Uno

Cuando amanecía el fletero pescó su carretón lleno de cajas plataneras y las enfiló camino a la feria como cada mañana. Con su cojera a cuestas bordeó el río Mapocho. El vaho de su cansancio le hizo ver la boca como una tetera hirviendo. La neblina apenas dejaba ver a nadie. Entre las cajas, los cordeles y el chuico de vino, su perro callusa se lamía la pata herida en la última reyerta.

Mientras el indigente cantaba sus penas camino a la vega de las frutas y las verduras, de pronto la leba de perros que lo flanqueaban, estalló en ladridos y disparada salió corriendo hasta el borde del río hediondo, debajo del puente de cal y canto, en plenas sombras. Cuando estuvo cerca, la silueta hinchada de un perro muerto se dejó sentir como una patada inclemente. Cuando estuvo allí mismo cayó en la cuenta que en vez de un perro era un ser humano, aunque de chancho tenía mucho también. El bulto que tenía frente a sus narices hervía de moscas azules y verdes. Acostumbrado a estos hallazgos en el río, el indigente no tardó en hacerse de una tabla para mover la pobredumbre. Tanta carne carcomida le avivó las arcadas. Los ojos del infeliz muerto parecían un par de tiritos de vidrio cubiertos por una tela blanca y mucosa por doquier. En su boca un montón de plumas grises lo hicieron ver humillado y entre sus piernas se dejó ver un hilo de sangre coagulada que los perros no tardaron en lamer. Sangre espesa, sangre casi negra como la mermelada de moras, sangre de la miseria.

Dos

Miró hacia atrás. Otra vez caminaba solo por las calles vacías. Apuró el paso mientras los baldocines de la peatonal se le cruzaban heptagonales. Otra vez los proyectaba monocromáticos como un caleidoscopio negro. El nerviosismo era extremo. Cada media cuadra volvía a mirar hacia atrás. Por el olor que comenzó a salir, supo de la presencia del angel. Maldito angel otra vez. Siempre se aparecía con el ron y nunca con el vino. Se maldijo por todo el ron que había bebido esa noche.

Al doblar por la perpendicular en dirección a la Alameda los faroles comenzaron a titilar sin control. En la calle no había nadie, tan solo algunos perros parados en dos patas hurgando en los basureros de la madrugada. De pronto otra vez el pánico y como si fuera un roquerío, se quedó impávido viendo como en la esquina el angel con sus inconfundibles alas asumagadas y dispares, comenzaba otra vez con el rito. Ni las sirenas que a lo lejos se dejaban sentir lo intimidaban. Este angel que de pronto se le aparecía entre delirios y borracheras era un animal impiadoso. Maldito por vocación. Acostumbrado a defecar sobre su vientre, tenía la oscura manía de la tortura mezclada con el sexo sodomítico e indigno. Para eso el alado era un experto con ánimos hambrientos, voraces. También odiaba verlo masticar grotezcamente con apenas unos dientes sueltos. No soportaba ese olor a carburo que salía de su piel. Una vez estuvo encerrado casi un mes en su redil. Amarrado y escondido en el abandono. La terapia que después debió recibir lo mantuvo quieto un rato, pero sólo un rato. Las heridas nunca le sanaron. Incluso pudo volver al trabajo por un tiempo. La locura estuvo fuera por varios meses.

Al llegar a la siguiente esquina, comenzó a correr con desesperación en dirección al río. Mientras lo hacía los gemelos de las piernas le ardieron inclementes, tanto como la muerte que lo corría con alas.