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Vicente miraba el patinete que le habían regalado a Josemari. (A Vicente le habían regalado una pistola de madera).
La pistola no estaba mal, la había tallado el abuelo Tomás a mano, con la pata de la mesa antigua que se rompió el día que a la abuela Encarna la dio un mareo mientras pelaba un pollo.
No, la pistola no estaba mal, pero todos los defectos asomaban a la superficie ante el patinete de hierro rojo de Josemari. Tenia un manillar cromado, con unos protectores de goma negra para que no te suden las manos que terminaban en unos flecos también negros. Seguro que esos flecos, cuando cogieses velocidad, ondearían al viento majestuosos, como las crines del caballo de Jhon Wayne en Centauros del Desierto.
El manillar terminaba metiéndose en un tubo, con una tuerca, para subirlo o bajarlo. El piso era lo mejor. Tenia unas letras grabadas en plata (“Orbea”), que destacaban sobre el rojo encendido por miles de puntos iridiscentes, y tres ruedas con una banda blanca en la goma.
Eso no era un patinete.
Eso era un sueño hecho realidad.
Era una prueba de la existencia de Dios
Era el espécimen supremo de la evolución
Era la demostración del genio humano
Era la hostia puta

Y hablando de sueños, Vicente no pegó el ojo esa noche.
Lo peor que tenia ese patinete es que era fantástico. Y que nunca tendría uno igual. Y eso era terrible. Era la perfección. Los pocos rayos de sol que osan atravesar el plomizo cielo Soriano en enero, arrancaban vivos destellos rojos de la pintura metalizada. Josemari se deslizaba sin hacer ningún ruido, por la pendiente de la calle nueva, la única asfaltada. Las ruedas estaban tan perfectamente engrasadas, que un ligero empujón te enviaba a varios metros de distancia, con una suavidad, sin duda, similar a la del vuelo de los cisnes que viajan hacia el norte.
Vicente sabia que nunca tendría uno igual. Hay miles de patinetes en el mundo. Millones, tal vez miles de millones de patinetes, de muchas formas, tamaños, colores, con ruedas de todas las formas, con miles de dibujos en el piso, de madera, de hiero, de acero, incluso de aluminio. Patinetes altos, bajos, ricos, pobres, simples, complicados, patinetes chinos, rusos, ingleses, franceses. Patinetes americanos. Patinetes con faros, incluso con frenos. Muchos patinetes.
Pero ninguno como el patinete de Josemari. No podía explicarlo. ¿Por qué, se preguntaba Vicente, ha tenido que aparecer ese patinete en mi vida?, ¿por qué ha tenido que hacerlo, pero en manos de otro?. Vicente sufría porque había conocido la perfección, pero lejos de su alcance.

Y pasaron los años. Vicente se olvidó del patinete. Nunca volvió a sentir nada remotamente parecido...
...Hasta que conoció a Sonia. Una mujer tan insolentemente hermosa como solo una hermosa mujer puede serlo. Perfecta. La conoció un martes.
Y de la mano de Josemari. Iban a casarse el mes próximo.

Por eso los mato a ambos.
A hachazos
¿Sabe usted, señor juez?

Texto agregado el 18-10-2004, y leído por 488 visitantes. (13 votos)


Lectores Opinan
10-11-2005 jajaja..."de la mano de Josemari"...muy bueno...un beso eloisa
03-03-2005 Jajajaja! Estaba pensando "ese patinete puede ser tantas cosas, más que todo una mujer", y luego llegué al final. Y luego llegué al final final. Buen golpe. Ah, y se ve que tenés algo por las hachas. Desleal
15-01-2005 yo tuve una bici "Orbea",espero que no fuera envidiada, por los campos de soria. Eres genial tío!!!!Un beso iolanthe
24-11-2004 jajaja, ayyyyyyyy la envidia!!! si fuera tiña.... super bien definida. Mis estrellas ondina
06-11-2004 Muy bien, historia sorprendente, enganchada he quedado desde la primera palabra. Mis felicitaciones. Selkis
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