauna humana?
La clave está en incluirlos a todos en el mismo juego, pero cambiando las reglas.
La felicidad no vive en el futuro. Nadie es feliz por lo que será en diez años. El futuro sirve para preocuparse, no para sonreír. La felicidad vive en el pasado, o más precisamente, en la memoria. Es historia bien editada.
El presente es inestable, movedizo, ingrato. Uno es más feliz recordando cómo lo pasó en su cumpleaños que viviéndolo mientras se derrite la torta y alguien canta fuera de tono. El estudiante de primer año es feliz porque entró a la universidad. El de segundo, porque sobrevivió al primero. El que egresa está más tranquilo porque tiene más pasado acumulado para convencerse de que todo valió la pena.
Por eso, cuando alguien responde a la pregunta “¿qué es la felicidad?”, inevitablemente abre el baúl de los recuerdos. No se arriesga con el presente, mucho menos con el futuro. Busca hechos. Cosas que ya ocurrieron. Incluso algo que pasó hace cinco minutos ya califica como pasado confiable.
Nadie —salvo los iluminados— puede señalar con exactitud el momento en que fue feliz. El que lo hace también puede señalar cuándo no lo fue. Esa gente cree que es astuta. No lo es. Solo es peligrosa para cualquier estudio serio. Mejor dejarlos fuera antes de que arruinen la estadística.
Cada persona organiza sus recuerdos como puede: por etapas, por personas, por lugares. Nadie dice “fui feliz el martes a las 16:30”. A menos que quiera demostrar algo. “El día que me casé”. “El día que sentí a Dios”. Más que definiciones de felicidad, son comunicados de superioridad moral. Mensajes con subrayado.
La felicidad, si existe, no es interesada ni argumentativa. No debate. No negocia. No necesita convencer a nadie. Aparece, ocupa todo el espacio y se va sin avisar.
Por eso conviene cambiar la pregunta. No “¿qué es la felicidad?”, sino algo más concreto y menos tramposo:
¿Qué recuerdos gratos puedes identificar en tu vida?
Anótalos. Sin borrar. Sin corregir. Sin jerarquizar. La lista es acumulativa.
Alguien dijo una vez que la felicidad es poder hacer la lista. Y tenía razón. Reconocer las cosas buenas que nos pasaron ya es, en sí mismo, una forma de bienestar.
En mi caso, los recuerdos más antiguos tienen más prestigio. Han sido evocados más veces, suavizados, lijados. Como muebles viejos que ya no astillan. Por eso creemos que la música de “nuestros tiempos” era mejor. Y “nuestros tiempos”, casualmente, siempre coinciden con la juventud.
Cuando niño, un año era una eternidad. Esperar Navidad era una odisea. Hoy, un año es un trámite. No porque el tiempo corra más rápido, sino porque tenemos más pasado contra el cual compararlo.
El cerebro es un editor despiadado pero eficiente. Poda recuerdos inútiles, suaviza los dolorosos y embellece los agradables. Si no lo hiciera, vivir sería insoportable. Nadie podría funcionar recordando cada golpe, cada humillación, cada fracaso con la intensidad original.
Incluso los recuerdos negativos se transforman. Pierden filo. Se vuelven experiencia. El cerebro deja pequeñas dosis de desconfianza, temor o envidia, no por crueldad, sino por supervivencia. No existe la envidia sana. Existe la cantidad justa de envidia para no dormirse.
El cerebro quiere estar sano. Sabe que el odio, el rencor y la violencia son caros de procesar. Por eso existe la conciencia: un sistema de autocastigo elegante que evita repetir actos que después cuesta demasiado recordar.
En resumen, sigue siendo difícil definir la felicidad. Pero al menos sabemos esto:
la memoria no solo recuerda, administra.
Lija, suaviza, embellece y, cuando hace falta, borra.
Y gracias a eso, incluso una vida llena de conflictos puede terminar pareciendo —con el tiempo suficiente— una buena vida.
Que no es poco. |