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El autoestima que se perdió en el templo
De tierna, Jessie era preciosa, según opinión de su madre, su padre y quienes la veían. Daban ganas de acariciarla, y, casi nadie se aguantaba y lo hacía.
-- ¿Puedo cargar a la niña doña Mary?
-- ¡Claro, no faltaba más!
-- ¡Ay, es que es tan linda y delicada!
Se escuchaba comúnmente, cuando su madre recibía visitas o iba por la calle con ella en brazos.

Murruquita, finita de carnes, nariz respingada, hoyuelos en las mejillas, ojos vivaces y tan negros que resaltaban imponentes, en la oscura piel de ébano virgen y profundo del rostro. No lloraba cuando alguien la cargaba o le hacía muestras de cariño. Era como si hubiera nacido con la sonrisa dibujada de una vez y para siempre en el tierno rostro. Las manitos finas, de dedos alargados denotaban la elegancia que tendrían más adelante. La gracia con que se llevaba casi media mano a la boquita, cuando tenía hambre era imposible de pasar desapercibida. Provocaba una sensación de atrayente paz y ganas de mirarla, para sentir la ternura a flor de piel y ser feliz. Era como la muñeca de oscura porcelana que su madre contemplaba arrobada, después de haber tenido cinco hijos varones. Y, por eso, pasó casi doce años siendo el centro de atención de la casa, pues su hermana más pequeña nació hasta cuando ya ella, se acercaba a ser una señorita.

Creció Jessie, rodeada de cariño y sobre todo de mucha fe bautista. Desde que tenía menos de los cuarenta días de nacida, sus padres la llevaron a la iglesia y la presentaron ante el Pastor. ¡Cómo recuerda su vida en aquel puerto! en donde nació hace treinta y seis años. Corría, saltaba, era amada, siempre tuvo muchos amigos y amigas. Su época existencial más hermosa transcurrió ahí, en ese mitológico lugar de la Costa Caribeña de la patria nicaragüense, donde sus padres se radicaron hace más de tres cuartos de siglo. Su madre, originaria de Laguna de Perlas y su padre que llegó de Corn Island, se conocieron en ese caribeño rincón. Se enamoraron y se amaron hasta hace seis años cuando él falleció. Dolor que jamás dejó de lacerar el corazón de Jessie, pues su padre era, para ella, más que su padre. Era su amigo y mucho más. Era quien la animaba a que fuera bailadora, coqueta, ¡bonita! Tal le repetía siempre que la besaba desde niña y la veía salir para el colegio ya de adolescente. Y le siguió diciendo, aún cuando ya era una profesional y ya no habitaba la casa paterna.

Por esa rémora de exquisiteces humanas, es una costeña que no olvida sus raíces a pesar de que cuando tenía sólo diez y nueve años de edad, abandonó su lugar natal, para radicarse en la capital del país. Lugar donde inició ese peregrinaje de soledad y dolores que la está minando, a tal extremo que su faz delicada y tierna aún, después de más de tres décadas de vida, ya no es de sonrisa feliz y apacible. La apacibilidad de sus ojos, nariz y boca, cuando dibuja una pretendida sonrisa, es más la comunicación de una enorme pena. De una férrea soledad que la domina, a pesar de que aún tiene amigas que la aprecian, la visitan y tratan de animarla. ¡Se siente sola! Es inevitable. -- ¡Esta opresión de soledad me domina! -- Repite cuando platica confiada, porque quien la escucha se ha ganado su confianza.

Su anciana madre, ya con setenta y cuatro años de edad, está muy enferma. Sus cuatro hermanos varones viven en el extranjero y sólo su hermana pequeña, que tiene veintiséis años, se quedó en el puerto, acompañando a su mamá. -- ¡Vienen a verme allá cuando la muerte de un Obispo! --. Expresa, para indicar cómo son de tardíos los largos intervalos entre una y otra visita que ellas le hacen. La sonrisa triste se le vuelve más triste, casi mustia, cuando lo dice. Y, no es para menos. Su soledad es insoportable. Tiene un marido con el que cohabita "juntos pero no revueltos", según sus propias expresiones. Y, como si eso fuera poco, el hijo que esperó con ansiedad toda la vida, llevaba apenas cinco meses de estar en su amoroso vientre, cuando tuvo que ser deshabitado de ese cálido regazo, porque se le prendió una enfermedad incurable.

Para saber lo que volvió tan sola y triste a Jessie, hay que conocer su vida tan ligada a la práctica de la fe bautista, a los coros juveniles de la Iglesia, a las lecturas bíblicas en rueda de familia en casa, a los sermones del Pastor en el templo, a los temores y dudas que le provocaban escozor en el pecho cuando le hablaban del pecado y, a la profunda alegría que le tintineaba en el estómago, cuando se sentía cerca de Dios, en el cielo. Un lugar que imaginaba límpido y saturado de bondad, comprensión, amor. Como ese fervoroso cariño que le prodigaron y prodigó desde tierna y que creció con ella acompañado de besos, abrazos, regalos, amables frases y comprensión. Su imaginación del paraíso, la conducía a encontrarle semejanza con la púdica algarabía que se apoderaba de todo su cuerpo, cuando bailaba en las fiestas escolares y del pueblo. Cuando se bebía un refresco igual que una copa de vino o un vaso de helada cerveza junto a sus amigos y amigas, padres y hermanos; especialmente, cuando necesitaba mitigar el calor y la sed que le producía el baile cadencioso, sensualmente inocente y alegre con que regalaba a su ser pleno, en brazos de algún hermoso y elástico joven porteño.

-- Pero, como la vida juega pasadas --. Expresa estremecida, para contar acongojada que no había aún obtenido su diploma de bachiller, cuando lo conoció y se despertó en su sensual y esbelto cuerpo y su alegrísima e inocente alma, la compleja sensación de ser mujer. Le llegó de golpe, el amor apasionado. Y con éste, el conocimiento de que las relaciones entre hembra y varón van más allá de la toma tierna de manos, el apretón de cintura en el cadencioso baile, el furtivo beso acompañado del tímido sudor que se escapa de la frente cuando juntos dos caribe-costeños jóvenes bailan abrazados. Conoció que se puede amar más allá de la notita escrita en la hoja arrancada del cuaderno y que por la noche leía furtivamente, como un secreto que inquieta, que asusta y gusta. No había cumplido los dieciséis años, cuando la sacudió, como escalofrío de malaria, ese nuevo sentimiento, que fue mucho más allá de la flor que el púber novio le colocaba en el ensortijado pelo que le llegaba a la cintura, luego de haberla cortado del jarrón que servía de florero en la iglesia, para adornar las ceremonias del domingo. Especialmente del primer domingo del mes, el día de la comunión.

Sorprendida de sí misma, supo Jessie, que no son lo mismo un conocido y fresco varón coterráneo que está por bachillerarse y un hombre casado, mestizo, forastero que le duplicaba la edad. Un experimentado bailarín y galanteador con apariencia de caballero, que al bailar, la apretaba de otra manera y le producía también otras ansiedades. Pues, ya no furtivamente sino de forma directa y concreta con habilidosas caricias, la conducía hasta el túnel del estremecimiento de sus cimientes femeninas necesitadas de desahogar la debilidad, para seguir firmes. Así, fue muy rápido, tanto que parecía que era poco a poco, enamorándose de él. Y, ya no fueron, para su joven recorrido por la vida, sólo los paseos por el malecón del puerto tomada de la mano tierna y temerosa del amado. Ahora, se volvieron los pasos inestables agarrada fuertemente de la cintura del experto seductor, que la hacía sentirse poseída antes de cruzar el dintel de la puerta del cuarto que alquilaba, desde que llegó a desempeñarse como Contador de las oficinas aduaneras. Se enteró, no sin asombro, desde la propia carne, que una relación de amor es pérdida de la noción del tiempo, insaciable posesión que necesitaba seguir entrándose cada vez más a las incógnitas inseguridades de amar como amante. Como la que usurpa un lugar que no le corresponde; pero que se deleita escuchando que no es ella la culpable; porque la otra, la casada, fue la que provocó la infiel búsqueda de compañía al esposo, por no haberlo seguido hasta ese recóndito puerto, a donde él fue nombrado, para trabajar.

-- Eran esas excusas de siempre, que dan los hombres cuando quieren justificar sus devaneos e infidelidades --. Dice, brotándole las palabras de entre la sonrisa triste, ahora que otras experiencias personales, le han permitido captar que la infidelidad es hecho cotidiano y común en los varones “normales” de la sociedad androcéntrica que ha sido el escenario de su dramático existir. En fin, Jessie empezó a penetrar en ese torbellino de la joven mujer que se despierta a fuerza de los comentarios y el desprecio de los miembros de la comunidad. Y, no hubiera sido tan doloroso el trayecto hasta el despertar, pues el amor lo aguanta todo y Jessie estaba enamorada, si no fuera porque el Pastor, olvidó que la palabra de Dios es amor. Y, empezó a utilizar el verbo formulado por las escrituras de la biblia, para condenarla y condenar a la familia. Especialmente a la madre, por ser la más responsable de los desvíos morales de la hija. ¡Fue echada del templo! Expulsada de la oportunidad de cantar en el coro juvenil, de tomar la comunión y de tan siquiera osar poner los pies más allá de la pequeña acera que mediaba entre la calle y la puerta de la iglesia. Su madre también fue castigada con la prohibición de comulgar. Jamás deja de recordar el argumento con que el castigo fue justificado. Aún escucha la voz del Pastor diciendo: "Es madre de una hija que no sólo es parrandera, sino vive con un hombre casado, ¡no es una cristiana!".

Al principio no se resignaba. Los domingos, se arreglaba y sola, sin esperar que alguien le dijera algo prohibiéndoselo, llegaba hasta la acera del templo; se sentaba en una grada, y, desde fuera oía las alocuciones sermoneras. Sus oídos se estremecían con los cánticos y alabanzas dirigidos al Dios en quien creía; pero que ahora temía más que nunca. Porque la hacía sentir desprotegida y sobre todo culpable, cuando desde la voz del Pastor la recriminaba y maldecía. Así vivió un año, otro y la mitad del otro. Y ya estaba por bachillerarse, en el Colegio Moravo, donde hizo sus estudios desde el nivel pre-primario, cuando se presentó aquel sábado por la tarde. Ese día, lo recuerda, llegó feliz a postrar su cabeza sobre las rodillas del padre que, enfermo ya, descansaba en una silla mecedora de madera barnizada. Él le pasó los flacos y debilitados dedos sobre el pelo ensortijado y le dijo: – ¿Qué quiere mi bonita?
Ella, levantó los ojos hasta la altura de los suyos y no pudo contener las lágrimas, que jamás supo si eran de dolor o de alegría. Pero, sí tiene presente como si hubiera sido ayer, cómo se abrazó a las piernas de su papá, para expresarle muy emocionada:
-- ¡Ya puedo volver al templo!
Él, comprendiendo todo el significado del mensaje, emocionado la sentó en sus piernas y cariñoso le manifestó su alegría con un beso. Beso que para ella, simbolizaba toda la comprensión de su progenitor que realmente la amaba y jamás la hirió ni con la mirada, a pesar de que por su causa sufría.

Llegó el domingo. Y, luego de una noche copiosa en expectantes imaginaciones, a las 6:30 a.m. saltó de la cama. Se bañó, puso su mejor vestido, peinó su larga cabellera y la adornó con un lazo del mismo color que los zapatos, que competían con el alba blancura de las calcetas. No conforme con el peinado, pidió a su madre le confeccionara los hermosos bucles que le hacía cuando era niña. -- Tal vez quería sentirme niña inocente --. Dice, rememorando el hecho con los ojos entrecerrados.

Cuando su madre terminó de peinarla, luego de mirar en el espejo el reflejo de su adolescente figura estilizada de maniquí con bucles, se dirigió al comedor. Casi no desayunó. La emoción se le mezclaba con los pequeños bocados de pan o los tragos de leche que llevaba hasta su delicada y cuidada boca. Entró al templo del brazo de su padre, delante de su madre, su pequeña hermana y dos de sus hermanos. Sintió, a pesar de su alegría, los látigos de las miradas indiscretas de mojigatas señoras, enajenadas jovencitas y durísimos y circunspectos caballeros. El armonio enviaba hasta los oídos de los asistentes, las notas de un mítico himno, arrancadas por las encaneladas manos de doña Gertrudis, la habilidosa y sesentona pianista haitiana. Se mezclaban los sonidos del mecánico artefacto, con las voces de bautistas de todas las edades, que coreaban el beatífico contenido. ¡Aquel precioso cántico que tanto le gustaba, cuando animosa lo entonaba junto a sus amigos y amigas del coro! Volvía a ser feliz y en la intimidad de su ya consciente y madurada juventud una vocecita alegre repetía:
-- ¡Todo volverá a ser igual, estoy muy segura que Dios ya me perdonó!

Por una puerta lateral al estrado de las liturgias, entró el Pastor, y, empezó la comunal alabanza al Cristo de la vida, del perdón, del evangelio ejemplificante. Todo iba muy bien. Jessie cantaba, sonreía y oraba, inmune de tanta felicidad, a las indiscretas y torpes miradas acusadoras de algunos feligreses que a pesar de la mística y fervorosa actividad, se olvidaban del buen Cristo, para retomar las diabólicas enseñanzas del prejuicio. Ella, inteligente, lo notaba; pero no le importaba. Sentía la reconfortante luz del perdón y la comprensión del Dios encarnado en su Hijo, el paradigmático Cristo, símbolo de la solidaridad y la compasión. Y, eso era lo que contaba, para ella. Pero... llegó el momento de la prédica y el Pastor tomó posesión del podium. Abrió la biblia. Anotó la lectura del día y empezó a hablar muy circunspecto y moralistamente estricto. ¡Severo! ¡Acusador! Tanto, que se olvidó de que él, además de su esposa oficial, tenía amores con otra señora y de que, una hija suya estaba embarazada sin haber antes contraído nupcias con el novio que al conocer su estado, desapareció del puerto. Y, con el olvido del propio pecado como sustento, empezó a señalar el pecado ajeno de manera general primero, para luego aludir a la pecadora que había osado entrar al templo. También, a la imprudente madre que olvidó la vergüenza y hasta al padre que había olvidado que los pecados de fornicación y adulterio manchan la honra de la familia bautista. Fueron, momentos torturantes para Jessie. Tanto, pero tanto, que, para lograr que se entienda la magnitud de su dolor, perdurable, aún no mitigado ni con la benevolencia del tiempo, que según dicen todo lo borra, cuando los recuerda, no deja de decir: -- Aún lloro lágrimas de sangre.

Su madre fue la primera en levantarse, de la primera banca escogida, como siempre, por el grupo familiar, para participar de la ceremonia. Iba seguida de su hija menor. Luego, se puso de pie su padre, la tomó del brazo y caminando muy erguidos, salieron de la iglesia. Sentía, Jessie, que sus pies eran de fuego y que desde ellos le subía por toda la espina dorsal un calor insoportable, que prisionero en las mejillas, luchaba por brotar y se le iba hacia los ojos. Al fin, el dintel de la puerta dejó paso a su agonía. En cuanto puso los pies en la acera de la iglesia, echó a correr. Llegó hasta su cuarto, se tiró en la cama y dejó que las lágrimas salieran desaforadas. Pasó un largo rato sola. Cree recordar que se quedó dormida. Pues, hasta en su adultez, jamás ha tenido la certeza total de qué fue lo que realmente le ocurrió a su cuerpo, a su alma, a sus sentimientos.

-- Solo recuerdo cuánto lloré y cómo me sentí de decepcionada --. Susurra tímida, aún sin poder contener la emoción traducida en el brillo lagrimoso de los ojos. Porque, lo que sí tiene muy claro, es cómo, después de a saber cuánto tiempo de llanto y quizá un tanto de sueño agotador, se dirigió al baño, lavó su cara, refrescó los negros ojos de negras y largas pestañas casi ensortijadas, que ahora lucían más enredadas por la acuosidad gelatinosa del residuo de las lágrimas. Se compuso el vestido, pasó un cepillo por el larguísimo y negro y alborotado cabello, y, se dirigió hasta el comedor, donde la familia iniciaba la acostumbrada oración preliminar al almuerzo. Haló su silla, y se sentó, aún con la vista un poco vaga y dirigida hacia la figurilla de unas frutas bordadas con punto de cruz, en el mantel, por las hacendosas manos de su madre. Recibió la taza de sopa que su mama le sirvió e hizo el intento de comer.
-- ¡Cosa increíble! ahora comí más que en el desayuno. A lo mejor -- manifiesta más convencida que dudosa -- porque la culpa que sentía antes de ir al templo, era ya pequeña, al notar cómo el Pastor era más malo que yo.

Terminó el almuerzo, y degustaron el acostumbrado postre. Ese día, un rico pastel de maíz con una taza de humeante café con canela. Y, empezó el análisis de la situación. Su madre, disimulaba las lágrimas y su padre jamás dejó de disimularlas. Sus hermanos y hermanita, no lloraban, veían la escena con la expectación que producen los nuevos acontecimientos en la mente de los jóvenes que aprehenden de los adultos tantas cosas malas, para luego, paradójicamente, ser castigados por conducirse de acuerdo con lo aprehendido desde la experiencia de los mayores. Ella, ya estaba tranquila. -- Y, no sé aún porqué sentía esa serenidad -- repite cuando habla del asunto --. Les dijo a sus padres que jamás volvería al templo. Que su fe no estaba herida, que seguía ahí con ella, muy firme. Y, que -- por lo tanto, de ahora en adelante me dedicaré a orar en casa, a leer mi biblia y seguir siendo bautista, pero, nunca más visitaré una iglesia.

Llegó, más pronto de lo esperado, el día de la graduación. Jessie obtuvo con muy buenas notas su diploma de bachillera. Fue la segunda del grupo; pero quien alcanzó el primer lugar, sólo la había superado en la asignatura de "Moral y Cívica". -- ¡Qué casualidad! -- Se dijo con los años, cuando después de obtener su título de Socióloga, tenía todo el instrumental teórico necesario, para interpretar la conducta humana desde los contextos históricos. Y, con la finalización del bachillerato, se presentó el inevitable momento de trasladarse a la ciudad capital, tal como sus padres se lo habían advertido desde muy pequeñita. -- Pues en este puerto no hay universidad, mi bonita, y tú tienes que ser una profesional --. Le había siempre repetido su amigo y padre.

En una universidad de Managua se graduó de Licenciada en Sociología. Llevaba junto al título, todo un bagaje de experiencias que le remitían, ya muy reflexionadas, a la seguridad de que la culpa por la que la expulsó el Pastor del templo, no debía avergonzarle. Ubicó, junto a otras muchas injusticias que producen los prejuicios traducidos en preceptos moralizadores, la injusticia cometida con ella. Y, como lo había hecho durante todo su trayecto por la universidad, siguió disfrutando de la compañía de sus amistades. Continuaba yendo a bailar y aprovechaba, para arrebatarle a la vida momentos de placer. Pero, cuando estaba en la apacible soledad de su alcoba, le brotaba desde las recónditas honduras de sus sentimientos, esa sensación desagradable del pecado. Inmediatamente, sentía una profunda necesidad de ir a la iglesia. Pero, ¡tenía miedo! o, desilusión. ¡Jamás logró saberlo con certeza! Entonces, se volvía hacia la mesita de noche, abría la gaveta y tomaba su biblia. No para leerla; porque en ese momento no sentía deseos de hacerlo, sino, para ponerla sobre su pecho y apretarla, como cuando se aprieta un bebé con un abrazo fuertemente tierno. Luego, se volvía acurrucada en posición fetal con las sagradas escrituras casi ahogadas no sólo por sus brazos, sino por los incontrolables y acongojados latidos de su corazón; para, en tan particular postura, quedarse dormida. Y, así pasaron los años, que no son muchos, pero sí largos y difíciles.

Cuando trabajaba como aeromoza, después de haberse dedicado al análisis y comprensión de los fenómenos sociales en una organización dedicada a la investigación sociológica, conoció a un piloto aviador. Se enamoró nuevamente y por eso, durante veinte años que llevan de convivir, se han separado dos veces, pero no por culpa de ella. Pues, en ambas ocasiones él ha contraído nupcias con otras dos mujeres. Tuvo, antes, otros novios, que conoció a través de la convivencia con sus compañeros estudiantes de la universidad. Pero, todo había sido así como mezcla de apacible camaradería y recelo de su parte, para no tropezar con el dolor de nuevo. -- Relaciones cuidadosas --. Expresa, para calificar la inseguridad que signó su tipo particular de noviazgos.

Su tercera unión con el aviador, es un accidentado itinerario que contribuye más a la soledad actual de Jessie. Decidió, para dedicarse por entero a prodigarle antenciones, dejar el trabajo de aeromoza. Él le aseguró que se divorciaría nuevamente. Ella, insegura, pero necesitada de amor, le dio una tercera oportunidad, para que le demuestre su disposición de amarla y apoyarla. Habitan casas separadas, pues ella le cedió a un “precio simbólico”, más de la mitad de su terreno, fruto del dinero que ganó con su propio esfuerzo. Entre ambas casas hay una gran diferencia, en cuanto a tipo de construcción, comodidad y confort. La de ella es mucho más sencilla que la de él. Contrastan con evidencia inevitable, el esmero con que está arreglada la de él respecto a la suya. No es sólo el acabado de la construcción y sus ricos detalles de confort. Es el esmero femenino que está ausente en la casa habitada por Jessie.

Permanentes acompañantes de Jessie son el recuerdo de su bebé malogrado, el desafecto del marido, el temor de ejercer la profesión y la hostilidad de la hija menor de los dos últimos hijos que él tuvo con su segunda esposa. Pero, sobre todo, los primeros domingos de cada mes, su soledad es mayor. No puede evitar, verse cuando niña, recibiendo la comunión en la iglesia del puerto. Y en ese momento se aferra a la voluntad de visitar un templo. Pero, luego, una fuerza superior a ella y su soledad, la detiene y le arrebata los impulsos de hacerlo, a pesar de que, cerca de su casa queda uno de denominación bautista. Entonces, para matar el sufrimiento (como si con la sumisión pudiera darse muerte a los dolores morales) toma la escoba y el sacudidor y se entrega a la labor de engalanar la casa del marido. Y, se resigna con sus visitas al mercado, retornar a casa cargada de los alimentos que él prefiere, poner sus discos de música clásica y arreglar la maleta de viaje de él que permanece más fuera de casa que en ésta. Ha dejado de interesarle conocer sobre los acontecimientos que los noticieros pudieran comunicarle. Ve muy poca televisión. También lee poco, pues ya no compra libros y los que tiene ya los conoce. Los textos especializados en Sociología, Economía y Filosofía, y la literatura, que adquirió emocionada, cuando se recién graduó y era una investigadora, se quedaron ahí en un abandonado anaquel, como testimonio de una biblioteca abortada. Hasta su elegante escritorio, labrado a mano con caracteres propios de la cultura caribeña, fue trasladado a la casa del marido. A pesar del afecto especial que siente por el mueble, pues le costó "una fortuna", según valora su precio desde los sacrificios que hizo, para obtenerlo en su condición de joven profesional asalariada.

Por la noche, sobre todo cuando está sola, que es casi siempre, toma una biblia, se hinca y combina la oración con la lectura de las Sagradas Escrituras y pide por el alma de su padre, la pequeña almita de su hijito, por la salud de su madre y por el bienestar del mundo. A veces le da tentación de pedir por volver a tener valor, para decidirse a trabajar fuera de casa y recobrar su independencia; pero inmediatamente oculta su deseo y continúa orando pidiendo por los demás. Se olvida de ella, para enterrar esa sensación de pecado que la martiriza. Así, mitiga la ilusión de tener un hijo, casarse y volver a bailar un día feliz. Se queda dormida. Pero su sueño es un sueño con sobresaltos sobrecogedores, pues la imagen del Pastor condenándola a salir del templo, la atosiga.

Jessie se fue del país. Aceptó la invitación de un antiguo amigo, anciano, negro con dinero, ciudadano canadiense por adopción, que siempre le propuso protegerla. No se sabe más de ella. Su casa la cuida una amiga y antigua compañera de estudios. Llama la atención, que en la sala, hay un pequeño mueble, con una biblia abierta que labrada en marmolina, tiene el salmo 10: “El Señor es mi pastor, nada me faltará”. Si se llega hasta el pequeñísimo patiecito que sigue a la cocina, se ve el muro atrás del cual vive quien fuera su marido. El que se quedó con más de la mitad del terreno que ella le dio “a un precio simbólico”. Y, que jamás le cumplió la promesa de hacerla su esposa, ni le pagó los préstamos de dinero que le hizo para terminar la construcción de la casa o los muebles que ella le cedió.

Se impone en el ambiente un olor a carne asada y a tortillas recién puestas en el comal. El ruido de una licuadora sirve de fondo a la voz de una mujer que, con tono de patrona y dueña de la casa, dice a la empleada: -- ¡Apurate muchachá!, que el señor pronto vendrá a almorzar y, a él no le gusta que no haya que comer cuando llega del trabajo.


Texto agregado el 08-10-2002, y leído por 2527 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
02-11-2004 me gusto mucho tu relato, una vision real de lo que comunmente ocurre con ninas colombianas. Anny anny63
28-08-2004 Se ve que tienes mucho conocimiento de la vida, esto más que un cuento es un relato, no un relato de alguien en especial si no una descripción de una concepción aberrante de vida que es corroida con una cultura sometida por el dogma. viejolobo
27-01-2003 Un relato larguísimo, sobretodo para el video. Me dejó una sensación extraña como de incompleteza, no del relato, quizás en mis expectativas o comprensión del mismo. Escrito en una forma inquietante, desvinculada emotivamente de la historia, a la vez presente. Extraño tu relato. mandrugo
 
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